Los mejores videojuegos de 2018 para Start


Posiblemente este párrafo que lee sea el párrafo menos leído de Start en todo el año. Si lo está leyendo (que lo dudo), seguramente sea tras hacer un primer scroll vertical (sin prisa, saboreando el momento) para ver por qué juegos nos hemos decantado en este 2018. Es muy probable que ya haya reparado en todos esos grandes títulos que no están y que, en su opinión, merecerían estar, y apostaría a que está muy cabreado y sin ganas de leer introducción alguna que le explique ni resuma nada.

Lo entendemos, sabemos que nadie en su sano juicio pierde el tiempo en estas primeras líneas, que en realidad solo sirven para que la ilustración de portada no se solape con el resto de imágenes del cuerpo de texto. Además, todos los años decimos lo mismo: no se enfaden, es nuestra opinión, cada cual tiene su GOTY…

Con las prisas me olvidé de decir y remarcar en negrita que estos son los mejores videojuegos de 2018 según Start. Frase que es muy importante repetir de vez en cuando por cuestiones de SEO y posicionamiento, no vaya a ser que quede alguien por ahí sin enterarse de cuales son los mejores videojuegos de 2018 según Start. 

En fin, que tiene usted razón, que lo mejor es ir al grano y leer lo que tenemos que decir de aquellos juegos que más nos han gustado (que no hemos querido repetir para que haya más variedad). Como dijimos el años pasado: el orden es alfabético y el criterio subjetivo. No se enfade y disfrútelo.


Assassin’s Creed Odyssey / Begoña Cadiñanos

La Guerra del Peloponeso fue uno de los periodos más complejos de la historia griega. Por su importancia, la podríamos asemejar a la I Guerra Mundial, la que lo cambió todo. Assassin’s Creed Odyssey (Ubisoft, 2018) propone como telón de fondo esta guerra que duraba todo el año, que tambaleó a las potencias implicadas y que modificó el escenario político.

El título de Ubisoft permite que veamos ambos lados del enfrentamiento que se dio entre Esparta y Atenas a través de los ojos de Kasandra. De hecho, Odyssey ofrece mucho más que una buena historia, presenta también una gran ambientación y construye uno de los mejores personajes del año. Si bien podemos jugar como Alexios (segundo personaje que podemos escoger en el modo historia), Kasandra es el canon. Ubisoft ha creado un personaje femenino, fuerte, carismático y no hipersexualizado, lo cual se agradece. Un ejemplo de ello son las distintas armaduras que nuestra protagonista puede portar, trajes funcionales que protegen los puntos vitales de su dueña, un hecho que no estamos acostumbrados a ver.

Odyssey no refleja la Grecia histórica, está a medio camino entre el realismo y la idea que tenemos en mente de cómo debió ser: una imagen que hemos fabricado a través del arte y el cine. Por tanto, estamos ante un relato que mezcla historia y mitología de forma natural, combinación que (hay que reconocer) es la causante de que sus narraciones nos sean tan familiares. Destaca también la función de Ícaro, el águila que acompaña a Kasandra y que, al igual que Senu de Origins (Ubisoft, 2017), nos permite recrearnos (si así lo deseamos) en los paisajes y disfrutar de los detalles de esta Grecia imaginada.

Todos estos detalles hacen que merezca la pena embarcarse en la nueva odisea de Ubisoft y descubrir lo que, un año más, nos propone esta incombustible saga.


Broken Reality / Tomás Grau

[Realizo esta recomendación con un poco de aprensión porque, aunque es cierto que he podido jugar a multitud de obras este año, ninguna me ha causado la misma anticipación ni expectación que Broken Reality (Dynamic Media Triad, 2018) ha logrado. Aun así, debo condicionar esta recomendación al hecho de que aún no he terminado el juego, y me faltan porciones enteras por experimentar que, sin duda, alterarán mi apreciación por el trabajo de Dynamic Media Triad. Así que, de momento, podemos dejarlo en un «recomendado con prudencia»].

En los últimos años, el número de títulos que evocan, referencian o directamente recrean el Internet de hace diez, 15, 20, o incluso 30 años, ha experimentado un crecimiento exponencial. En mi opinión, hay una verdadera nostalgia por aquellos míticos tiempos, aunque muchas veces sea a través de obras reflexivas. Emily is Away (Kyle Seeley, 2015) nos habla de la cambiante relación entre dos personas y nos enseña cómo ésta queda representada en la maraña de protocolos que conjugaban la interacción online de mediados de 2000. Secret Little Haven (Hummingwarp Interactive, 2018) focaliza su atención en el individuo y en la manera en que su identidad queda esparcida por los contornos de su pequeño mundo virtual. Por último, Eternal September (Iseeicy, 2018) recrea un momento específico de la historia de Internet y lo encapsula en una única y totalizadora experiencia.

Broken Reality es un poco todo lo de arriba, y otro poco de cosas nuevas. De todos los títulos nostálgicos por el Internet que nunca fue, es el más dispuesto a auparse en su mitología, compartida por internautas tanto veteranos como recientes. El juego en sí es un caudal constante de referencias, tanto directas como sutiles, de aspectos de la vida online, envueltos en la forma de un espacio abierto similar al de Myst (Cyan Worlds, 1993) y revestido con capas de calculada ironía. Las comparaciones de obras como Jazzpunk (Necrophone Games, 2014) se hacen de rogar, pero omiten el hecho que, donde éste recurre a la libre asociación, Broken Reality se vale de la representación directa y espera sacar unas risas por el camino. Qué duda cabe que, si de alguna manera lográsemos condensar Internet en una única y definitiva isla en medio de la nada, los trolls vivirían bajo los puentes, las montañas estarían hechas de vaporwave, las recepcionistas serían adorables avatares anime sin rostro y los jugadores amasarían deudas de bancos enteros. Qué duda cabe que la actividad principal se resumiría en recolectar cantidades informes de Likes de todas las formas y medios posibles, en un incoherente esfuerzo por alcanzar algún conocimiento secreto que (sospecho) jamás llegará.

Podría decirse que Broken Reality tiene aspiraciones humildes y, como tal, resulta un poco exagerado sugerirlo como juego del año. Y, al mismo tiempo, se siente algo megalómano en la idea de encapsular toda la red en un solo espacio controlado. Es esa contradicción, esa tensión entre lo soberbio de la premisa y la liviandad de su ejecución, donde el arte de Broken Reality se deja entrever.


God of War / Ruth García

En God of War la familia siempre ha sido importante. Y en su cuarta entrega adquiere la profundidad que no tubo en el ciclo griego, pese a ser, en principio, el motor de la historia del Fantasma de Esparta. En su exilio midgarianoKratos sigue siendo una perfecta máquina de matar, por algo es un dios de la guerra, que debe encontrar como ejercer una paternidad ansiada en un entorno hostil.

El pasado a veces es un carga demasiado pesada y las segundas oportunidades no son tan frecuentes cuando la delgada línea entre la vida y la muerte es tu pericia en combate. La vulnerabilidad con la que Santa Monica envuelve al dios, dota de verosimilitud la relación que establece con su hijo y hace de su historia un viaje iniciático digno de recordar. Por que seamos sinceras, God of War (SCE Santa Monica Studio, 2018) no deja de contarnos como nos afectan, para bien o para mal, las relaciones familiares y la importancia que esta institución tiene en nuestro desarrollo vital.

Más allá del aspecto narrativo, creo que el otro gran acierto lo encontramos en la forma tan magnífica con la que el estudio californiano ha conseguido plasmar la idiosincrasia de la mitología norsa. Lo nórdico siempre ha sido uno de los referentes estéticos y culturales occidentales, y hay un conocimiento generalizado —aunque sea superficial— de sus principales personajes y narraciones. Lo interesante de Santa Monica es que consigue unir de manera orgánica todo ese acervo junto a los tropos ajenos a su mitología y que el conjunto no chirríe.

Tenemos ante nosotras un nuevo viaje iniciático por partida doble, mientras el ocaso de los dioses comienza. Hay Kratos para rato, y que yo lo vea.


Into the Breach / Javier Montenegro

Lograr un juego tan equilibrado y sobrio como Into the Breach (Subset Games, 2018) tras el superéxito que fue Faster Than Light (Subset Games, 2012) no es nada sencillo. Lo predecible hubiese sido apuntar a lo alto, un nuevo intento de romper moldes, «crear» un género. Pero no. Into the breach es un título de estrategia por turnos de toda la vida: muy pulido y cuidado a la hora de explotar las ventajas del género y sin la dificultad endemoniada de su predecesor ni un abrumador jefe final.

Esta vez, los desarrolladores eliminaron lo que muchos consideraban problemas en el FTL (la mencionada dificultad y las largas partidas) y apostaron por un producto que gustase a más personas y fuese más sencillo de jugar. Y sobre esas bases crearon esta joya de la estrategia. Into the Breach puede jugarse cientos de veces y ninguna será igual, y ese es otro de sus puntos fuertes. Ya sea por la generación aleatoria de escenarios o por los diferentes tipos de robots que podemos manejar, el regreso del jugador casual o hardcore está asegurado. Y los malditos robots no se parecen en lo más mínimo unos a otros, algunos ni siquiera tiene armas para deshacerse de sus rivales, solo pueden empujar a los insectos gigantes de un lado a otro.

Sí, el argumento del título de Subset es una batalla eterna entre mechas y versiones kaijus de insectos. Y es eterna porque ganes o pierdas, siempre queda alguna realidad por salvar. Esa posibilidad, tras cada derrota, de saltar a una nueva línea temporal con un piloto de nuestra elección es una forma de no perder toda la experiencia acumulada y de dar una continuidad narrativa a la historia. Y a su vez, nos deja un sabor agridulce tras cada partida: ganes o pierdas, nunca es suficiente.

Aun así, vuelvo una y otra vez a Into the breach, como hago con Faster Than Light. Al menos yo valoro mucho en un juego su capacidad de hacerme regresar sin importar cuántas horas le haya dedicado. A veces me da miedo pensar qué otro título puedan parir en Subset Games y cuánto tiempo me va a robar.


Monster Hunter: World / Carlos Pérez

A lo largo de mi vida como jugador he tenido varios encontronazos negativos con la franquicia Monster Hunter. Por algún motivo, los múltiples menús con los que tiene que lidiar el usuario medio de MH cada vez que quiere liarse a toñas con un bicharraco de tres metros siempre me habían parecido tan confusos como tediosos. Ahora, a finales de 2018, me doy cuenta de lo equivocado que estaba.

Monster Hunter: World (Capcom, 2018) me ha enseñado a apreciar la saga, me ha enseñado que uno no se pierde entre sus menús por obligación, sino que son los propios escenarios y monstruos los que terminan empujándole a ello. Que la preparación de una cacería es algo vital que requiere de tiempo y dedicación, sobre todo cuando te das cuenta de que aquello que vas a investigar podría devoraros a ti y a tus compañeros de batida sin apenas despeinarse las escamas. MHW me ha hecho entender porque la franquicia sigue siendo a día de hoy tan apreciada por su comunidad: uno puede dedicar horas a explorar y pasear entre sus ricos ecosistemas, a estudiar las rutinas de sus numerosas criaturas y a observar las diferentes interacciones que estas tienen entre sí. Llegando así a concebir a los propios monstruos como seres vivos más que como, bueno, monstruos.

Monster Hunter: World no es un action RPG donde combates por salvar al mundo o por rescatar al príncipe o a la princesa, es, simple y llanamente, un simulador de caza pseudo-prehistórica. Su mundo no es más que un cajón de arena compuesto por enésimas variables que pretenden emular la complejidad de la vida misma. Un cajón de arena en el cual las diferentes armas, herramientas, recursos y misiones son tu cubo y pala mientras que los monstruos son tus compañeros de recreo.


Prey: Mooncrash / NOEL ARTECHE

Sí, Mooncrash (Arkane Studios) es un DLC; y sí, soy el mismo que hace exactamente un año estaba aquí hablando de Prey (Arkane Studios, 2017). Me repito un poco, supongo. Igual que Mooncrash.

Las selecciones de los mejores juegos del año tienden a resaltar lo nuevo y sobresaliente. Así funcionan también los propios desarrolladores, que cada año miran a nuevas ideas en el horizonte del medio. Y aunque a veces solo destaquemos lo nuevo y rompedor, el repaso de un año debe cubrir más cosas: qué ha permanecido, qué ha habido de nuevo y qué ha cambiado. Mooncrash encaja concretamente en este último grupo, el de las evoluciones, donde se erige, pese a ser un DLC, en una obra independiente, evolución del original y, a la vez, propuesta esencialmente distinta —al estilo de aquel La muerte del Forastero (Arkane Studios, 2017) que siguió a Dishonored 2 (Arkane Studios, 2016)—.

Había el año pasado en Prey algo que invitaba a hablar de él en imperfecto: trazos de una narrativa compleja que terminaba solo a medias; sistemas interconectados y perfectamente engrasados que no era necesario ni conocer ni apreciar para llegar al final. Frente a aquellos verbos inacabados, Mooncrash se presenta como un estudio del género, una investigación de lo que podrían dar de sí sus sistemas particularizados en una propuesta más concreta; un juego en el que reiniciamos la partida una y otra vez con con la idea de explorar su riqueza mecánica y sistémica. Es un Prey más pequeño, pero más intenso, que bebe tanto del roguelike y su aleatoriedad como de la narrativa de Tacoma (Fullbright, 2017).

Así, Mooncrash echa la vista atrás y vuelve para explorar lo que dejó a medias. A lo largo de los infinitos reinicios de la simulación para explorar la base lunar Pytheas, la firme visión de Arkane de lo que puede dar de sí el videojuego se deja ver en cada esquina. En un momento en que los 0451 games se enfrentan a un futuro incierto, esta es una nota al pie en el immersive sim que, al igual que Prey el año pasado, se merece por derecho propio ser explorada a fondo y sin falta.


Red Dead Redemption 2 / Pablo Toirán

Si tuviese que definir con una palabra el título de Rockstar Games escogería tranquilidad. Parece extraño, pero Red Dead Redemption 2 ha sabido nutrirse de su experiencia adquirida todos estos años para descentralizar su esencia: que ya no solo reside en la acción, sino también en su experiencia explorativa y la narrativa que emerge de ella.

Al fin, se destierra la clásica fórmula de los sandbox, marcada por ese «ir corriendo como un pollo sin cabeza de A a B», repartiendo por el camino unos cuantos disparos y retornando a casa como una centella para ver la siguiente secuencia cinemática. Este western revisionista es plenamente consciente de su ritmo y sabe tomarse su tiempo para cada secuencia, conversación e incluso tiroteo. Los desplazamientos son lentos, las acciones de Arthur Morgan son lentas, el crafteo es lento. Lento pero satisfactorio, como la vida misma.

Mientras jugaba a Red Dead Redemtion 2 pensaba en qué convierte a un juego en GOTY, en un título perfecto, diez de diez. Y mientras reflexionaba, fui dejando de prestar atención al juego, mientras cabalgaba hacia el horizonte con la deliciosa cámara cinematográfica. Rockstar consigue generar valor añadido en cada plano y hacer divertido cada elemento en el que se detiene: la pesca, la caza, la exploración de su ecosistema o, simplemente, sus interminables, pero gratificantes paseos. Hacía mucho tiempo que no sentía lo mismo en un videojuego. Quizá desde la saga The Witcher.


Return of the Obra Dinn / Ramón Méndez

Como profesional que trabaja en la industria del videojuego, son muchas las ocasiones en las que tengo que parar la maquinaria videolúdica habitual para centrarme en títulos que no entraban en mi radar. Return of the Obra Dinn (3909 LLC, 2018) es uno de esos juegos y, además, tuvo el valor de asomar por mi biblioteca de Steam en una época de Yakuzas, Shenmues y Valkyrias, varias de mis franquicias favoritas.

Aunque sabía que Lucas Pope no iba a decepcionar, lo que me encontré fue algo que superaba con creces todas mis expectativas. Pese a que mis intereses de ocio estaban centrados en otros juegos en ese momento, Return of the Obra Dinn consiguió abrazarme con fuerza y se negó a soltarme durante decenas de horas. Como si fuese una esponja, el título fue absorbiendo mi atención y convirtiéndome en un alma más de las que viajaban a bordo del Obra Dinn.

El planteamiento del juego es muy sencillo: tenemos que descubrir qué le ha pasado a todos los tripulantes de un barco, puesto que este ha aparecido lleno de cadáveres. Mediante la simple investigación del barco y el uso de flashbacks, vivimos una versión digital de «Quién es quién» en la que tenemos que sacar a relucir todas nuestras dotes detectivescas si queremos llegar a la resolución correcta del caso.

Lo particularmente interesante es que Return of the Obra Dinn no nos lleva de la mano ni se trata de una experiencia guiada. Más bien, como si fuésemos un Sherlock Holmes moderno, tenemos que tomar notas, razonar todo por nuestra cuenta y tomar las decisiones que consideremos más adecuadas en cada momento. El juego no nos premia con una musiquita al acertar, tan solo nos sigue exponiendo hechos para que nosotros los analicemos y lleguemos a conclusiones que podrían ser tan correctas como erróneas.

Pocos títulos hay en el mercado que nos obliguen a usar el cerebro de una manera tan realista y exigente, más aún con un apartado técnico tan básico y funcional.  No obstante, Lucas Pope consigue que la fórmula funcione y que no descansemos hasta cumplir con nuestro objetivo. Return of the Obra Dinn es la obra de un genio que sigue empeñado en demostrarnos que los videojuegos pueden ser algo diferente.


Tetris Effect / Horacio Maseda

Cuando el psicólogo húngaro Mihaly Csikszentmihalyi definió el concepto de «flow» (flujo) seguro que estaba pensando en el mismo estado de concentración que te produce un juego como Tetris Effect (Resonair, 2018). Todos conocemos esta sensación porque el videojuego es una disciplina que muchas veces nos introduce en esa «zona» donde el tiempo parece detenerse y nada ajeno importa; donde nuestras acciones se suceden casi sin pensar, como una reacción orgánica y natural; donde «todo el ser está involucrado», que diría Csikszentmihalyi.

El diseño de Tetris Effect apunta obsesivamente hacia «el flujo» constante: construyendo una experiencia en la que música, efectos visuales y mecánicas se despliegan al mismo ritmo y con el mismo objetivo. Tetsuya Mizuguchi —diseñador principal de TE al que ya tenía en alta estima por Lumines (Q Entertainment, 2004)— no solo actualiza con éxito y estilo una de las franquicias más carismáticas del sector, sino que consigue que se sienta única, a pesar de arrastrar una cola interminable de versiones.

Con el título de Resonair me pasa como con Pequeño Vals Vienés de Silvia Pérez Cruz, esa maravillosa versión en castellano del Take This Waltz de Leonard Cohen, que a su vez ya era una traducción del conocido poema de Federico García Lorca. Pienso en esa versión salvaje de la artista española, tan alejada de la delicadeza del compositor canadiense, pero tan auténtica, que siento como si redescubriese su melodía. De la misma manera observo este Tetris Effect de Mizuguchi, soberbia versión del original de Alekséi Pázhitnov, que a su vez ya era una adaptación del juego del pentaminó. Y pienso en lo difícil que era redescubrir Tetris.


The Red Strings Club / Juan Garro

Jordi de Paco, fundador de Deconstructeam, dijo durante su charla en el reciente Fun and Serious Game Festival 2018 que el origen de su mejor juego hasta la fecha fue el resultado de una lluvia de ideas en la que intentaron juntar algunos minijuegos en un solo producto. The Red Strings Club (Deconstructeam, 2018) fue el resultado de todo aquello y mucho más; fue su segunda colaboración con Devolver Digital y su reafirmación dentro de la industria tras Gods Will Be Watching (Deconstructeam, 2014) y un proyecto fallido que acabaron cancelando y que les dejó al borde de la desaparición.

Una vez más, la narrativa vuelve a tener un peso fundamental en un título de Deconstructeam. En The Red Strings Club, las mecánicas sirven como vehículo para transportar al jugador. Una de las principales, la preparación de cócteles dentro del bar en el que sucede gran parte de su historia, apenas tiene dificultad por sí misma. Sin embargo, la preparación de la bebida correcta permite al jugador conseguir mayor información sobre la trama.

Escribir sobre The Red Strings Club resulta difícil, su historia habla sobre las personas y sobre una megacorporación que quiere controlar cosas tan elementales como el libre albedrío. El juego te pregunta directamente si la sociedad no sería mejor sin algunos tarados ahí fuera y te hace dudar de la respuesta. No negaré que, aunque soy pleno defensor de la libertad en todas sus formas, a veces la realidad diaria hace que te replantees hasta lo más elemental; y esta reflexión es la que también consigue el título español.

The Red Strings Club es un juego de decisiones, de hacer la pregunta adecuada en el momento oportuno. Hay una escena concreta en la que la vida de un personaje depende por completo de cómo manejemos la situación y, aunque creas que lo estás haciendo bien, tu control puede evaporarse en cualquier momento. El título de Deconstructeam termina con una decisión, una que no es fácil de tomar, como tampoco lo es elegir el GOTY 2018.