Mooncrash y Majora’s Mask: repetición y temporalidad


El immersive sim es un género con una trayectoria entre complicada y brillante en el medio interactivo. Ha contribuido transversalmente a nuevas mecánicas en otros géneros y, sin embargo, nunca ha dejado de ser un espacio de nicho en comparación con grandes producciones con las que a veces comparte presupuesto. Cuando en 2012 Dishonored (Arkane Studios, 2012) apareció casi sin previo aviso y fue premiado como mejor juego del año en algunos medios, muchos se apresuraron a vaticinar un regreso del género. En 2016, Mark Brown hacía balance y el retorno parecía imparable: Eidos volvía con Deus Ex: Mankind Divided (Eidos Montréal, 2016), la secuela del reboot de 2011; Arkane lanzaría Dishonored 2 (Arkane Studios, 2016) a finales de ese mismo año y Prey (Arkane Studios, 2017) estaba planeado para el siguiente. Además, Brown mencionaba el regreso de Warren Spector al frente de System Shock 3 y una nueva entrega de Ultima: Underworld. En resumen, todo eran buenas noticias.

Hoy, en 2018, se diría que el simulador inmersivo vuelve a ser un género a la baja. De los títulos mencionados por Brown en 2016, Deus Ex sufrió un varapalo de crítica y público que obligó a Square Enix a replantear sus planes para la serie. Prey acusó los efectos de una campaña de marketing mal planteada, y solo vendió la mitad de las copias que Dishonored 2 seis meses antes. En junio de 2017, Raphael Colantonio, director creativo de Prey, abandonó el estudio, y hace escasos meses Bethesda comentaba que Arkane dejaba en pausa la franquicia Dishonored. El ciclo abierto en 2012 parece estar cerrándose. En estas circunstancias, el anuncio de una expansión de Prey durante el E3 2018 pasó bastante desapercibido. El DLC, Mooncrash (Arkane Studios, 2018), es una aventura separada que se fundamenta en las mecánicas, sistemas y estética del juego original, pero con un planteamiento esencialmente distinto.

En Mooncrash todo gira en torno a la repetición. El jugador explora la base Pytheas, unas instalaciones sobre la superficie de la Luna. Al estilo de la estación espacial del juego principal, Pytheas está dividida en distintos módulos interconectados esperando a ser explorados. Eso sí, aquí no queda ya nadie con vida. El jugador se enfrenta a una simulación virtual de la base, de la que debe escapar con cinco personajes diferentes. En cada partida la simulación se reinicia y el escenario se reinstancia. El juego cambia de lugar el material, las armas y la munición; reubica a los enemigos; coloca obstáculos obstruyendo pasillos y bloqueando puertas, e incluso añade peligros ambientales. En cada una de las iteraciones el jugador puede intentar escapar hasta cinco veces, una con cada personaje, cuya muerte es permanente hasta que se reinicia la simulación. Así hasta descubrir cada historia y escapar con los cinco en una sola partida.

Si resulta complicado de entender, es porque lo es. Prey es ahora un immersive sim con influencias del roguelike. Naturalmente, el jugador muere unas cuantas veces en Mooncrash y se ve obligado a jugar en múltiples instancias de la base Pytheas. La aleatoriedad con que se reubican los elementos del escenario obliga a trazar planes distintos en cada partida. Arkane explora la idea de que hay que jugar con varios personajes en una misma versión del escenario, y la continua repetición plantea nuevas situaciones, impensables en la linealidad del Prey original. En definitiva, Mooncrash es, de nuevo, una refinación del género —algo recurrente en la trayectoria de Arkane—.

Afortunadamente, lo innovador de la combinación de géneros y mecánicas no ha pasado desapercibido. Hay algunos análisis muy completos que desgranan las mecánicas y explican cómo la repetición potencia los sistemas interconectados sobre los que se fundamenta Prey [1]. Sin embargo, quedan sin responder algunas cuestiones sombre la repetición en sí: ¿cómo afecta la estructura cíclica a la percepción del tiempo en el juego? Y, si nos fijamos en otros títulos para responder a eso, ¿qué diferencias hay entre ellos?

Así, puestos a hablar de temporalidad y repetición, resulta inevitable mirar a The Legend of Zelda: Majora’s Mask (Nintendo, 2000). De hecho, no parece casual que el título de la expansión sea «Mooncrash», que puede entenderse como una referencia a la luna que amenaza con precipitarse sobre Términa si Link no logra detener a Skull Kid en el juego de Nintendo. La premisa de Majora’s Mask es de sobra conocida: Link tiene 72 horas para evitar la catástrofe. De lo contrario, la Luna cae sobre Términa y todo vuelve a empezar. Las 72 horas de Link se traducen en poco menos de hora y media para el jugador, lo que le obliga a volver atrás una y otra vez. Más o menos igual que en Mooncrash.

Si Majora’s Mask es tan interesante aún hoy no es solo por lo atrevido de su propuesta y estética; también por su interesante tratamiento de la temporalidad. Gran parte de este artículo viene motivado por la reflexión de Lee Sherlock sobre la filosofía del tiempo en el juego, que expone en su ensayo Tres días en Términa: Zelda y esa cosa tan rara llamada tiempo [2]. En él, Sherlock parte de una comparación clave entre Majora’s Mask y el eterno retorno de Nietzsche, que podría extenderse a Mooncrash.

El argumento de Nietzsche es también conocido: en un sistema con un número finito de fuerzas y tiempo infinito, se alcanzará un punto a partir del cual los acontecimientos se repitan infinitamente. Esta formulación, reminiscente del paradójico teorema de recurrencia de Poincaré, parece ajustarse perfectamente al videojuego. Como programa informático, el videojuego no deja de ser una máquina de estados en la que, dado un tiempo lo suficientemente grande, podrían recorrerse todas las posibles combinaciones de variables; todas las posibles partidas. Sin embargo, sería un error leer a Nietzsche desde el punto de vista de Poincaré.

Para ponernos en contexto, conviene primero hacer una breve distinción entre los dos significados de «eterno». Por un lado, la acepción común, que hace referencia a un tiempo que se prolonga infinitamente. Por otro, en palabras de José Ferrater Mora, «eterno» es «algo que no puede ser medido por el tiempo, pues trasciende el tiempo» [3]. Boecio resolvió esta disyuntiva asignando términos distintos a las dos acepciones, distinguiendo entre «la sempiternidad, sempiternitas, la cual transcurre en el tiempo, currens in tempore» y «la eternidad, aeternitas, la cual constituye lo eterno estando y permaneciendo, stans et permanens» [3]. En el caso del videojuego, el conjunto de posibles estados —el conjunto de todas las posibles partidas—, que es finito, no puede ser medido por el tiempo. «Está fuera» del tiempo. No así la sucesión de partidas de un jugador determinado, un montón de reinicios de la base Pytheas que ocurren una y otra vez de forma sempiterna. Continua, pero «en el tiempo».

La idea de Nietzsche supone una crítica a la asociación habitual de lo eterno con lo sempiterno. El instante no es la línea divisoria entre pasado y futuro, sino que en el propio instante se manifiesta lo eterno, que trasciende el tiempo. La parte de la trascendencia es vital: en lugar de interpretar su argumento como una doctrina cosmológica (al estilo de Poincaré), se nos invita a hacerlo como una doctrina moral, en un sentido casi existencialista. Cuando el demonio se nos presenta y nos ofrece el eterno retorno como la posibilidad de vivir todo lo que hemos vivido, una e innumerables veces más, solo aceptaremos si nuestros instantes anteriores han tenido todo su sentido. Querremos el eterno retorno cuando estemos convencidos de querer volver a vivir todo lo vivido. Así, Nietzsche nos insta a vivir de forma que quisiésemos vivir así una e incontables veces más. El matiz está en el adverbio «así»: no se trata de vivir lo mismo, sino de la misma forma. Aplicado al videojuego, debemos jugar de manera que queramos volver a jugar así una y otra vez.

Volvamos a Mooncrash antes de que esto se complique demasiado (he dicho al principio que la premisa jugable era difícil de entender, y casualmente, Nietzsche decía del eterno retorno que era su pensamiento «más profundo», el más difícil de captar). Imaginemos una partida hipotética de Mooncrash. La simulación se reinicia, poniendo ante el jugador una nueva instancia del escenario. Los cinco personajes están disponibles. El jugador escoge uno, hace aquello que tenía pensado e intenta escapar. Seguramente muere. El jugador puede ahora elegir entre los cuatro personajes restantes, que se moverán por el escenario en el estado en el que había quedado al morir. O puede reiniciar la simulación, poner a cero el escenario y empezar de nuevo. Está claro que, pese a repetir el ciclo de juego una y otra vez, este ciclo no es idéntico. En cada instancia del escenario, cada run con cada uno de los personajes será distinta. Su significado y valor, así como la satisfacción del jugador, varían. Sin embargo, la pregunta de Nietzsche sería: ¿has jugado de forma que quisieses volver a jugar así una e innumerables veces más?

La respuesta es un problema mayúsculo para el diseño de videojuegos. Idealmente, sería un rotundo sí. Si la partida ha ido según lo planeado, si hemos acabado con todos los enemigos a la primera y hemos cumplido nuestros objetivos, sería razonable querer volver a jugar de la misma forma, igual de bien. Sin embargo, esto entra en conflicto con la concepción del immersive sim. En el género todo está diseñado para que reaccione de forma creíble y sistémica a nuestra interacción. Nuestros errores pueden desencadenar situaciones inesperadas y ser así mucho más interesantes que nuestros éxitos. Es a lo que la propia Bethesda se refería cuando hablaba de evitar la táctica de «rejugar la partida guardada» [4]. Es contradictorio querer jugar «de la misma forma» cuando es más interesante jugar de forma distinta. Tras el deseo de imitar nuestra actuación perfecta se esconde el deseo de evitar la frustración de morir y tener que repetir el nivel. Así, parecería que aceptar el eterno retorno de Nietzsche implicaría querer evitar la repetición; evitar lo que hace únicos a Mooncrash y Majora’s Mask. Su mecánica esencial.

Veamos que no es exactamente así. La comparación entre Mooncrash y Majora’s Mask deja claro que la repetición es lo que los hace únicos, pero la trabajan de formas diferentes. En el juego de Nintendo 64, los ciclos temporales de 72 horas son estructuralmente idénticos. Sabemos qué ocurrirá a cada hora y en cada lugar. Tenemos, de hecho, un documento que nos lo recuerda: el cuaderno de los Bomber. En Mooncrash, por el contrario, los ciclos no son idénticos. Cada vez que se reinicia el escenario las cosas ocurren de forma diferente, y dentro de cada ciclo jugamos con hasta cinco personajes (cinco subciclos). En ambos casos, sin embargo, la cohesión entre iteraciones se mantiene gracias a la representación del tiempo, que constituye una referencia. En Majora’s Mask es el reloj el que indica en todo momento cuánto tiempo nos queda. En Mooncrash el paso del tiempo viene determinado por el medidor de corrupción, una barra que se llena conforme el tiempo pasa dentro de la simulación. Cada vez que se llena subimos a un nuevo nivel de corrupción, en el que los enemigos serán más peligrosos. Al llegar al quinto, el juego nos saca de la simulación y nos obliga a reiniciar el escenario.

En Mooncrash el medidor de corrupción es inexorable. Podemos moverlo hacia atrás puntualmente utilizando unos objetos especiales, pero no hacemos más que retrasar lo inevitable. En Majora’s Mask, por el contrario, el flujo temporal es mucho más variable. Tocando las canciones del tiempo invertido y del doble tiempo podemos manipular el flujo temporal a nuestro antojo, dilatarlo y expandirlo y, aun así, mantener idéntica su estructura de horarios y citas. En el título de Arkane, en cambio, el jugador establece sus horarios y sus objetivos, y el medidor de corrupción va contra él.

El paso del tiempo queda así registrado por elementos diferentes, como también ocurre con el elemento desencadenante de la repetición. En Majora’s Mask la repetición es provocada por la ocarina de Link, que reinicia el ciclo al tocar la Canción del tiempo. Link decide cuándo tocarla y poner fin al ciclo. El jugador es así dueño del ciclo: decide cuándo volver y cómo de rápido quiere que pase. El jugador de Majora’s Mask controla los ciclos y mejora su actuación hasta hacer de sus partidas algo cada vez más eficiente. «Quiere» el eterno retorno. En Mooncrash, sin embargo, el jugador está sometido por la repetición. Sobre el papel puede reiniciar cuando quiera, pero la sensación es diferente. La repetición se desencadena por la simulación en la que el jugador tiene que adentrarse. Lo hace obligado, a causa de un contrato con la empresa rival de TranStar, Kasma Corporation. El jugador desea pasar el mínimo tiempo posible dentro de la simulación, y está completamente a merced de la aleatoriedad con que esta se reinicia.

Lo que sí tienen en común los dos títulos es la inestabilidad de los ciclos. Precisamente por el control que el jugador ejerce sobre el paso del tiempo en Majora’s Mask, las horas y los minutos pierden todo su sentido como unidad de medida. Esto hace que los ciclos pierdan estabilidad, pese a ser estructuralmente idénticos. Se respeta la estructura horaria, pero no la velocidad con la que se navega por ese horario. En Mooncrash la estabilidad tampoco está garantizada. Aunque no podemos determinar la velocidad a la que pasa el tiempo, la aleatoriedad del escenario afecta a la estabilidad. En ambos casos los ciclos son inestables, lo que da paso a una pregunta importante: ¿hay algo que permanezca? Y, en tal caso, ¿qué es?

La respuesta pasa por interpretar el tiempo —o sus representantes, reloj y medidor— como una función de valor, que asigna pesos o valores a los elementos del juego. Debido a la inestabilidad de la secuencia, la mayor parte de los objetos que recoge el jugador carecen de valor. No porque sean del todo inútiles, sino porque van a perderse. Tal y como apunta Sherlock en su ensayo, de nada sirve dedicar un día entero a recolectar nueces deku extra, pues las perderemos todas al volver al amanecer del primer día. Asimismo, en Mooncrash no tiene sentido dedicar tiempo a hacer acopio de un arsenal mucho más grande del que podemos utilizar durante el ciclo porque todo lo perderemos. El tiempo asigna de este modo valor a los objetos, distinguiendo lo que perdemos de lo que conservamos, que, naturalmente, se revaloriza. En Majora’s Mask son las rupias, las máscaras y los ítems importantes (tirachinas, arco…). En Mooncrash son las mejoras desbloqueadas en el árbol de habilidades, instaladas gastando neuromods (una de las monedas del juego). Como consecuencia los neuromods son un objeto mucho más valioso que cualquier otro: se pierden como todos los demás, pero pueden gastarse en algo que permanece.

Así las cosas, la permanencia de determinados elementos permite construir una sensación de progresión. Los ciclos convergen en etapas (conjuntos de ciclos): la etapa en la que Link no tenía arco, la etapa en la que Link no tenía la máscara de Kafei… Dentro de esa etapa todos los ciclos se difuminan en uno solo, y las etapas se ordenan de forma cronológica. Esto da lugar a la aparente contradicción de que, en dos títulos definidos por su naturaliza cíclica, la propia repetición ha dado lugar a una sólida sensación de progresión, que nos hace percibir el paso del tiempo dentro de lo sempiterno.

Es así como podemos resolver la aparente contradicción que planteaba el eterno retorno según Nietzsche: ¿cómo es posible querer jugar una y otra vez de la misma forma si lo interesante es jugar de formas distintas? La respuesta radica en la sensación de progresión y la idea de que la repetición se da dentro de cada etapa. En cada una de estas etapas el jugador se repite una y otra vez «queriendo» el eterno retorno, vivir cada instante de forma óptima. ¿El objetivo? Acelerar la convergencia y pasar a la siguiente etapa, donde aguardan nuevos objetivos y nuevas situaciones. Esto supone alejarse estrictamente de la visión de Nietzsche para acercarse a la idea de una perfección progresiva, desarrollada por otras filosofías del tiempo y algunas corrientes dentro de la filosofía de la historia. La historia se da en ciclos semejantes, pero existe entre ellos un progreso y perfeccionamiento continuo. En el videojuego esa progresión alcanza un final: el final del juego y, por tanto, el éxito del jugador.

El videojuego se asemeja así a una visión hegeliana del progreso: dialéctico y con final. Porque lo cierto es que Mooncrash tiene final. Cuando se anunció durante la conferencia de Bethesda en el E3 2018 se presentaba como una experiencia «infinitamente rejugable», al estilo de los roguelikes clásicos. Sin embargo, el DLC de Arkane tiene una trama y unos objetivos que se cumplen en algo menos de 20 horas y que dan paso a unos títulos de crédito. Durante esas 20 horas Arkane reimagina la forma en que el jugador comprende el escenario, y aprovecha para mezclar la naturaleza estable y sistémica del immersive sim con nuevas reglas de aleatoriedad, más cercanas al azar y la probabilidad.

Lo único que queda por responder es quizá dónde queda Mooncrash en el mapa del género. ¿Es una nota al pie dentro del simulador inmersivo, una evolución o una reformulación del género?

Una pregunta para otro momento.

NOTAS:

[1] Un buen ejemplo es el análisis de Errant Signal, disponible en YouTube.

[2] La traducción al castellano del texto original de 2008, llevada a cabo por Antonio Fornet Vivancos, fue publicada en 2012 por Errata Naturae en Extra Life: 10 videojuegos que han revolucionado la cultura contemporánea.

[3] Ferrater Mora, José (1976), Diccionario de filosofía de bolsillo, págs. 273-277, compilado por Priscilla Cohn para Alianza Editorial (1995)

[4] Me refiero aquí a lo que en el manual de The Elder Scrolls II: Daggerfall (Bethesda Softworks, 1996) se menciona como «the “Replay the Saved Game” strategy», refiriéndose a la práctica extendida entre los jugadores de cargar la última partida guardada en cuanto algo sale mal. Bethesda invitaba a los usuarios a jugar con sus errores en lugar de convertir sus partidas en una serie de milagrosos éxitos. La referencia aparece en el videoensayo de Mark Brown, Playing Past Your Mistakes (2018) de su serie Game Maker’s Toolkit, disponible en YouTube.