La desautomatización del arte (Parte I): entre la pulsión y la contemplación de Bioshock


[NOTA: ESTE ARTÍCULO SERIADO  CONSTA DE DOS CAPÍTULOS. EN ESTA PRIMERA PARTE PUEDES ENCONTRAR SPOILERS SOBRE BIOSHOCK. LEE BAJO TU RESPONSABILIDAD]

Este ensayo se presenta como una tentativa de enlazar las diversas técnicas de distanciamiento entre cine y videojuego. Comenzaré analizando algunos recursos que utiliza el cineasta francés Robert Bresson en ciertas escenas de su cine que ayudan a desobjetivizar las relaciones entre lo observado y el observante y, con ello, les confiere una aperturidad mayor hacia su descubrimiento.

El acercamiento a Bresson será una punta de lanza para instigar en una estética que habita el intervalo entre lo pasivo y lo activo, entre la identificación (el automatismo del ego, que es un gesto de apropiación o de consumo) y la distanciación. La tesis que tomaremos de aquí es que, pese a que en la escena que comentaremos, Bresson recurra a recursos clásicos que fomenten el movimiento identificativo hacia el personaje, en último término, el objeto con el que identificarse preserva su opacidad, cortando ese propio automatismo de la identificación.

En el cine, ampliaremos el ejemplo con el largometraje En la ciudad de Sylvia —del director español José Luis Guerin—, en la que el personaje protagonista, ahuecado de toda psicología, se reduce a ser un icono vaciado cuyo ser consiste simplemente en mirar.

Paralelamente, veremos una situación análoga en algunos videojuegos y como estos son capaces de producir este movimiento de ida y vuelta entre la identificación y el distanciamiento, atendiendo tanto a su faceta narrativa como interactiva.

Lo que encontraremos interesante en los videojuegos es como estos, caracterizados fundamentalmente por su componente pulsional (la interacción), paradigma de gesto consumista, pueden acabar deviniendo, desde sus propias herramientas, en un arte contemplativo que habite esta tensión entre lo activo y lo pasivo.

Partiremos de un videojuego como Bioshock (Irrational Games, 2K Boston, 2007) que se sitúa entre dos aguas, entre el territorio de la contemplación y el de la pulsión interactiva. En ese mismo juego, veremos, dicha paradoja será resuelta en la misma trama, evidenciando que la supuesta interactividad que su jugabilidad shooter y RPG nos otorgaba no era más que una quimera. Desde allí veremos cómo ciertos títulos de la vanguardia del sector asumen desde diversos ángulos este carácter entre lo activo y lo pasivo en los denominados walking simulator.

Au hasard Balthazar. El insondable misterio de un rostro animal.

Partamos, pues, de la observación de una escena de Au hasard Balthazar (Robert Bresson, 1966). Alrededor de la mitad de la película, el asno Balthazar, tras haber sufrido los malos tratos de su último dueño, el alcohólico Arnold, y huir de él, acaba en un circo donde enseguida se le utiliza para cargar heno. En la escena, vemos al trabajador del circo tirando del burro mientras, eventualmente, lo suelta para realizar algunas tareas que permanecen fuera de campo, ya que la cámara sigue continuamente el rostro de Balthazar. A partir de aquí, la escena sigue un patrón preciso: mientras el trabajador realiza sus tareas, le va dejando delante de las jaulas de diversos animales, empezando por la jaula de un tigre.

Primero vemos el rostro del burro en primer plano y, posteriormente, la mirada del tigre que parece, gracias al raccord, corresponderle con la mirada mientras los barrotes le tapan uno de los ojos. En un silencio absoluto, se suceden cinco planos, en plano/contraplano, de ambos animales. Se da el mismo patrón con los tres siguientes, acortado en tiempo y en tamaño de plano hasta el final: oso, chimpancé y (el ojo de un) elefante. Posteriormente, los que parecen ser los encargados del circo le toman para un espectáculo, continuando así el proceso de Balthazar.

Lo que me interesa rescatar de esta escena es el vaciado que existe en el intervalo entre las imágenes que impele tanto la identificación como la interpretación unidireccional. La estructura formal, en este caso, es eminentemente clásica. Una suerte de plano de punto de vista y de plano/contraplano que nos invoca el célebre efecto Kuleshov. Dicho recurso, tal como señala Pascal Bonitzer en su artículo El campo ciego, invita a una interpretación automática que dialectiza la heterogeneidad de los planos en un todo homogéneo. El clásico efecto Mojuskin, en el que un plano se pone al lado de diferentes objetos cargados afectivamente (si el mismo plano se coloca ante una mujer atractiva invoca deseo, si es ante un plato de comida es hambre…), evidencia la plasticidad de la imagen cinematográfica, así como, de la misma manera, «que los espectadores no se hacen preguntas: o bien no les gusta hacerlo, o bien el montaje solo da respuestas».

Podríamos pensar en el caso contrario, pero siguiendo la misma lógica. Es posible que, en este caso, lo aplanado no fuera el plano del personaje, sino los objetos. Sin embargo, la carga afectiva del plano del personaje denotaría a los objetos con una intencionalidad concreta. Podemos pensar, por ejemplo, en una película de detectives, en que el personaje busca en una sala llena de gente a un asesino concreto. Insertos en su perspectiva, lo observado estará reducido intencionalmente ya que la perspectiva del observante, esto es, el protagonista, ya recorta el mundo de una forma concreta. En la sala solo veremos potenciales asesinos porque hemos tomado el punto de vista de solo buscar en esa sala esos «objetos intencionales» dicho en lenguaje fenomenológico.

La situación de esta escena en Bresson, en cambio, aplana los planos del plano/contraplano y ninguna de las dos imágenes nos ofrece una significación concreta que nos devuelva el automatismo continuo de la escena. El burro que observa, vaciado, en tanto que animal, de toda psicología, solo nos ofrece un perpetuo silencio que reacciona a otras imágenes silenciosas, lo que impide que aquello que él ve cobre una interpretación fija, un significado unívoco. Al no poder encontrar la intencionalidad de sus miradas, ni por un lado ni por otro, impide que el espectador complete el movimiento de la identificación, por lo que acaba manteniendo una cierta distancia con el personaje principal, el burro.

En el caso particular, el misterio se desdobla en varios niveles. El misterio de la mirada del burro, «con qué mirada les mira, con qué intención», el rostro de los animales «cómo reciben su mirada, como se la devuelven» y el intervalo mismo de dichas miradas. La mirada del espectador va flotando entre ambas, estructuradas por un plano/contraplano elemental en un movimiento de ida y vuelta, entre una estructura que favorece la interpretación, y un centro de plano que la imposibilita, como son los rostros de los animales.

En este caso, podríamos interesarnos por el gesto mismo de la mirada y poner el acento en aquello que mira el burro. En la película, la mirada del burro, en tanto que es un rostro que recibe, pero no expresa, es por tanto, tal como menciona Rancière (refiriéndose a Mouchette), un rostro-pantalla, es decir, un rostro que es pura pasividad, pura superficie de inscripción de signos, pero que no nos otorga un devenir activo de los mismos, esto es, una interpretación.

No obstante, cuando vemos a Balthazar,todo aquello que él ha vivido flota alrededor suya y, aunque no le asignemos una significación concreta a su mirada, aquello que ve está rodeado de su experiencia misma de vida. Aunque dicha experiencia no esté necesariamente contaminada de experiencia conceptual, pero si de un devenir pasivo sensible y sensorial del cual ha sido testigo y víctima. Los rostros de los animales observados están, de alguna manera, “tocados” por el rostro del burro Balthazar, ya que es el punto de vista que hemos tomado en la trama. Sin embargo, su forma de “tocar” los rostros nace desde una superficie sensible inscrito en él y que impregna, como en un aura, los rostros de los demás [1]. Esta sutileza de la percepción, que no «toma», sino que «toca» [2], es la que permite que lo que observamos esté dotado de una amplitud mucho mayor, así como de una atención mucho más enfocada hacia el espectador, pues la mediación de la mirada es, tan solo, la superficie sensible del burro.

Este tipo de escenas construidas desde un silencio tanto metafórico como literal permiten que el significado no se ubique en un espacio concreto, sino que flota como una brizna de lado a lado en las divagaciones del espectador en una especie de experiencia ambigua de inquietante placer, que no es sino el placer de sentir que estamos descubriendo algo, aunque no sepamos exactamente el qué, y que precisamente es más placentero cuando eso permanece como una incógnita.

Entre pulsión y contemplación. El caso Bioshock

La ambigua posición del videojuego entre el entretenimiento y el arte hace que encuentre en él un particular interés. Esta ambigüedad provoca una posición estética incierta al jugador en algunas obras que gustan de remolonear en las fronteras: entre el ensimismamiento que puede producir el entretenimiento (más uno como el videojuego, que apela a tantos sentidos diferentes) y el distanciamiento que algunas estrategias narrativas invocan.

Bioshock sería un buen ejemplo de esta posición incierta. El videojuego de Irrational Games desde un principio se sitúa en una posición ambigua entre el shooter, el género más comercializado dentro del sector junto los juegos deportivos, y el walking simulator [concepto que aún no se habría popularizado por entonces (se tomaría en 2012 mientras este videojuego es de 2007) y que se sitúa contemporáneamente como un ejemplo de la vanguardia dentro del sector] y que apunta al otro extremo dentro de los «videojuegos de arte».

En un videojuego como Bioshock nos situamos en el intervalo entre dos tipos de experiencias muy distintas. Por un lado, como comentábamos, el título se sitúa dentro del género shooter, con algunos ligeros componentes RPG de personalización de nuestro personaje. Este lado del juego impone un componente pulsional en el que se da una profunda implicación somática del jugador dentro del videojuego. Los propios joysticks (si jugamos con mando) parecen preparados para implicar esta relación directa que evite todo distanciamiento. Nos insertan directamente en la pulsión de la interactividad, el disparo y la reacción inmediata de un arma virtual y una bala que se inserta sobre el cuerpo del enemigo y al que vencemos. Por otro lado, los componentes RPG de Bioshock aluden a otro espacio de la identificación o la interactividad, de la forma de hacernos “nuestro” un pedazo del mundo que se nos ofrecen, de “confencionárnoslo” a nuestro gusto. A su vez, el juego abre la posibilidad de tomar algunas pequeñas decisiones morales: en este caso, si recolectamos o no a las denominadas Little Sisters, venciendo primero a los Big Daddies.

Sin embargo, a la hora de la verdad es difícil que el jugador medio destaque estos aspectos como los más característicos de Bioshock. Conforme el jugador se va adentrando en el espacio, entre enemigo y enemigo, entre Little Sister y Little Sister, comienza a ser testigo de un escenario postapocalíptico que va destejiendo una narrativa a modo de esbozos. Los escenarios de Bioshock están llenos de carteles, de notas, de pintadas. En la megafonía se oyen algunos mensajes políticos que aluden a la ideología de esta ciudad distópica y, también, podemos recoger algunas notas de audio fragmentarias de personajes, que nos narran, desde pequeñas historias personales hasta diversas estratagemas políticas. Todo esto nos va dando una idea virtual de aquello que ocurrió en Rapture, pero nunca de manera frontal, sino siempre desde el distanciamiento del testimonio íntimo, fragmentario, al que solo somos testigos a través de su reproducción, de unos «otros» sobre los que no tenemos ningún poder, pues ya están muertos o desaparecidos.

Por tanto, Bioshock se mueve en una especie de intervalo. Por un lado, la violenta pulsión de pulsar (la semejanza entre estas palabras no puede ser casual) el gatillo y asesinar a alguien, lo que implica una cercanía, una enorme inmediatez del «yo». Por otro, la distancia de una historia que ni siquiera se nos narra en directo, sino a la cual solo podemos acceder del modo virtual, en el que las pequeñas pistas del espacio solo nos otorgan unos esbozos que tenemos que completar y cuyo núcleo permanece, en último término, siempre vacío en una lejanía inasible.

A este distanciamiento que nos proporciona la ciudad en sus historias, en sus personajes y en sus escenarios, y a esta distancia inasible de la que hablamos colabora la propia estrategia narrativa frente a este personaje. El uso de la primera persona y la supresión de cualquier tipo de voz expresiva elimina toda psicología. El personaje recibe el mundo, pero no lo interpreta, no le da una significación concreta que delimite aquello contemplado. Esto permite que el espacio del jugador, ante un personaje del que se siente ineludiblemente alienado, como si le controlara en una especie de somnolencia en el que solo puede dirigir algunos aspectos de su ser, posea a su vez una mayor libertad de interpretación frente al objeto a contemplar. Cuando el personaje tiene voz propia, los eventos ocurridos pasan por un filtro interpretativo que los sesga. En el caso de estos personajes, al ser mudos y ni tan siquiera poder ser testigos de su rostro, se convierten en meras superficies sobre las que reposan los eventos del espacio [3].

Sin embargo, en Bioshockel personaje no somos nosotros, es siempre un «otro». Es Jack, sea quien sea, vaciado cuan vaciado esté, pero es él. Nosotros nos insertamos en una trama a través de un cuerpo concreto sin controlar sin embargo su ser. De ahí que la interacción en todo momento sea limitada. Ese «otro» acaba por no ser más que, como decíamos, una suerte de icono vaciado que se dirige de un lado al otro automáticamente matando a quien se le dice de matar y dirigiéndose hacia donde se le dice de ir. Es un «otro yo» sin biografía (sin ella literalmente, ya que al final de Bioshock nos enteramos de que todos sus recuerdos han sido construidos) y sin apenas ser. No es ni tan siquiera rostro, ni tan siquiera cara en la que podemos profundizar.

Esto pone en cuestión dos pulsiones del ego: por un lado, la de la interactividad, en el que influimos con nuestras acciones en el entorno de forma activa y actual; por otra, la de la identificación, en la que nos apropiamos de la historia a través del sentimiento de empatía hacia un «otro yo». Por lo tanto, es otra forma de hacernos partícipes de ella, de introducirnos.

El movimiento irónico que se establece en el tramo final Bioshock, cuando se nos dice que hemos estado controlados desde el principio a través de un automatismo verbal: «Would you kindly?» por la voz de Atlas, que nos acompañaba, como un inocente aliado, evidencia la imposibilidad real de ninguna de estas dos funciones, o acaso nos distancian de tan siquiera poder aspirar a ellas. No tenemos poder y el personaje al que hemos acompañado es una nada, apenas una máquina dirigida por un enemigo para vencer al «otro» [4]. La apariencia de libertad que nos otorgaba los componentes RPG de Bioshock, la personalización de nuestro equipamiento y la forma de matar a los enemigos, las decisiones respecto a las Little Sister… se evidencian al final de la trama como ilusiones o espejismos de una construcción eminentemente autoral, Atlas (Fontaine), que no es sino un alter ego del demiurgo creador del juego.

Des-subjetivización absoluta de la trama y una llamada alegórica hacia otro tipo de arte del videojuego. Un juego que ya no oculte sus cartas bajo la aparente cara de la interactividad y de una libertad que nunca podría ser tal, sino que juegue, precisamente, con la evidencia de éstas para ubicarnos en un espacio en el que participamos, pero que es siempre un «otro». Con esto, en el próximo capítulo, nos adentramos en el territorio de la vanguardia del videojuego con los denominados, walking simulator o first person walker.

Podéis leer la segunda parte aquí.

 


NOTASEste artículo es la primer parte de una adaptación del ensayo ‘Hacia una desautomatización del arte. Entre cine y videojuegos. Nuevas formas de escucha’, un trabajo presentado en la Facultad de Comunicación de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

[1] Algo que me recuerda al concepto de Stimmung, descrito por Jacques Aumont en El rostro en el cine [La Stimmung] es lo que difunde, a partir de una fuente, una especie de irradiación invisible, aurática, etérea. Si esta irradiación es intensa, se extenderá con facilidad, contaminará los objetos cercanos y se asentará progresivamente sobre todo el espacio. La Stimmung es contagiosa, pues el término procede también de stimmen, estar en concordancia.

[2] Como gustaba decir a Deleuze del propio montaje del cine de Bresson.

[3] Aspecto que se empobrecería en una secuela como Bioshock Infinite al darle voz y personalidad al personaje principal. La presencia de otro personaje durante todo el film ayuda a evitar el ensimismamiento, no obstante, en este caso encuentro que las estrategias narrativas acaban resultando más convencionales, más alejadas del misterio que aquí pretendo señalar, a pesar de otros méritos. Videojuegos que explotan en el sentido interactivo de una forma mucho más misteriosa y más propia de su sector (al resaltar la tactilidad misma del encuentro entre dos personajes que no pueden comunicarse verbalmente), la encontramos en todos los juegos de Team Ico, por ejemplo. De particular interés por algo que comentaremos más adelante, ya que la jugabilidad subraya a los caracteres desde su propia fisicidad y de las relaciones puramente táctiles entre los caracteres sin biografía.

[4] Este tema irónico metaficcional sobre la relación de la libertad y del autor con el jugador será desarrollado de una manera absolutamente brillante por el extraordinario The Stanley Parable.