La desautomatización del arte (Parte II): El vaciamiento del ego en los walking simulator


[NOTA: ESTE ARTÍCULO SERIADO  CONSTA DE DOS CAPÍTULOS. EN ESTA SEGUNDA PARTE PUEDES ENCONTRAR SPOILERS SOBRE WHAT REMAINS OF EDITH FINCH Y EVERYBODY’S GONE TO THE RAPTURE. LEE BAJO TU RESPONSABILIDAD]

Antes de comentar brevemente algunas características destacables de la ontología de los walking simulator, me gustaría encontrar un movimiento análogo de vaciamiento en el cine. Retomando la estética bressoniana que comentábamos en el primer capítulo, podemos pensar en una radicalización en minimalismo de algunas de sus ideas en el cine contemporáneo. En la ciudad de Sylvia, de José Luis Guerin, es un ejemplo paradigmático de estética sustractiva tanto en tema como en forma. De su protagonista, no sabemos nada, ni su nombre, ni su profesión, ni de dónde viene… de él solo se nos ofrecen algunos bocetos que realiza en unos cuadernos y que nos hacen pensar que quizás sea un artista o algo similar. Este “soñador”, en el minimalismo de sus acciones y características biográficas, es un ejemplo perfecto de icono vacío, ahuecado de toda psicología, lo único que nos queda de él es la horizontalidad de su mirada. Más que ser un carácter, con una personalidad y una biografía concretas, el personaje interpretado por Xavier Lafitte se convierte en un ser cuya esencia consiste meramente en mirar. Mirada que se cristaliza hacia una especie de objeto que palpita en el horizonte de su visión, pero que, a la vez que palpita, se demora y se esconde: la ambigua figura de Sylvia que no cesa de buscar entre las diferentes mujeres.

La utilización de un actor tan carente de recursos expresivos como Xavier Lafitte ayuda, de nuevo, a que «el kuleshov» construido en secuencias como la de la larga persecución por las calles de Estrasburgo o la secuencia en la terraza, esté vaciado de una dramaturgia concreta que automatice su intencionalidad. Lafitte sirve de desdoblamiento de la mirada y, a la vez, un hueco misterioso que nos impide dar un significado concreto a Sylvia. Su vacío es análogo al de Sylvia (al igual que lo es su belleza), por lo tanto, la significancia entre las redes invisibles de ambos cuerpos flota constantemente sin devenir nunca acto concreto. La exploración por las calles de Estrasburgo en el plano material tiene su correlato espiritual en esta ambigüedad de los dos caracteres de los que nada sabemos más que las cualidades positivas de unos gestos mínimos [1].

En el terreno de los walking simulators y ya, en cierto modo, en Bioshock, estamos ante un mundo que se nos presenta, digámoslo con terminología deleuziana, como situaciones ópticas y sonoras puras, de particular interés, ya no porque en el contraplano tengamos a un personaje que «no sabe cómo reaccionar» o cuyo ser esté sustraído de biografía o psicología ante aquello que se le presenta, sino porque ni siquiera hay, propiamente, un contraplano. La contemplación es pura porque es solo contemplación desubjetivizada de un personaje que la sesgue a través de sus intenciones, sus expectativas o su ser.

 En la ciudad de Sylvia, de José Luis Guerin

En este caso, el personaje no es tampoco un ser al que se le otorgue una libertad absoluta de intervenir en el entorno, sino que, a su vez, es solo mirada en dos aspectos. Por un lado, lo es desde una perspectiva narrativa, ya que su punto de vista está, como decíamos, completamente vaciado de intencionalidad; pero también lo es desde la perspectiva de la interactividad. Esto es, el vaciado de la posibilidad de la identificación posee un correlato análogo en el vaciado de la posibilidad de intervenir. Mientras Lafitte, en En la ciudad de Sylvia, era un personaje cuyo ser consistía en mirar y buscar, los personajes en los walking simulator también son solo mirada, pero somatizada a través del controlador. Mientras en el cine, en estas situaciones, la exploración es imaginativa o intelectual desde la percepción desdoblada por el vaciado de sus personajes, en el caso del videojuego, la exploración posee un correlato que involucra lo somático y, con ello, un componente de actividad corporal en el lado del jugador.

El simple movimiento de adelantar el joystick hacia delante o hacia atrás involucra ya no solo la mente del espectador, sino su cuerpo. Algo que entra dentro de la ontología misma del videojuego como su generalidad, su componente activo frente al componente pasivo y por el que ha sido tantas veces puesto en cuestión como arte. Sin embargo, en el caso de estos videojuegos, este componente está reducido al mínimo, al mero gesto de moverse o de pulsar en secciones concretas para activar algún elemento del escenario. Este minimalismo interactivo nos hace evidente un límite y, con ello, una potencia íntima al mundo del videojuego.

La contradicción misma entre dos tipos de pulsiones diferentes proporciona diálogos interesantes entre la actividad y la pasividad, la contemplación y la acción. Los walking simulator reducen al mínimo la interactividad evidenciando como el acto contemplativo deviene una acción en sí misma. Otorgando al jugador un mundo rico en elementos a escuchar o contemplar, la libertad que se le otorga no es que sea menor o mayor a la que se le otorga en videojuegos con mayor interactividad o con mayor identificación, sino que pertenece a otra ontología. La libertad ya no es la libertad de la acción, de la influencia o de la pulsión, sino la libertad de la escucha y la contemplación [2].

El walking simulator es un videojuego en el que ya no tienes que preocuparte de conseguir munición, o de vigilar tu espalda por si un enemigo viene a matarte. La preocupación y la intervención reside en la actividad con la que opera su escucha y su contemplación de, por ejemplo, el agua de una cascada, o una puesta de Sol o de la exploración de pistas que dejan las esquinas de un escenario sobre vidas pasadas. Se nos ofrece la libertad de sumergirnos en un mundo con situaciones que ya no son meramente ópticas y sonoras, sino también hápticas en un sentido literal de la palabra, pues nos adentramos en ese espacio a través de una exploración sensible que se materializa en el mando.

Al concederles esta pasividad a los avatares, no solo los convierte a ellos mismos en misteriosos, sino que devuelven a los objetos mismos que ellos miran una aperturidad menos contaminada por un ojo intérprete. El misterio del objeto redobla su misterio en el misterio del sujeto, ampliando la perspectiva sobre dichos objetos. Eso no involucra que simplemente el personaje avatar no existe, sino que esa imposición deviene también contra el sujeto jugador. El sujeto avatar que controlamos existe como un «otro» a nosotros, y nuestra intervención en el juego viene mediatizada por las posibilidades interactivas de nuestro protagonista, llevadas, en el caso de los walking simulator, al extremo del minimalismo, pero siendo, igualmente, cualidades positivas de mediación, como, de la misma manera, el minimalismo de las miradas de Laffite en En la ciudad de Sylvia encauzaban el modo en el que podíamos observar aquello que él miraba. La apertura no quiere decir, como ya comentábamos «libertad absoluta», sino exploración, escucha, dentro de un marco abierto y a la vez sesgado.

Aquello que explora Bioshock se sitúa en un punto intermedio entre dos orillas del videojuego. Por una, aquella que prioriza el valor pulsional e interventor del jugador. La interactividad, que sería una especie de analogía o correlato a la “identificación” cinematográfica. Es decir, el ansia de un espectador/jugador a formar parte de aquello que se le muestra, en otras palabras, de «hacérselo suyo» (el componente shooter y RPG que comentábamos en Bioshock). Por otro lado, está el componente de exploración, de pasividad, lo «otro» de aquello que no podemos poseer, que abre todo un territorio de invención narrativa y que esta otra potencialidad del videojuego asume con absoluta conciencia. Ahí se abre el territorio de la vanguardia del videojuego con los walking simulator y que lo habitan obras como Dear Esther (Thechineseroom, 2012), What Remains of Edith Finch (Giant Sparrow, 2017), The Vanishing of Ethan Carter (The Astronauts, 2014), y Gone Home (Fullbright, 2013), entre otros.

Es curioso como muchos de estos videojuegos tienen en común la muerte o un pasado irreconciliable con el presente (empezando con el propio Bioshock). Este aspecto resalta la impotencia misma de los personajes, enfrentándose a un mundo que, en el presente, ya no es y, por lo tanto, sobre el que no tenemos interactividad plena. Frente a la dinámica frívola en la que los juegos suelen tratar la muerte [3], haciéndonos partícipes de su causa o bien, una vez que nosotros morimos, resucitándonos una y otra vez, estos títulos la asumen como la esencia misma de su trama: la muerte como algo irremediable frente a lo que «ya no podemos poder», tal como menciona Lévinas en su libro El tiempo y el otro.

En What Remains of Edith Finch, por ejemplo, asistimos a los momentos finales de cada uno de sus personajes, sin embargo, no podemos evitar su desenlace, simplemente podemos ser partícipes visuales y táctiles de su devenir fatídico, testigos (lo que implica una inquebrantable pasividad) desde el propio movimiento, generando una situación paradójica entre la libertad y el control, y que conecta con lo que mencionábamos sobre Bioshock. Cuando, en una escena concreta de What Remains of Edith Finch, intentamos, como sea posible, dar la vuelta al columpio con un niño con el que participamos, pero cuyo rostro se nos oculta (por estar demasiado cerca), sabemos que nuestros movimientos implican su muerte, y que esa muerte es un acontecimiento dramático. Sin embargo, es un acontecimiento que «ya ha sido» y sobre el que no tenemos mayor poder que el de ser testigos táctiles. Ese movimiento nos acerca a la vez que nos mantiene lejos, se crea un extraño movimiento cómplice hacia la muerte de alguien que ya sabemos que va a morir.

Por lo tanto, la interactividad se muestra en su dimensión más pasiva, interactuamos para comprender aquello que no nos pertenece, la muerte de un «otro» que no conocemos. Este es un caso paradigmático en el que interactuamos no para realizar un acto libre que reivindique al sujeto, al «yo y su mismidad», sino como acto que implica «una escucha». La muerte es, en este caso, una evidencia de que nuestra libertad es limitada. Desde el principio, sabemos que no podemos intervenir en los sucesos porque nada podemos con la muerte cuando ya ha sido. No existe una doble vuelta de tuerca, una resurrección artificial y fantástica a la que tan acostumbrado estamos en los videojuegos. Los personajes que encarnamos son unos «otros» y están alejados en una doble vertiente. Por un lado, no somos nosotros, los encarnamos, pero solo para acercarnos contemplativa y hápticamente a su experiencia; y por otro, ya no son, ya que murieron. Un distanciamiento doble en dos alteridades como son la muerte y el «otro».

En el caso de What Remains of Edith Finch, este distanciamiento posee aún más capas. Manejamos a un personaje que no conocemos y que solo al final sabremos que es el hijo de Edith Finch. Por otro lado, la narración es la lectura del diario de la propia Edith que, en su exposición, relata la muerte de todas las personas de la familia a través de sus propios escritos. En algunos casos, el desdoblamiento se vuelve aún más retorcido, por ejemplo, cuando narramos la muerte del bebé de Sam, Gregory: el hijo de la protagonista que lee el diario de su madre, se encuentra con la narración del padre del bebé describiendo el día de su muerte. Sin embargo, el padre, Sam, que es quien narra, ni siquiera está presente en ese espacio, solo lo está la esposa, a quien dirige el escrito y quien, además, se retiró en el momento que escuchó una llamada, del propio Sam. Todas las voces están escondidas en esta escena y el único que es testigo directo es el bebé, silencioso, pero al que nosotros manejamos en su extraño juego con los objetos de la bañera, que se mueven y bailan misteriosamente a nuestro arbitrio (que es el del bebé).

La figura del bebé solo se nos muestra en directo, a través de la jugabilidad, que ni siquiera comprendemos si es o no fiel a la realidad del suceso o es solo cómo el bebé, a través de su imaginación infantil, se figuraba la escena. A su vez, la narración objetiva se desdobla a partir del escrito de un padre que ni siquiera estaba en el mismo escenario. Solo la madre parece que podría darnos un testimonio más sensato, pero de ella solo parece que podemos saber que cerró el grifo de la ducha en la que el niño se ahogó y, en principio, sería posterior testigo de la desgracia sin una voz en directo del relato.

Todo este embrollo de perspectivas nos presenta un ejemplo de cómo hacer un videojuego que no implique una interactividad pulsional ni de influencia en el desarrollo de la trama, sino que nos sumerge en gestos que son los equivalentes táctiles del ver o del escuchar, acercándonos a algo que siempre se nos presenta como irremediablemente distante.

Otro ejemplo lo podemos recoger de Everybody’s Gone to the Rapture (The Chinese Room, 2015), en el que el avatar que asumimos ya no se inserta tan siquiera en un personaje, sino que es un vacío absoluto del que no sabemos nada, ni siquiera si es humano o es simplemente un espíritu que flota tras la desaparición de todos los habitantes del pueblo de Yaughton. Probablemente, todas estas preguntas sean incluso irrelevantes y su único papel positivo sea precisamente el de ser la instancia de contemplación: una cámara, un testigo flotante que merodea por las ruinas alimentándose de sus memorias. En este caso, la distancia que uno toma con este avatar no es ni tan siquiera narrativa, pues no se pretende siquiera un personaje, sino física a varios niveles. Por un lado, al jugador se le impone una velocidad particularmente lenta en comparación con la mayoría de videojuegos, sin que exista ningún botón de sprint que facilite el recorrido. Semejante a esos sueños en los que quieres correr, pero tus piernas no te responden, generando una suerte de estado de inquietud entre tú y el avatar que tomas en el sueño.

Everybody’s Gone to the Rapture implica una pasividad en el centro mismo de la jugabilidad más elemental, el propio movimiento. Esto otorga una temporalidad concreta a la forma que tenemos de afrontar el espacio, y en tanto que vemos diferente y exploramos diferente, el objeto mismo de la contemplación deviene, a su vez, diferente. Si, por ejemplo, en un videojuego como este pudiéramos correr de un lado a otro, los intervalos, los vacíos y los silencios entre un recuerdo y otro quedarían reducidos al mínimo y se banalizaría algo consustancial al juego como es el gesto mismo de la exploración sobre un espacio yermo, más allá de los objetivos concretos como son, en este caso, las materializaciones en forma de cuerpos de luz de personajes ya ausentes.

Estos cuerpos de luz evidencian la otra cara de nuestro protagonista avatar y que enlaza con algo común a muchos de estas obras que comentábamos previamente. Estos personajes de luz son materializaciones de, podríamos decir, los espíritus que habitaron esos territorios. Pero, en tanto materializaciones y en tanto que somos conscientes, desde el mismo título, de «que todo el mundo se ha ido», de que no volverán, se evidencia nuestra impotencia para cualquier intervención en el transcurso de los acontecimientos materializados. La luz ni siquiera podemos tocarla, solo la podemos atravesar. Lo que esta manifiesta es algo que ya ha sido y sobre lo que nosotros no podemos ser más que testigos virtuales.

Limitado en dos caras, sobre sí mismo, en su velocidad, y sobre los otros, en la inquebrantable alteridad de la luz, el avatar de Everybody’s gone to the Rapture nos otorga otro ejemplo de cómo hacer un videojuego desde sus propias herramientas narrativas que implique una experiencia más allá de lo egótico o de lo subjetivo, tanto desde el punto de vista interactivo como identificativo.

Trabajar en la investigación de videojuegos encauzándolo con estéticas del cine no es, en este caso, un ejercicio frívolo, o de mera diletancia transdisciplinar, sino que son obras que nos permite comprender nuevas formas de escucha, diferentes modos de salir de nosotros hacia la comprensión de algo que siempre permanece como alteridad. En este sentido, considero que videojuegos como los comentados ponen algunos cimientos importantes en el descubrimiento de estas potencialidades e iluminan un futuro prometedor de experiencias que excedan lo pulsional o lo identificativo, que excedan, en definitiva, los objetos de consumo que existen por igual tanto en el cine como en el videojuego, pero que, por desgracia, resulta casi un absoluto en el segundo.


NOTASEste artículo es la segunda parte de una adaptación del ensayo ‘Hacia una desautomatización del arte. Entre cine y videojuegos. Nuevas formas de escucha’, un trabajo presentado en la Facultad de Comunicación de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

[1] Este es un ejemplo concreto de muchos otros que participan de una estética análoga. Podría pensar en las silentes figuras de las películas de Tsai Ming Liang. Personajes sin una biografía clara ni una personalidad, pero que enfrascados en un territorio hostil y de enorme soledad, su ser acaba siendo constituido por su propia fisicalidad, de cuerpos buscando a otros cuerpos.

[2] Una libertad análoga a su concepción heideggeriana, “La libertad (…) no es nunca una voluntad incondicionada como una forma de autosuficiencia del yo, sino el sólo hacerse cargo de su falta de poder sobre la misma vida, en la cual se deja escuchar una voz que merece la pena recoger.” (Marotta, s.f) Libertad como escucha que apela a una apertura al ser, al otro, más que una concebida como autosuficiencia del sujeto o “voluntarismo”

[3] Sobre este tema véase el artículo de [Nuevebits]. La muerte en los videojuegos del Game Over al Game On. https://www.youtube.com/watch?v=lXlwIUZ02G0

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