Metal Gear Solid III: Snake Eater | Solo hay sitio para un jefe


El primer alunizaje del hombre es uno de los mayores hitos en la historia de la humanidad, que fue capaz de enviar en 1969 una nave tripulada al espacio, posarla en la superficie de otro cuerpo celeste y traerla de vuelta a la Tierra con Armstrong y Edwin Aldrin sanos y a salvo. Con este logro, Estados Unidos mandó un mensaje al mundo, su superioridad tecnológica, y más concretamente a la antigua Unión Soviética, con la que mantenía una guerra política, económica y militar no declarada. En realidad, el Apolo 11 era la respuesta americana al Vostok 1 ruso, que 8 años antes había alcanzado el espacio con Yuri Gagarin dentro, primer hombre en ir al espacio y en vivir para contarlo. Esta proeza, que situó a la URSS por encima de EEUU al inicio de la carrera espacial, no fue bien recibida por el pueblo americano, ni por su presidente John F. Kennedy, que lo percibieron como un duro revés ideológico del bloque occidental capitalista frente al oriental comunista.

La guerra fría, como se denominó a este periodo de tensiones y enfrentamientos entre las dos superpotencias geopolíticas, amenazó varias veces con una posible guerra nuclear. Prueba de ello fue el conflicto entre Estados Unidos y Cuba que, tras triunfar la Revolución Cubana en 1959, desencadenó una crisis diplomática entre ambos países y convirtió a la isla en un fuerte aliado de la URSS.

En 1962, los soviéticos fueron cazados por los espías americanos construyendo silos nucleares en Cuba, una estrategia calculada por parte de los comunistas como respuesta a los misiles que los estadounidenses guardaban en Turquía. Bajo las órdenes del presidente de la Unión Soviética, Nikita Jrushchov, la URRS transportó en navíos y submarinos las armas atómicas hasta la isla, pero, al ser descubierta, recibió un ultimátum de Kennedy que amenazaba con represalias masivas. Finalmente se alcanzó un acuerdo diplomático en el que los rusos accedían a retirar las armas nucleares de la isla, a cambio de que EEUU se comprometiese a no invadir Cuba y sacase también sus misiles balísticos de Turquía.

Este período histórico de enfrentamientos y conspiraciones, que se extendió desde el final de la Segunda Guerra Mundial (1945) hasta la caída del Muro de Berlín (1989) y la posterior disolución de la Unión Soviética (1991), marcó de forma significativa la historia del mundo en la segunda mitad del siglo pasado y fue, también, una fuente inagotable de inspiración en la que se apoyaron corrientes artísticas como el cine o la literatura. Hemos visto multitud de películas que abordaron la Guerra Fría de una forma fidedigna y, otras tantas, que retorcieron los hechos hasta conformar una historia paralela o fantástica. La ficción ha tratado este periodo desde una óptica seria, pero, también, desde la más delirante parodia. Hemos visto tantos metrajes llenos de confidentes, delatores, espías y agentes especiales, unas veces, como retratos históricos y, otras, como héroes o antihéroes alocados, que puede que algunos hayan olvidado que este periodo negro de disputas entre capitalistas y comunistas existió realmente. Los graves conflictos de la Guerra Fría pudieron haber derivado en desenlaces más catastróficos, líneas temporales alternativas mucho más aciagas que, de ser cierta esa teoría científica que nos habla de múltiples universos paralelos, se podrían estar produciendo ahora. Quién sabe, quizá en otro plano dimensional haya personas en una nueva edad de piedra y la imagen de un hombre en gabardina mirando a través de un par de agujeros en el periódico no les diga nada, ni les haga pizca de gracia. Afortunadamente, usted y yo, lector, estamos en un universo en el que, por suerte o por desgracia, la Guerra Fría no alcanzó una mayor temperatura y en el que podemos entretenernos con la ficción que inspira a grandes genios del cine, la literatura y, cómo no, de los videojuegos.

Metal Gear Solid III: Snake Eater (Konami, 2004) es, en cuanto a la línea temporal, el origen de la saga. Comencé hablando de la carrera espacial entre americanos y soviéticos, y del conflicto de los misiles en Cuba, porque ambos acontecimientos sirven de prolegómeno en el título. La Guerra Fría es el contexto desde el principio, solo que en la obra de Hideo Kojima esta se extiende hasta nuestros días: desde 1964 –año desde el que parte la franquicia– hasta 2014, en el que se enmarca Metal Gear Solid IV: Guns of the Patriots (Kojima Productions, 2008); aunque en la época moderna los protagonistas en conflicto ya no sean los mismos. Como es evidente, Kojima tan solo se inspira levemente en hechos reales, para luego desviarse hacia otros escenarios hipotéticos, además, claro está, de implementar un elenco de supersoldados que trabajan en la sombra y que han intervenido en la mayoría de guerras importantes a lo largo de la historia.

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La misión virtuosa, con la que comienza la tercera parte, tiene un objetivo claro: rescatar a Nikolai Stepanovich Sokolov, un científico obligado a trabajar en una nueva arma nuclear para el bando soviético. ¿Se acuerdan del cohete Vostok 1 y del periplo de Yuri Gagarin por el espacio? Sokolov estaba detrás de los diseños que lo hicieron posible. El científico, años más tarde, comenzó a trabajar para los militares, pero le sobrecogió el miedo cuando se dio cuenta del peligroso proyecto que estaba llevando a cabo. Solicitó asilo político a los Estados Unidos, y estos se las ingeniaron para rescatarlo y acogerlo en el país junto con su familia. ¿Saben lo que en realidad pidió a cambio la URSS para desmantelar el silo de misiles en Cuba? Que Estados Unidos le devolviese a Sokolov. De esta manera, si Kennedy quería resolver el conflicto, no tenía más remedio que aceptar el trato. Pues bien, MGS III comienza justo aquí, en una misión producto de la Guerra Fría entre americanos y soviéticos.

No es secreta la pasión que Hideo Kojima siente por el séptimo arte y, si ya se dejaba intuir en los otros dos trabajos anteriores, en esta tercera entrega lo puso de manifiesto desde el principio. Al tratarse de una precuela ambientada en los 60, Kojima no solo debía adaptarse a esta nueva época en cuestiones como el transporte, el armamento o el vestuario (diferentes a los contemporáneos MGS I y II), sino también en cuanto a la propia estética de su narrativa. Si Metal Gear Solid (Konami, 1998) y Metal Gear Solid II: Sons of Liberty (Konami, 2001) bebían de películas “modernas” de acción como 1997: Rescate en Nueva York (John Carpenter, 1981), Jungla de cristal (John Mc Tiernan, 1988) o La Roca (Michael Bay, 1996), en Snake Eater, el paso por la selva parece remitirnos a clásicos como Acorralado (Ted Kotcheff, 1982), La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987) y Depredador (John Mc Tiernan, 1987). Sin embargo, y quizá por la década en la que se ambienta esta tercera parte, puede que el icónico agente encubierto y espía internacional, James Bond, sea la referencia más clara de todas las nombradas anteriormente.

El escritor inglés Ian Fleming creó este personaje en 1952 con la novela Casino Royale, en plena Guerra Fría y tomando como referencia sus experiencias en la Segunda Guerra Mundial como parte de la Armada Naval Británica. Su éxito se trasladó también a la pantalla y, tras adaptar la primera novela en televisión, Sean Connery fue el actor que dio vida a James Bond en el cine con Dr. No (Terence Young, 1962). Fue precisamente en los sesenta y con la Guerra Fría siempre como telón de fondo. Después del taquillazo inesperado de esta primera película, se reunió el dinero suficiente para su continuación, otra vez con Terence Young como director y, claro está, con el mismo actor principal, Sean Connery, que sería la cara de Bond en otros cuatro metrajes consecutivos durante la década.

Nadie puede discutir que Big Boss, en Metal Gear 2: Solid Snake (Konami, 1990), es la viva imagen del actor escocés. El juego de MSX2 se ambientaba en 1999, 35 años después de los acontecimientos del título que nos ocupa, por lo que aquellos píxeles con los que identificábamos al Gran Jefe representaban con fidelidad al viejo Sean Connery de la época. Parece lógico pensar entonces que el joven Big Boss al que manejamos en Snake Eater, sea la versión del mismo actor por aquellos tiempos. Este hecho, bastante relevante como veremos después, fue el detonante para que Kojima tomase prestada la imagen del actor y, de paso, acercase su saga a las películas del famoso agente especial.

No hay una sola película de Bond que defina narrativamente a Snake Eater, pero quizá no falle si les remito a Desde Rusia con amor (Terence Young, 1963), James Bond contra Goldfinger (Guy Hamilton, 1964), Operación Trueno (Terence Young, 1965) y Solo se vive dos veces (Lewis Gilbert, 1965), escogidas por su marcada ambientación en la Guerra Fría, su temática y por tratarse de las cuatro primeras películas (junto con Dr. No) en las que intervino Sean Connery, el héroe a imitar.

La implementación de una secuencia “precréditos” es el primer guiño que encontramos, una tradición en todos los largometrajes del agente 007. Kojima hace una sencilla regla de tres para diferenciar los tiempos del cine y los videojuegos: si este tipo de preámbulos en una cinta de dos horas suele durar cinco minutos; en Snake Eater (alrededor de 20 horas de juego), la introducción se convierte en una hora y media de game play y escenas cinemáticas. El ritmo es diferente, como el medio en el que se enmarcan, pero la función es la misma: contar los hechos que desencadenan la acción.

Sin embargo, es después de esta introducción, con los créditos de inicio, cuando Kojima declara abiertamente sus intenciones. El tema de Norihiko Hibimo Snake Eater interpretado por Cynthia Harrel es una apertura perfecta si tu patrón a seguir es Shirley Bassey en Goldfinger y tu cometido, retratar las grandes voces y el experimentalismo de los 60. Los créditos aparecen volando y retorciéndose por la pantalla de una manera similar a como se presentan en Desde Rusia con amor; y las imágenes, grafismos y siluetas, que pintan la escena, siguen el ritmo de la música como observamos, tiempo atrás, en James Bond contra Goldfinger y Operación Trueno. Puede que la técnica no sea la misma y que, al repasar los créditos de la saga James Bond, estos no aguanten la comparación con la tecnología que hay detrás de un videojuego de 2004, pero la influencia está ahí y el mensaje del equipo desarrollador no puede ser más claro.

En todo caso, el influjo que la dinastía Bond confiere a la franquicia de Konami no solo se deja notar en un par de letras y una melodía bien traída. No podemos obviar otros detalles generales que identifican, desde sus orígenes, a los héroes de ambas obras; empezando por su profesión, la de espía en la sombra y conspirador de un eje del mal al que se caricaturiza a modo de alter ego de los cómics de superhéroes. Tanto Solid Snake, Raiden y Naked Snake como el propio James Bond, son lobos solitarios, pero cuentan con todo un equipo detrás en la distancia. Las fortalezas de estos héroes se miden por su capacidad para infiltrarse en la base enemiga, resolver cualquier conflicto y huir de sus captores, una y otra vez, para salvar al mundo. Todo esto, claro está, sin perder su sentido del humor, esos chascarrillos de tipo duro y elegante, que tanto gusta a las chicas malas.

La franquicia siempre se caracterizó por las mecánicas de infiltración (de hecho las puso de moda a finales de los 90), pero quizá con Snake Eater se abrió un hueco mayor a la acción. Las películas de James Bond son “los juegos olímpicos de los especialistas”, algo así vino a decir Kojima en un artículo exclusivo para la revista oficial Playstation 2 un año antes de la salida de Snake Eater. Para el desarrollador japonés, el cine del Bond de los 60 se apoya más en los stuntmen que en los efectos especiales. Una cualidad que imprime una mayor credibilidad y carisma al héroe, al que vemos sortear los peligros de una forma “realista”, si es que conducir a dos ruedas a toda velocidad puede llevar ese calificativo. Las acrobacias de los especialistas y las nuevas técnicas de filmación de cada entrega (por tierra, mar y aire) son parte del encanto de la saga James Bond. Kojima utiliza este mismo lenguaje en su creación, con la salvedad, claro está, del factor humano en las escenas de acción: una peculiaridad insalvable de los videojuegos (motion capture aparte) que resuelve destacando los movimientos y las florituras de Snake, por encima de las explosiones y demás artificios bélicos.

Filosofía “metalgeariana”: cine, mestizaje e infiltración

Los tres pilares básicos de un videojuego –a saber: narrativa, estética y mecánica– están muy definidos en la saga Metal Gear Solid y se resumen en su marcado estilo cinematográfico, su armonía oriental-occidental y el sigilo, respectivamente. Snake Eater no es una revolución dentro de la filosofía con la que nace la franquicia, pero mejora y perfecciona cada uno de los apartados, gracias al mayor detalle de los gráficos, el gran diseño de los personajes y la implementación de un nuevo y acertado control del avatar principal. Vayamos por partes.

El lenguaje cinematográfico, como ya he comentado, es la base sobre la que se sustenta la narrativa del título. Normalmente, los juegos en tercera persona suelen tener problemas a la hora de enlazar las partes jugables con las cinemáticas. Esto se debe, en gran medida, a la posición de la cámara, que en este prolífico género suele situarse por detrás del avatar para ofrecernos una mejor visión del escenario. En cambio, Snake Eater (hablo de la versión original, no de la versión subsintance, ni del remake en HD para PS3) coloca la cámara a media altura y algo más alejada del avatar de lo que suele ser habitual en el género. El seguimiento no es tan cenital como ocurría en MGS, ni recurre a cámaras colocadas estratégicamente por el escenario –solo en raras excepciones–, sino que barre la pantalla en función de nuestros movimientos sin cambios bruscos ni saltos de posición. El resultado tiene dos consecuencias: estéticamente cumple con su objetivo, mostrando siempre una fotografía cerrada, y evita el monótono plano de la espalda del héroe –además de los alocados giros de cámara cuando esta depende del jugador–; sin embargo, desde el punto de vista jugable, a veces produce puntos muertos que dificultan la visibilidad de los enemigos y, por supuesto, complican la tarea de apuntar, algo que, por otra parte, se soluciona parcialmente al activar la visión en primera persona.

Kojima adora el cine y eso es algo que también influye en el apartado jugable de Snake Eater. Podría haber optado por una cámara libre en 3D –de hecho es la opción que escoge en la versión HD y en la cuarta y quinta parte de la saga–, pero su implementación habría lastrado otros aspectos. El hardware de la PS2 habría sufrido demasiado: las texturas no se cargarían tan rápido, ni podrían mantener el mismo detalle y la velocidad se habría ralentizado. Optar por cámaras fijas o la solución intermedia de MGS II (mezcla entre una cámara en tercera persona alejada y cámaras fijas), habrían comprometido la narrativa. Me explico, la época en la que se ambienta Snake Eater adapta la tecnología a la que tiene acceso Naked Snake y, a diferencia de la primera y segunda parte, no contamos con un mapa en la parte superior que nos indique la posición constante de los enemigos. Snake Eater necesita una visión más amplia del mapeado, porque nuestro radar solo rastrea la posición de los NPC en un perímetro determinado. El simple hecho de mantener el mismo sistema de cámaras del título anterior, nos habría dejado a ciegas y habría condicionado los escenarios selváticos, calculando cada hierbajo que pudiese obstruir la visión del jugador.

El acercamiento al cine en la franquicia se hace evidente desde MGS, pero su ejecución está mucho más lograda en Snake Eater. La primera razón es el propio avance gráfico, que permite un mayor detalle de los rostros y las animaciones. En este tipo de obras, la importancia del acabado visual es un plus sustancioso a la hora de conseguir inmersión, ya que la narrativa no viene marcada solo por la historia o el guión, sino también por ese lenguaje no verbal que nos indica el estado de ánimo de los personajes a través de gestos, poses y expresiones faciales. Quizá las pretensiones de Snake Eater, en cuanto a la inmersión, no se cumplan como hubiese sido deseable. El título habría requerido de una tecnología todavía más depurada que la que podía ofrecer el sector en 2004, para que toda su carga emocional no se viese deslucida en el hardware de la época. Aun así, el salto cualitativo con Snake Eater fue tan grande, que podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que fue el primer gran título capaz de conmover al jugador siguiendo los parámetros exclusivos del cine.

No podemos olvidar que el lenguaje cinematográfico cuenta con reglas propias que hacen que cada plano aporte un valor informativo en sí mismo y evoque determinadas sensaciones en el espectador. Kojima lo sabe, entiende el idioma audiovisual, y mima cada secuencia como si se tratase de un largometraje. Así, por ejemplo, los contrapicados hacia algunas poses exageradas de los final boss que vemos durante el juego, no son solo un detalle gratuito o carente de sentido, sino una forma elocuente de transmitir grandeza o poder. Este tipo de cuidado en el rodaje es una constante en Snake Eater, el cual echa mano de todas las herramientas propias del cine. El título tiene un fuerte componente expresivo y lo deja patente con el predominio de los “planos próximos” en el global del encuadre de rodaje. El recurso lo utiliza para enfatizar las emociones de los personajes, como sucede en cada mirada furtiva de The Boss que solo comprenderemos al final de la historia, o en la mezcla de ira y tristeza en la expresión del recién nombrado Big Boss tras conocer la última revelación.

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El montaje tampoco pasa desapercibido en Snake Eater, una parte fundamental a la hora de conformar la historia en el espacio tiempo. Como ejemplo, piensen en el último acto del juego, en el que las cinemáticas adquieren todo el protagonismo y se resuelven todos los flecos sueltos del argumento. Naked Snake despierta solo en aquella habitación y encuentra la cinta que EVA dejó como despedida. En cinco minutos, el montaje narrativo toca todos los palos posibles: primero narra la acción de forma lineal, que es lo que tarda Snake en colocar la cinta en el viejo magnetófono; con un elegante trávelin pasamos a un montaje invertido que altera el orden cronológico de la acción, intercambiando los momentos previos de EVA mientras preparaba su marcha y las escenas en las que Snake escucha la cinta mientras se enciende un puro; Con el sonido del magnetófono de fondo, se producen los primerosflashbacks, introducidos como mandan los cánones, tras un plano corto hacia el semblante de Snake y variando el color de las imágenes a un uniforme tono sepia; el montaje lineal, el invertido y los flashbacks se van intercalando hasta una escena poderosa y simbólica en el que se realiza un montaje paralelo, en el que dos escenas separadas por el tiempo se desarrollan simultáneamente: la imagen del presente (Snake sentado escuchando) y EVA (de pie, apuntando con una pistola a un Snake dormido). En menos de cinco minutos, Kojima justifica el valor de las cinemáticas en Metal Gear Solid III.

Otra de las características esenciales de la saga que la acercan al cine es su gran carga argumental. Este hecho es hoy un motivo de controversia dentro de la industria y los consumidores, divididos entre los que adoran el uso de las técnicas cinematográficas para obtener una buena historia, y los que reniegan de las cinemáticas por entenderlas carentes de sentido en un medio fundamentalmente interactivo. Polémicas aparte, lo cierto es que, independientemente del bando al que cada cual pertenezca, Snake Eater es un título extraordinario en el aspecto argumental capaz de embelesar a los dos extremos. Su apuesta descarada por el cine tiene fortalezas –espectacularidad y profundidad emocional– y debilidades –el coitus interruptus entre game play y cinemática–, pero conforma en sí mismo un estilo dentro del sector. La crítica a sus excesos estaría justificada si presentase un argumento plano o las secuencias fueran superfluas en el global de la historia. Llevar a cabo un guión de esta magnitud y profundidad, manteniendo el énfasis en herramientas audiovisuales como la fotografía, el encuadre o la iluminación fílmica, no es posible sin menoscabar la interactividad. No me entiendan mal, hoy sabemos que se puede contar una historia compleja desde la orilla contraria donde se encuentra Half Life (Valve, 1999), Portal 2 (Valve, 2011) o Bioshock (2K Boston, 2007); pero, igualmente, el estilo narrativo de estos últimos cuenta con otras fortalezas –fusión entre narrativa e interactividad– y debilidades –la cesión de parámetros artísticos en manos del jugador –, que no pretenden homenajear un medio o un género cinematográfico, sino que apuestan por las herramientas propias del sector. El videojuego ofrece estas y otras posibilidades, con ritmos y énfasis distintos, bien en el aspecto visual, mecánico o narrativo.

Al igual que sucede en Red Dead Redemption (Rockstar, 2010), que no tiene la pretensión de recrear con fidelidad una época, sino de contar una historia a través de los clichés que hicieron grande al género western; Snake Eater se fija en las clásicas películas de acción. Secuencias como la de El Fugitivo (Andrew Davis, 1993) en la que Harrison Ford se tira a un acantilado para escapar de Tommy Lee Jones, son copiadas sin rubor por un Naked Snake que hasta calca la postura del ángel mientras desciende paralelo a una cascada. Estos homenajes son una constante hasta en los huevos de pascua característicos en las obras de Kojima, que parodia a su manera a Regreso al Futuro (Robert Zemeckis, 1985) cuando nos habla de un Time Paradox si se nos ocurre matar a la versión joven de Ocelot, ciertamente una paradoja temporal al ser protagonista de juegos posteriores. “¡Snake, no puedes hacer eso! El futuro cambiaría”.

El segundo pilar básico de Metal Gear Solid guarda relación con el apartado gráfico y la estética mestiza occidental-oriental de los personajes. Aquí, Yoji Shinkawa, responsable del diseño de los entornos y protagonistas de la saga, imprime todo su carácter: a camino entre el mejor anime de Yoshikazu Yasuhiko (autor del inspirador Mobile Suit Gundam en cuanto a la estructura de los mechas japoneses) y el marcado estilo Marvel del estadounidense Frank Miller. Precisamente, el exitoso historietista y director de cine tiene en Batman: The Dark Knight Return (Bob Kane y Frank Miller, 1986) una de sus obras más afamadas, que en su cuarto capítulo “La caída del señor de la noche”, escoge la Guerra Fría y un conflicto nuclear para situar la acción del destino final del hombre murciélago.

Shinkawa se encarga de la dirección artística, junto a Chihoko Uchiyama y Keiichi Matate, de todos los personajes y objetos robóticos de Snake Eater. Su trabajo trasciende fuera del propio juego, ya que también es el responsable de crear su imagen externa, realizando los bocetos de los carteles, portadas e incluso del breve cómic (a modo de tutorial encubierto) que aparece en los manuales del título.

La coherencia en los diseños de Shinkawa es fundamental para crear una atmósfera consistente y característica del universo Metal Gear y, en esta tercera parte, no solo lo consigue, sino que se supera con el diseño de, quizá, los jefes finales más carismáticos y complejos de toda la saga. Además, y al ser una precuela, tiene la difícil tarea de readaptar personajes conocidos como Ocelot o Snake (Big Boss) en su versión joven, sin que con el cambio ninguno pierda sus rasgos característicos, ni la idiosincrasia que los definen. Todo ello, manteniendo esa mezcla perfecta de dos culturas alejadas como son la de oriente y occidente, tomando del mangaka las extravagantes poses y gestos en las peleas; y del bloque americano, los rasgos duros y toscos en el diseño de los rostro. Solo hay que fijarse en el joven y novato Ocelot, que mezcla la pericia de Billy el Niño, con la arrogancia de un jefe Yakuza. Un término medio indispensable para que sus personajes sean atractivos en ambos lados del planeta, algo que no se cumplió con el polémico Raiden de Sons of Liberty, con un estereotipo más cercano al manga y que gustó en Japón, pero fue ridiculizado en el resto del mundo.

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Independientemente del grado de extravagancia de los diseños de Shinkawa, su verdadero valor reside en la credibilidad. Tras los bocetos preliminares de cada personaje, Shinkawa se preocupa en buscar la coherencia dentro del título con el resto del equipo de desarrollo: situándolos en un contexto determinado que los defina mejor; atendiendo a una personalidad que sea congruente con el guión y sus movimientos dentro del juego; y fijándose en cada arruga y cicatriz de su cuerpo, en las que se encierran las vivencias e historias que lo moldean por dentro.

Finalmente, la infiltración es la tercera seña de identidad de la saga, además de una pieza clave sobre la que se sustentan todas las mecánicas del título. Snake Eater sigue la misma premisa que encumbró a las dos entregas anteriores: encarar cada escenario con sigilo. Puede que hoy este tipo de mecánicas ya no sean una novedad y que, quien más y quien menos, cuente con algún nivel en el que la clave esté en pasar desapercibido, pero en 1998 fue toda una revolución jugable. Precisamente, el que hoy se prodiguen es un síntoma evidente de lo mucho que Metal Gear Solid ha influido en el videojuego moderno. Sin ir más lejos, el exitoso survival horror The Last of Us (Naughty Dog, 2013) basa parte de sus mecánicas en el sigilo; e incluso títulos más enfocados a la acción como los dos sandbox más reconocidos de Rockstar, GTA San Andreas (Rockstar North, 2004) y GTAV (Rockstar North, 2013), implementan también esta técnica en varias ocasiones.

En realidad, con Metal Gear Solid se creó un nuevo género dentro del sector y Snake Eater fue el resultado de su evolución a lo largo de los años. En su caso, no se produjo una revolución en el control –prácticamente, y a excepción del CQC, contamos con los mismos movimientos de Raiden en Sons of Liberty–, sino que el cambio se introdujo con las nuevas mecánicas derivadas del novedoso entorno en el que nos movemos. Es decir, puede que Snake Eater depure los controles y perfeccione la respuesta de nuestro avatar (control más fluido), pero es el enclave (la selva) lo que verdaderamente lo aleja del resto de la saga, incluso de lo que llegaría después con Metal Gear Solid IV: Guns of Patriots.

Los espacios abiertos y el factor de supervivencia cambian por completo la forma en que manejamos a Snake. Ahora no contamos con tantas coberturas y pasillos donde escondernos y vigilar el avance del enemigo, ya que la jungla es un terreno mucho más irregular y laberíntico que las plantas nucleares donde se desarrollaban los anteriores juegos. La naturaleza es un entorno nuevo: su maleza nos oculta de los NPC, los árboles sirven de parapeto y su fauna, de trampa. El éxito de la misión se sustenta en nuestro mimetismo con el terreno virgen, del cual dependemos para atacar, defendernos e, incluso, alimentarnos. Un panal de abejas puede ser un liado más, si conseguimos que tras nuestro impacto se precipite sobre la posición del enemigo. Las pinturas de guerra y su similitud con el terreno que pisamos en cada momento nos otorgan un grado de invisibilidad que permite acercarnos con cautela hasta la posición de los soldados. Los animales (sobre todo serpientes, de ahí el subtítulo) nos mantienen en forma, recargando una novedosa barra de stamina cada vez que nos llevamos un tentempié exótico a la boca. Si no comemos, nos pica una araña o se nos engancha una sanguijuela cruzando el río, la barra disminuye. Como consecuencia, en los niveles más bajos seremos más ruidosos y nos temblará el pulso al apuntar con el arma.

En este punto, Kojima se las ingenió para que los jugadores no acabásemos convirtiéndonos en cazadores-recolectores inclinando, así, la balanza a nuestro favor. En Snake Eater no podemos llevar la “despensa” repleta de animales frescos, ya que, tras un tiempo, estos se pudren y nos hacen daño. Para cualquier imprevisto que nos pueda ocasionar la naturaleza, así como el daño que nos pueda afligir el enemigo, contamos con la posibilidad de sanarnos. A través de una mecánica sencilla en el menú, podremos aliviar las heridas de bala, entablillarnos un brazo roto o quemar las sanguijuelas con un puro. Su función es simbólica, ya que esta mecánica sirve más como elemento de inmersión que como una mecánica que dependa de nuestra habilidad.

La IA enemiga tiene unas rutas fijas, pero, debido al escenario abierto en el que se mueven, no son tan previsibles como en la primera y segunda parte. En Snake Eater los centinelas son mucho más observadores y detectan nuestra posición a mayor distancia. Esto, unido a que ahora no contamos con un radar fijo, hace que nuestros pasos deban calcularse con más tiento. Si nos descubren, los NPC aprovechan mejor las coberturas naturales del terreno, intercambian sus posiciones para distraernos, nos rodean y se comunican a través de la radio para pedir refuerzos. El resultado es paradójico: Snake Eater es puro sigilo y, sin embargo, la acción cobra protagonismo. Por una parte, durante la fase de infiltración, el juego es más pausado que nunca, algo que refuerza el sistema cerrado de cámaras que nos obliga a pararnos para investigar el terreno en primera persona; por otro, en las fases de acción o cuando suenan las alarmas, Snake Eater nos ofrece más armas y acciones con las que desembarazarnos de eventuales conflictos, acercándose (salvando las distancias) a las mecánicas tradicionales de un shooter en tercera persona.

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El CQC (Close Qarter Combat) es una técnica que aporta muchos más recursos durante los enfrentamientos físicos. De esta manera, podremos agarrar a los enemigos para utilizarlos de parapeto, sonsacarles información o deshacernos de ellos sin armar jaleo. En este sentido, Snake Eater es más fiel a su idea de sigilo, ya que la técnica se ajusta a la perfección al resto de movimientos de la saga y nos permite mantenernos en la sombra constantemente.

La guerra según Kojima

Dolor, miedo, rabia, muerte y tristeza. Con estas cinco palabras, Snake Eater no solo resume la batalla, sino que también define la emoción que despiertan los jefes finales en sus contrincantes. Los sobrenombres con los que conocemos a cada uno de los integrantes de la Unidad Cobra, capitaneados por The Boss, concretan, literalmente, los horrores de la guerra y establecen, a su vez, las características particulares de cada uno de los supersoldados a los que nos debemos enfrentar.

Snake Eater mantiene la ley no escrita de los videojuegos tradicionales, esa que divide la historia en piedras de toque (final boss), que nos obligan a aprender patrones predefinidos y neutralizar los ataques dentro de un enclave particular. Todo está íntimamente relacionado: su apodo, su poder, las mecánicas para vencerlo y el campo de batalla. La escenografía cumple con los prolegómenos habituales del medio, con una puesta en escena cuidada que nos advierte del momento crucial de la historia.

The Pain es capaz de controlar los enjambres de avispas, según cuenta la leyenda, gracias a haber soportado durante meses el dolor de sus picaduras. Kojima lo sitúa en una cueva subterránea, poniendo el terreno a nuestro favor, al poder utilizar el agua como refugio ante sus ataques. The Fear, en cambio, aparece en escena como si se tratase de un tributo al camuflaje óptico de Predator, saltando entre las copas de los árboles con gran agilidad sin que lleguemos a detectarlo completamente. El miedo se simboliza en los dardos que salen disparados de su ballesta, con un veneno que nos paraliza el cuerpo y que solo nos deja la baza de la visión nocturna para ser capaces de darle caza. The Fury, el astronauta que canaliza su rabia a través del fuego, nos arrincona en un laberinto lleno de pasillos de cemento, donde el juego del gato y el ratón es la mecánica imperante.

Los monstruos de la guerra son también la excusa que tiene Kojima para mostrar el poder gráfico de esta tercera entrega. Snake Eater evidencia un motor gráfico muy superior al visto en Sons of Liberty, donde se representaba fielmente el agua, un medio en el que se observan detalles que afectan a la física de los objetos: como los proyectiles que la atraviesan o nuestras balas flotando nada más salir del cargador. El fuego, un elemento complejo para la época, supone uno de los mayores logros gráficos del título, solo superado tras la llegada de la séptima generación de consolas.

Por encima de la potencia gráfica, Snake Eater deja para la historia varios de los jefes finales más difíciles de todos los tiempos. Un ejemplo es The End, un curtido y anciano francotirador que se camufla entre la maleza, que simboliza el final del camino, pero en el que se encierran un par de paradojas. Por un lado, la aparente fragilidad de la vejez contrasta con la endiablada dificultad para derrotarlo. Por otro, quizás estemos ante el único jefe final al que podamos vencer sin ni siquiera rozarle, usando el tiempo como aliado y rompiendo la cuarta pared que nos separa del universo del juego. Además, puede que en algunas partidas ese jefe tan temible nunca llegue a serlo, todo pase por dispararle con anterioridad mientras reposa plácidamente en su silla de ruedas.

The Boss, la pretérita mentora de Snake y el objetivo principal de la misión virtuosa, es el epílogo magistral con el que concluye el título. Puede que haya errado estrepitosamente en cada detalle diseccionado de esta revisión y que, por el camino, pudiese ensalzar con mayor o menor tino algunas de las bondades de Snake Eater, pero no me equivoco si digo que The Boss es una de las heroínas con más carisma de la historia de los videojuegos y la razón más convincente, en sí misma, para adorar toda la saga.

Solo hay sitio para un jefe y una serpiente”. El acto final nos envuelve en una gigantesca contradicción: somos soldados, tenemos una misión y debemos ser leales, pero hay algo en esa escena final que nos enfrenta a nuestra camarada, hay una incertidumbre en torno a la terrible tesitura en la que nos encontramos, que nos impide disfrutar del momento. En un escenario poético, mientras las flores blancas se abanean rítmicamente, The Boss lanza su capa al viento y enseña su cicatriz en forma de serpiente. Se sincera con nosotros, pero la cuenta atrás da comienzo.

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En realidad, hasta ese instante, todas las señales, actos y gestos que nos transmitió The Boss durante nuestros fugaces encuentros, no mellaron en nosotros para que, llegado el momento, sintiésemos el habitual odio o la sed de venganza que todo jefe final suele despertar. Sabemos, aunque sea inconscientemente, que detrás de nuestra apatía por finalizar la misión, hay algo más que ese dilema moral que supone enfrentarte a tu compañera. Quizá la incertidumbre de lo que ocurriría después es lo que nos aterra, dando por sentado que estamos ante el primer jefe final en el que nuestra victoria, nos derrota.

El campo y las flores, tras un disparo a quemarropa, se tiñen de un rojo escarlata en lo que parece un simbólico contagio. El caballo blanco de The Boss se acerca para interesarse por su dueña y la cicatriz, que vimos como atravesaba su dorso, cobra vida y desaparece serpenteando por la tierra. La cámara muestra el cadáver y luego el paisaje. El viento ya solo zarandea hierbajos color carmesí. Al lado, los inmóviles y vetustos árboles desnudos conforman la última imagen, una panorámica triste que lentamente desaparece, mientras la cámara apunta al cielo y la escena se funde a negro.

Solo hay sitio para un jefe y una serpiente” y el mundo piensa que es Snake.