The Messenger: Desdén desde el tributo


NOTA: Esta reseña no contiene spoilers sobre la trama, pero puede desvelar algunos aspectos jugables que, a lo mejor, prefieres descubrir por ti mismo

The Messenger (Sabotage Studio, 2018) parte de dos premisas muy trilladas en la actualidad. La primera es la nostalgia, pues Sabotage Studio utiliza de forma descarada la apariencia de los primeros Ninja Gaiden de NES como tributo. La segunda es la autoreferencia a tropos y clichés del género, resultando un ejercicio de metahumor que, en los últimos tiempos, parece haber sido la única forma humorística del medio. Esto no tiene por qué ser un problema. Pese a que soy un defensor de la originalidad y la búsqueda de la distinción, una obra no solo es su idea sino su ejecución. Y The Messenger, en su ejecución, lleva este tipo de humor mucho más allá que la media.

Seguramente, la autoreferencia y el metahumor tuvieron su gran auge cuando Valve puso la lupa sobre la naturaleza del jugador como rata de laboratorio. Se jactó de ello con Portal (Valve, 2007), uno de esas obras perfectas. Pero el ejemplo que más ronda la cabeza del público medio y que más saca pecho de esta manera de reírse de uno mismo es Borderlands (Gearbox Software, 2009). Y se me ocurren pocas obras más vagas, burdas y aburridas que la saga de Gearbox. Sin embargo, este humor perezoso y pretendidamente gamberro recibe vítores y es imitado por otros tantos. Tanto, que cuesta encontrarse con obras que trabajen su humor con tanto cuidado, detalle y ahínco como The Messenger.

En la obra publicada por Devolver Digital, como en la mayoría de los casos modernos, el humor sirve de excusa. The Messenger es un juego de acción en 2D con bastante peso plataformero. Sabotage lo sabe y, por ello, la causa de tus continuas resurrecciones es un demonio enano y criticón llamado Guapifeo, que se cobra las primeras monedas cada vez que reapareces en un punto de control. El encargado de la tienda interdimensional que sirve como punto de control no solo se encarga de desbloquear habilidades a cambio de divisas, también es un relator de historietas poco ortodoxo y el único conocedor de la tarea que debemos desempeñar en el mundo, la cual nos desvela con misticismo porque hay que mantener las tradiciones. Además, cada enemigo final de fase tiene su “girito” en forma de chascarrillo que les acaba delatando como seres bondadosos. Es decir, la mayoría de mecánicas pasivas sirven como herramienta para tomárselas a coña, aunque estén ahí por convención. Y The Messenger no lo hace de forma vaga con una simple referencia, sino que se esfuerza en retorcer sus gags hasta que resulten algo fresco. He leído opiniones dispares pero, en mi experiencia, el tono de las bromas —que lo barnizan todo— funciona y divierte. El diálogo del armario de la tienda es el ejemplo más conocido, pero también donde mejor se entiende a lo que me refiero.

Más allá de si estas mecánicas son funcionales o no, la gracia con la que The Messenger se cubre las espaldas ya es un valor en sí mismo. Por desgracia, el esqueleto jugable no secunda la sátira. Como juego que imita a los Ninja Gaiden hasta la extenuación, no hay ni rastro aquí del sentimiento que subyacía en los títulos publicados por Tecmo. Sí, se muere bastante, pero no se me ocurriría calificar la experiencia de desafiante, sino como poco inspirada (a nivel de diseño) y tediosamente cómoda. A diferencia del clásico, aquí el avatar no tiene ningún tipo de carácter distintivo. Pesa y se controla de manera indistinguible a lo visto en otras obras recientes como Hollow Knigth (Team Cherry, 2017) o la saga Ori, pese a que el enfoque de estos es distinto.

Más interesante resulta la única mecánica que añade con respecto a sus referencias directas. Cada vez que golpeas algo en el aire, ya sea un enemigo, un proyectil o uno de los farolillos repartidos por el escenario, el juego te permite encadenarlo con un salto en el aire. Y aquí es donde más se puede hablar de poca inspiración, porque son muy escasas las veces que el diseño de niveles saca jugo de esta mecánica con el objetivo de ofrecer más posibilidades y variedad a la hora de avanzar. Sí que hay fases en las que este “doble salto” reluce convirtiéndose en algo satisfactorio, profundo y desafiante a la vez, pero esos momentos quedan muy dispersos en el espacio y en el tiempo.

Lo deseable sería que mi artículo acabase aquí y que The Messenger fuese solo una obra inocente que sirviese de excusa para echarse unas risas a costa de la naturaleza del medio. De hecho, seguramente sus creadores la vean así, pero atravesado el ecuador del juego, en la obra subyace una reflexión sobre el videojuego, tanto el contemporáneo como el pretérito, cuanto menos peligrosa.

Tras uno de los mejores giros de guion que yo recuerdo en videojuego alguno, ya no solo por sorprendente, sino por ejecución y encaje dentro del tono de toda la obra, The Messenger se convierte en un Metroidvania, con lo que suele conllevar este apelativo en la actualidad. Los lugares que ya hemos visitado amplían sus horizontes y se habilita un viaje rápido para explorar un vasto mapeado que patear, una y otra vez, y de manera tediosa, mientras desvelamos sus “secretos”. Esta es una crítica que se puede extender al propio género y, en cierta medida, al videojuego en general, que cada vez tiende más a la homogenización de sus estructuras. En este caso, se agrava por el hecho de que este cambio sucede cuando se supone que el juego debería terminar. A estas alturas, el árbol de habilidades está completamente desbloqueado y somos un tanque andante, por lo que la navegación se hace aún más cómoda, no hay nada que conlleve una mínima preocupación. The Messenger no parece tener intención de aprovechar esta oportunidad para experimentar con sus mecánicas. No solo eso, sino que los enigmas que se supone tenemos que descubrir tienen un precio. De esta manera, los pocos misterios y la motivación que aflora por descubrirlos se desvanecen con las monedas que no hemos parado de grindear.

Pero no solo de un cambio de género viene acompañado el plot twist, sino que también se reinventa gráficamente, dejando de referenciar los 8 bits para pasar a los 16, lo que podría interpretarse como una forma de ampliar el espectro del tributo y la referencia. Sin embargo, puestas todas las cartas sobre la mesa, resulta una falta de respeto brutal al pasado del medio.  Esto ya es casi un cliché, pero hay puntos repartidos por el escenario que nos hacen viajar entre pasado y presente y que alternan también entre estos dos apartados gráficos. The Messenger da a entender que la estética sobrevive por romanticismo y nostalgia, pero que las formas de hacer y las sensaciones del videojuego clásico no tienen cabida en nuestros tiempos. En la actualidad, existen metroidvanias a patadas que cogen prestado el look colorido, smoothie y antiabstracto de Super Nintendo; que copian a Super Metroid (Nintendo, 1994) ignorando que Castlevania (Konami, 1984) y Metroid (Nintendo, 1986) existieron antes, lo que lleva a la incomprensión de qué es lo que hacía relevantes aquellas obras.

En Castlevania el backtracking funcionaba porque el castillo de Drácula era un escenario que habitar, en una de las primeras ocasiones en la historia del videojuego en las que el lugar se comportaba casi como un personaje. Y en Metroid, cada nuevo ítem o habilidad servían, no solo para desbloquear nuevas zonas, sino para reformular las ya visitadas, invitando a explorarlas hasta la extenuación. En The Messenger, como en otras obras contemporáneas ya citadas, este diseño surge únicamente de saber que esta fórmula funciona y es sencilla de aplicar.

Estamos haciendo algo mal si reverenciar a los clásicos se ha convertido en coger prestada su estética para despojarlos completamente de sus formas. Es sencillo relacionar esto con la industria moderna que se llena la boca con el progreso, mientras sigue estancada en las mismas costumbres. Los grandes estudios disfrazan de ambición y avances el convencionalismo, mostrando una ignorancia insultante de lo que el videojuego ha sido, es y será. El sector no entiende que las limitaciones de épocas pasadas eran más oportunidades de expresión que barreras.

Por cruel que parezca tomarla con lo que es la opera prima de un estudio indie y no con el AAA de turno, The Messenger es un juego desarrollado por profesionales con bagaje en el medio y publicado por Devolver Digital, lo que supone un respaldo suficiente como para tener ciertas expectativas y responsabilidades. Y, por graciosillo que sea el resultado, no deja de ser preocupante que no arqueemos la ceja cuando una obra ningunea el legado del que, al fin y al cabo, se está aprovechando.