The Red Strings Club: Cuando las serpientes ya no existan


La larga noche termina. David observa el horizonte, consciente como nunca de que su tiempo se agota; FOXDIE corre por sus venas. Atrás queda todo lo que le definía, la lucha, el fuego, la muerte y sus escombros. Ante él, al otro lado del infinito glaciar, el sol se asoma sobre una Alaska que siempre estuvo allí, pero que hasta ese momento le era desconocida. El mar oscuro, el cielo violeta y el bramido de los caribús anuncian una nueva primavera. «La nuestra», dice Meryl, abrazándole, al tiempo que la moto de nieve que les llevará al futuro se despabila. Él se gira para verle la cara, y por fin lo entiende: toca disfrutar de lo que venga. Mientras los restos del legendario guerrero que había sido hasta entonces se hunden en el océano, David pone rumbo hacia el futuro, con las últimas palabras de Naomi resonando aún en sus oídos. «Todos morimos cuando nos llega la hora; de ti depende cómo uses el tiempo que te queda. Lo importante es que elijas tu propia vida, y luego, vivas».

En lo primero que pensé tras acabar The Red Strings Club (Deconstructeam, 2018) fue en Solid Snake. El epílogo de aquel viejo Metal Gear Solid (Konami, 1998) siempre ha sido un hito en mi memoria, una de esas lecciones que se te graban a fuego en el corazón y que, si llegan a tiempo —en mi caso, apenas tenía diez años— son capaces de influenciar toda una vida. David sobrevivía; el frío, las balas, la soledad, el engaño y la traición daban paso a una Shadow Moses que se desvestía, al fin, de toda oscuridad. El premio era también condena, el darse cuenta de que sus días estaban contados, pero ello no era motivo de tristeza, sino que era recibido como un punto y seguido en la búsqueda de un propósito. Después de tanto, yo lloraba, pero David sonreía.

Nuestros caminos volverían a cruzarse en varias ocasiones. A cada encuentro, ambos llegábamos más viejos y cansados, algo más cínicos, pero, por suerte, también más sabios. Con el tiempo, como es natural, nuestro viaje en común llegó a su fin. Él hace tiempo que se fue a ese lugar a donde van a parar las leyendas cuando han cumplido su propósito. Yo, por mi parte, sigo aprendiendo día a día. Hoy, veinte años después de que Snake y yo nos conociéramos, la noche regresa. Brandeis cae, la lluvia, el trueno y una pregunta le acompañan. The Red Strings Club termina y yo vuelvo a ser aquel niño que, emocionado, se sorbe unas lágrimas cuyo sabor no termina de entender, algo entre una tenue pero amarga desolación y una dulce esperanza. Ya lo dijo Kafka: «El sentido de la vida es que termina». Por fin puedo entender el secreto que escondía aquella vieja sonrisa.

Este es el texto más personal que he escrito hasta la fecha, en parte porque la historia de Donovan y compañía me ha afectado muchísimo, pero también porque soy consciente de que llego tarde a la fiesta. Hace ya un par de semanas que The Red Strings Club salió a la luz, por lo que, a estas alturas, Internet ya está repleto de críticas que exponen las muchísimas bondades que atesora lo nuevo de Deconstructeam. La obra ha sido elogiada por muchos motivos que comparto: su diseño visual es bellísimo, la banda sonora es un acompañamiento delicioso, los temas que trata son profundos y resuenan con fuerza a este lado de la pantalla y la forma en que implementa diversas mecánicas demuestra que los desarrolladores han madurado con respecto a Gods Will Be Watching (Deconstructeam, 2014), su anterior obra. El estudio ha aprendido mucho en este tiempo, está fuera de toda duda, pero la clave de The Red Strings Club es justamente lo contrario: lo que su viaje enseña.

Los de Jordi de Paco abren una ventana a un futuro entre lo cyberpunk y la novela negra, un cóctel de ciborgs y neones, nocturnidad y misterio. Al otro lado, el jugador asume el papel de diferentes personajes: Donovan, un barman y bróker de información capaz de manipular las emociones de sus clientes con sus copas legendarias; Akhara, un androide recién nacido, propiedad de Intercontinental; Brandeis, un neurohacker a medio camino entre la humanidad del primero y lo inquietante del segundo. De fondo, tiene lugar una clásica lucha: la del individuo contra la corporación, la de la libertad contra el control. Intercontinental quiere poner en marcha un protocolo de control emocional a gran escala, Donovan y los suyos quieren impedírselo.

El despliegue mecánico de la contienda es, en gran medida, similar al del citado Gods Will Be Watching, una colección de jugabilidades que, a excepción de la creación de cócteles —que recuerda a aquel genial VA-11 Hall-A (Sukeban Games, 2016)—, se visitan una sola vez según va exigiendo la historia. Aquí, no obstante, su diseño y desarrollo es menos obtuso que en el anterior, sin elementos ocultos que deriven en un continuo ensayo y error. La mezcla de mecánicas devuelve un juego que brilla con luz propia, una suma de elementos cuidadosamente mimados que apuntalan una de las narrativas más frescas que ha dado la industria reciente.

Dicho todo esto, quisiera centrarme en el hilo rojo, el ingrediente que verdaderamente marca la diferencia. Es una mecánica sencilla, apenas un registro de acciones y decisiones relevantes en el desarrollo de la historia, atándolos entre sí para crear un testigo de la senda recorrida por el jugador. La clave es cómo se presenta, pues el último nudo es el que se desvela primero: un final inevitable. De ahí, la narración pasa a lo que cronológicamente son sus primeros momentos, a partir de los cuales se irán conectando puntos hasta volver al clímax de partida. De esta manera, y volviéndome a servir de otro de mis encuentros con Snake —aquello que este le dijera a Raiden al final de Sons of Liberty (Konami, 2001)—, «lo que hemos visto, oído, sentido… El odio, el amor, el dolor, esas son las cosas que debemos transmitir»,  define el núcleo de este The Red Strings Club. Acompañar a Donovan, Akhara y Brandeis no es decidir por ellos, es ver como las decisiones les afectan, cómo ese hilo que da nombre al juego puede manipularse y devolver diferentes experiencias a pesar de la rigidez resultante de saber, desde el principio, hacia donde se dirige la trama.

Lo cierto es que los videojuegos llevan mucho tiempo buscando una forma de implementar las elecciones en sus mecánicas. Esto siempre ha sido una asignatura pendiente de un medio eminentemente existencial, con un choque constante entre su voluntad de contar historias y el inevitable determinismo narrativo que ello conlleva. ¿Cuántas veces hemos caído en un título que aseguraba que nuestras decisiones contarían para ver que al final la promesa se incumplía? El resultado siempre era el mismo, apenas una dicotomía entre final bueno y malo, cada uno con su correspondiente logro desbloqueable y cinemática. Lo que The Red Strings Club propone es un cambio de paradigma, y eso es precisamente lo que el hilo rojo demuestra: no es hacia donde vas, sino lo que haces hasta que llegas.

Una a una, las resoluciones que uno toma mientras maneja a cualquiera de los integrantes de su trío protagonista van dejando huella. Juntas, componen un relato contenido que se centra más en las relaciones entre personas que en el conflicto que las cruza. Los elementos de este podrían considerarse canónicos: hay una corporación de moral dudosa, un peligro inminente y un plan para combatirlo. Con estos ingredientes sobre la mesa, el resultado podría haber sido la enésima lucha por salvar al mundo y convertirlo en un lugar mejor, pero nada más lejos de la realidad. Poco a poco se revela: la batalla de Donovan y los suyos no es por cambiar el statu quo, sino por dejar que el mundo siga siendo tan imperfecto como hasta ahora. El resultado de un enfoque como este es la más pura agridulzura. El retorno a la caída de Brandeis es tan doloroso como liberador. Así son las despedidas, atar un macuto con el hilo de la experiencia e irse a buscar nuevas fronteras.

La última vez que vi a Snake, el peso del tiempo se reflejaba en las arrugas de su cara. Anciano, agotado por la enfermedad y abatido por los embates de un mundo que no había podido cambiar, también se despedía. Delante de la tumba de otro héroe caído en desgracia, David se arrodillaba. Después de mucho tiempo, había recuperado el pulso firme y con ambas manos se introducía una pistola en la boca, dispuesto a gastar su última bala. Entre tímidas arcadas y el repiqueteo de los dientes contra el metal, las babas de un patético adiós cayendo por la comisura de sus labios. Quiero creer que recordaba aquellas palabras de Naomi, al principio de todo esto, y que gracias a ello, y por primera vez en su vida, Dave se acobardaba. El pasado, todo lo vivido, salvó lo que quedaba de sus días.

Es un momento muy crudo, pero al que de vez en cuando me gusta volver. Como ya dije al principio, lecciones como esta siguen tan vigentes como en aquel momento, casi diría que más necesarias que nunca, pero esa es la historia de Snake, no la mía. A The Red Strings Club, por el contrario, dudo que vuelva. A pesar de ser un título muy rejugable, hacerlo implica, literalmente, olvidar, servirte una copa de amnesia a ti mismo. No estoy dispuesto a hacerlo. Su experiencia, sin darme cuenta, era a mí a quien definía, y este es un recuerdo que merece la pena conservar intacto.

El hilo rojo de mi paso por su mundo atará para siempre nuestra memoria compartida. Ese es el poder de los videojuegos, el hacer nuestra otras perspectivas. The Red Strings Club habla de un futuro cada vez más próximo, uno en el que realmente entendamos el verdadero poder de nuestras elecciones. Ahora me toca mirar hacia adelante, poner el punto final a este texto y dejarlo ir. La búsqueda por un mundo sin serpientes continúa. Espero que Brandeis y Donovan lo entiendan.