Censura: La maldición del verbo jugar (Capítulo 1)


Siempre que pienso en la figura del censor me viene a la mente aquel sacerdote local en Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) que, sentado en la butaca del cine, hacía sonar su campana cada vez que aparecía en pantalla algún que otro beso inapropiado. La censura es eso, suprimir determinado material de una obra por ser considerado ofensivo, inconveniente o innecesario. Normalmente, el interventor atiende a razones ideológicas, morales o políticas, aunque también responde a motivos culturales, religiosos e incluso militares. Se puede censurar con la buena intención de salvaguardar a las personas de contenidos amorales u obscenos, por ejemplo, aunque también puede ser una herramienta de desinformación o una barrera a la libre expresión de un artista. Sea como fuere, la censura siempre tiene una connotación negativa, la de silenciar o eliminar algo, aunque esta intromisión pueda devenir o no en un beneficio para las masas.

Afortunadamente, la censura evoluciona con el paso del tiempo al mismo ritmo que lo hacen las costumbres sociales, el ideario humano y las creencias. Con los años, esos besos cinematográficos que escandalizaban en la posguerra al cura italiano han dejado de ser provocativos y, hoy, ya nadie entraría a debatir su pertinencia dentro de cualquier largometraje.

Los videojuegos, como cualquier otro medio artístico, también han sufrido y sufren este tipo de control ético por parte de diferentes organismos. No hay un solo censor en la industria, ni tampoco un estándar internacional a la hora de censurar un producto, ya que, como en otras artes, los vetos pueden proceder de diversos países o empresas y, cada uno, con sus propios patrones juiciosos.

Este artículo no pretende ni puede abarcar todos los sistema de clasificación de videojuegos de cada país (diferente si se trata del PEGI europeo u otros individuales como el USK alemán, la BBFC inglesa o el ERSB estadounidense), los cuales controlan el material de los títulos que salen al mercado. Tampoco podemos cubrir las diversas políticas al respecto del inmenso entramado empresarial (Nintendo, Sony, Microsoft, Sega…) del sector, que deciden en función de sus intereses la pertinencia de un juego en particular. Lo que sí podemos hacer es ahondar sobre las diferencias que han existido y existen a la hora de censurar un videojuego en comparación otros medios similares. No se trata solo de repasar la censura en los comienzos de la industria (bastante absurda hoy en día y con poco margen al debate, como verán), sino de profundizar en otros casos en los que no está tan claro si tiene cabida o no. Los videojuegos tienen características únicas como son la interacción y las mecánicas de juego (de las que carece el cine, por ejemplo) en las que es preciso profundizar para hacer una valoración correcta en este sentido.

Censura mortal

El juguete virtual

Independientemente de los prejuicios que todavía existan sobre el sector, hoy ya casi nadie asocia los videojuegos a un público exclusivamente juvenil. El ocio electrónico que comenzó encandilando a los niños de todo el planeta es, en la actualidad, un producto de consumo mayoritariamente adulto como demuestran los estudios de la industria sobre la media de edad del jugador (en torno a los 25 o 30 años, según el país) y la temática adulta de la mayoría de los títulos que salen al mercado. Sin embargo, en los 80 y principios de los 90 los videojuegos eran el nuevo juguete virtual y estaban destinados a un público en su mayoría infantil. Esto no quiere decir que no existiesen juegos con temática adulta, ni mucho menos, ya que aunque los jugadores más maduros (adolescentes mayores de edad y, en menor medida, treintañeros) representaban un porcentaje menor, estos conformaban un nicho suficientemente grande como para que las compañías los tuviese en cuenta al finalizar cada ejercicio fiscal.

El caso es que en la conciencia colectiva se formó una fuerte asociación entre público infantil y su cachivache preferido: las consolas. El cándido diseño de las máquinas domésticas de los 90 (NES, SNES, Megadrive…) es una evidencia de qué masas buscaban atraer Nintendo y Sega por aquellos tiempos. Algo que fue cambiando, poco a poco, a mediados de esa década, en la que un nuevo hardware más sofisticado (Playstation, Sega Saturn…) vuelve a ser un síntoma inequívoco de que el público objetivo ya no es el mismo. Sea como fuere, digamos que la industria tardó más de la cuenta en quitarse ese “San Benito” que lo unía irreversiblemente a los niños y, debido a esta percepción, los videojuegos como producto infantil sufrieron durante esta etapa un excesivo marcaje en corto en su contenido y aspecto visual.

La violencia, los elementos gore y el contenido sexual siempre han suscitado polémica en el sector, incluso cuando las limitaciones técnicas de la época solo alcanzaban a mostrar gráficos abstractos y conceptuales alejados del realismo actual. Custer´s Revenge (Mystique, 1982) generó mucha polémica por su contenido sexual “explícito” (si es que esas imágenes lo pueden ser) entre los grupos feministas y la comunidad india americana, a pesar, todo sea dicho, de contar con un sello en la carátula que advertía de su temática adulta. El jugador manejaba a un vaquero que debía sortear las balas para poder mantener relaciones sexuales con una indígena. Aunque salió a la venta para la Atari 2600, la presión mediática hizo que se retirase del mercado. Algo similar sucedió con Death Race (Exidy Games, 1976), quizá el primer título de la historia en despertar controversia entre los medios de comunicación. El juego salió en las recreativas norteamericanas y estaba basado en una famosa película de serie B protagonizada por David Carraidine y Sylvester Stallone, Death Race 2000 (Paul Bartel, 1975). Death Race proponía una peculiar carrera en la que había que atropellar, de paso, a unos duendes que al morir se transformaban en lápidas y pasaban a ser un obstáculo para el conductor. La forma en cruz que adoptaban tras la muerte, los gritos antes del atropello y unos gráficos primitivos que hacía que los duendes bien pudieran ser peatones, produjo, en primera instancia, que algunos locales rechazasen estas máquinas arcade. El debate no tardó en aparecer en canales como la CBS o la NBC, que difundieron estudios sobre el impacto psicológico negativo de este tipo de juegos en los niños. Incluso llegó hasta el Consejo Nacional de Seguridad americano que definió a Death Race como un producto “enfermo y morboso” que promovía la violencia. Durante estos años, ni siquiera el aspecto monocromo disuadía al censor de meter mano en los videojuegos. Desde luego, era cuando menos curioso comprobar cómo escenas más crudas en el cine pasaban el corte de la censura y, sin embargo, ciertos sprites deformes ponían el grito en el cielo del sector más puritano de los Estados Unidos. Como he explicado más arriba, el problema no era el contenido, sino el supuesto público al que iba destinado.

custer 2          DeathRace

Otro caso interesante es el de Maniac Mansion (Lucasfilm Games, 1987), una famosa aventura gráfica que sufrió un fuerte control en su versión NES para el mercado estadounidense y europeo. Una censura diferente a las anteriores ya que, en este caso, el censor era la propia filial norteamericana de Nintendo, que pretendía limar algunos detalles controvertidos que no casaban con su política interna. MM es una aventura gráfica y en este género los diálogos son la parte central de sus mecánicas de juego. De hecho, el título diseñado por el carismático Ron Gilbert alcanzó una gran notoriedad gracias a los giros en el guión y su humor macarra, lleno de chistes con doble sentido dirigidos a una audiencia nada pueril. La conversión a los estándares de compañía nipona no era sencilla, ya que cada escena del juego contravenía alguna de las líneas maestras de su “libro de estilo”. La filial americana de Nintendo no solo propuso cambios sustanciales a nivel visual, sino que también metió las zarpas en los textos. No podía aparecer ningún contenido sexualmente sugestivo o explícito, ni tampoco se permitían palabras malsonantes, por lo que hasta un cartel mal puesto en alguna de las habitaciones de MM era susceptible de sufrir un tijeretazo. En una de las salas que visita uno de los protagonistas, por ejemplo, hay varias máquinas recreativas con nombres ficticios. En una se podía leer “Kill Thrill” (algo así como “La emoción de matar”) y, lógicamente, debía cambiarse. Douglas Crockford, encargado de controlar la conversión del juego, escribió tiempo después un artículo donde explicaba todos los quebraderos de cabeza del equipo cada vez que había que adaptar un texto, por nimio que fuera. “Primero se sugirió Muff Diver” como nombre de la arcade, pero esta frase (que literalmente significa “nadador torpe”) es un vulgarismo de cunnilingus, así que de un berenjenal se pasó a otro. Crockford no tenía claro cómo interpretar en algunos casos el estándar de Nintendo, en el que se especificaba claramente que en los juegos no podía haber muestras de violencia excesiva o gratuita y, sin embargo, “la mayoría de títulos de NES eran fieles a esa temática. En los Super Mario Bros, que son considerados saludables, los niños rutinariamente matan criaturas con la única motivación de que simplemente están ahí”. Aún así, Crockford envió la versión final del juego a las oficinas americanas con la conciencia tranquila y la sensación de haber hecho un buen trabajo. Un mes después, un pormenorizado informe por parte de Nintendo exigía nuevos cambios en Maniac Mansion. Por citar el más curioso y absurdo, en un escenario del juego había un problema con una estatua clásica de una mujer reclinada y desnuda. Lo que para Nintendo América era una imagen obscena, en realidad se trataba de una escultura que pretendía emular a la obra Amanecer de Miguel Ángel, un trabajo que el escultor italiano había realizado para la Capilla de los Medici. Crockford se lo hizo saber a Nintendo y esta accedió a dejarla con la condición de que se disimulase la ingle de la mujer, “pero si ellos podían ver vello púbico donde no había, ¿qué verían cuando intentásemos esconderlo?” ironizó Crockford. Lo más llamativo en este tipo de censuras previas es constatar el orden de prioridades de las compañías a la hora de vetar los contenidos. En MM fueron muy escrupulosos con determinadas frases del guión (por ejemplo, la “perniciosa” sentencia en la pared de una ducha que ponía “Para un buen rato, llama a Edna”) y, sin embargo, pasaron por alto algunas mecánicas de juego que permitían al jugador meter a un hámster en un microondas hasta reventarlo. Es verdad que, más tarde, Nintendo intentó subsanar este “error” obligando a Lucasfilm a reeditar una nueva versión del juego, copia que llegaría dos años después a territorio europeo. Sin embargo, este detalle habla a las claras de cuál era la prioridad por aquel entonces, más duros con los diálogos pícaros en tono de humor que con el maltrato hacia las mascotas, por ejemplo.

censura maniac arte   censura maniac edna

Los juegos de lucha y Beat´em Up siempre han estado en el ojo del huracán y todavía más si cabe durante el boom del género en los 90. Con ellos llegó un clásico que todavía hoy se utiliza para rebajar el tono gore de los títulos. Estoy hablando del famoso cambio de color de la sangre: del rojo escarlata de toda la vida al verde viscoso extraterrestre o a una versión transparente menos repugnante. El chorretón de hemoglobina de Mortal Kombat (Midway, 1992) de las recreativas, por ejemplo, se convirtió en sudor (o lágrimas) en su adaptación a SNES, pero en la versión occidental de otros títulos como Super Castlevania IV (Konami, 1991) eligieron el mítico color verdoso para unas goteras de sangre en el escenario. La magia del color resolvió algún que otro veto, como en el caso de Carmageddon (Stainless Games, 1997), un videojuego que llegó a ser objeto de debate en el parlamento inglés por las carreras irresponsables que otorgaban puntos por atropellar peatones. De hecho, el título de Stainless ostenta el dudoso honor de ser el primer juego rechazado por la BBFC (British Board of Film Classification) encargada de clasificar determinados videojuegos en Gran Bretaña. Sin embargo, un pequeño cambio en la sangre (verde que te quiero verde) hizo que obtuviese el certificado de +18 y pudiese comercializarse en tierras inglesas. Como ven, por algo se le conoce como el color de la esperanza.

El mítico Another World (Éric Chahi, 1991), que actualmente es uno de los videojuegos elegidos (con Tetris, Pacman y otras grandes joyas) por el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) como ejemplo dentro del mundo del diseño, tampoco pudo escapar en su momento de las garras de la censura. La situación, según Chahi, “se complicó cuando Nintendo América decidió que moralmente no podía sacarse el juego debido a desnudos y presencia de sangre”. El bueno de Éric no tuvo más remedio que cumplir con las exigencias editoriales, al menos si su intención era ponerlo a la venta. Con la sangre, solución salomónica: fluido verde, nunca falla. Pero el tema de los desnudos en AW fue un caso aparte y, si me apuran, la censura más esperpéntica que un servidor recuerda. En el último capítulo del juego, aparecen unas alienígenas desnudas sentadas y de espaldas en la orilla de una piscina. Una escena plácida de apenas cinco segundos que se interrumpe con una secuencia de acción del juego. “El plano era demasiado erótico, al parecer”, dijo Chahi, ya que las damas marcianas enseñaban parte de la raja del culo. Para solucionar aquella imagen “pornográfica” Nintendo sugirió el borrado de las “huchas” de cada señorita, y finalmente “la raja de los culos desnudos se redujo tres píxeles”, explicó Chahi.

Nota: antiguos censores de Nintendo América, en el caso hipotético de que existiese en la faz de la Tierra una persona capaz de ponerse a tono con lo que parece un par de peras grises con dientes de sierra, igualmente habrían llegado tarde.

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El censor tenía un ojo del halcón que ya lo quisieran para sí muchos linieres de primera división. En los juegos de lucha, por ejemplo, no solo se censuraban las escenas más grotescas del mejor fatality de Mortal Kombat, sino que muchas veces ponía su atención en otros detalles que pudiesen herir la sensibilidad del jugador. En la pantalla de inicio de una versión para Megadrive de Street Fighter II (Capcom, 1991), por ejemplo, se intervino en una escena en la que un hombre blanco propinaba un puñetazo a un luchador negro. Algo que en occidente se consideró racista, por lo que se optó por “blanquear” al luchador que recibía el golpe y teñirle además el pelo de rubio. En la conversión a SNES del arcade Final Fight (Capcom, 1989) se tomó la decisión de cambiar a dos enemigas femeninas de mala vida (Roxy y Poison) por dos punkies más genéricos. La intención era evitar críticas hacia el juego por permitir golpear a mujeres. Capcom llegó a declarar que estas dos muchachas eran en realidad transexuales, como si zurrar a personas bajo tratamiento hormonal fuera más ético. En la versión Mega-CD, las gemelas aguantaron el tipo, pero sufrieron igualmente modificaciones en su vestimenta: cambiando top y pantalones cortos por camiseta y bermudas. Se ve que no hay nada de malo en recibir collejas si vas bien abrigado (en fin).

La censura no tenía miramientos si de lo que trataban las compañías era de salvaguardar a los niños de imágenes inapropiadas para su edad. En cierto modo, durante esta época en la que el videojuego era el juguete predilecto de los más pequeños, hasta parece lógica esta dureza por parte del censor. En realidad no se trataba, como vengo diciendo durante todo el artículo, de un problema del producto en sí, sino de la escasa organización que en aquellos momentos existía para clasificar cada título por edades. El perjuicio lo sufrió la audiencia madura y todavía hoy existen resquicios de esa censura practicada en los 90.

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