Seattle no fue inundada: mito y espectáculo en The Last of Us II


[NOTA: EN ESTE ARTÍCULO HAY SPOILERS SOBRE THE LAST OF US PARTE II. LEE BAJO TU RESPONSABILIDAD]

En enero de 1955, París sufrió graves inundaciones. La crecida del Sena, de más de siete metros, está registrada como una de las más devastadoras de la historia de la ciudad. Anegó barrios enteros, arrasó con tiendas y viviendas. Las labores de reconstrucción se prolongaron durante semanas. Dos años después, el crítico, teórico literario y semiólogo Roland Barthes le dedicaba a la inundación uno de los ensayos recopilados en sus Mitologías (1957), que titulaba, paradójicamente: París no fue inundada (Paris n’a pas été inondé). Argumentaba que «a pesar de las molestias y desdichas que trajo a miles de franceses, la inundación de enero de 1955 tuvo que ver más con la fiesta que con la catástrofe». Había sido, en sus palabras, «un espectáculo singular, pero razonable».

Venía a decir que desde la perspectiva de cualquier francés leyendo la prensa de la época, la inundación suponía una ruptura de lo cotidiano que generó curiosidad y, lo que es más importante, festividad. La festividad elimina el uso provechoso de los lugares y lo hace converger todo a un mismo plano, una masa de agua que todo lo abarca y todo lo extiende. La inundación, decía, renueva la percepción del mundo, introduciendo «puntos de observación insólitos, pero explicables». En última instancia, la alteración del espacio es a la vez visual y funcional: la inundación elimina la mirada panorámica («la organización del espacio como una yuxtaposición de funciones») y el río se convierte en escenario de lo lúdico, por el que uno nada y se desliza en barca. Un espectáculo singular, pero razonable porque, despistados por lo festivo de la situación, nadie se para a pensar en las causas.

Resulta curioso, pero casi todo lo que pienso sobre The Last of Us Parte II (Naughty Dog, 2020) está ya en ese ensayo de Barthes. Al fin y al cabo, al recorrer Seattle con Ellie y Abby, nos topamos con graves inundaciones que parecen ser descritas por las mismas palabras: «Coches reducidos a su techo, farolas truncadas cuya cabeza era lo único que sobrenadaba como un nenúfar, casas cortadas como cubos de niños».

Decía que para Barthes, las inundaciones de París tuvieron más que ver con la fiesta que con la catástrofe; que supusieron un espectáculo singular, pero razonable. Que la inundación supone una ruptura de lo cotidiano que genera curiosidad y festividad e introduce puntos de observación insólitos, pero explicables. Es justo esto de lo que se sirve Naughty Dog en su juego. El espacio original, formado por pisos, calles y avenidas, ya no cumple su función; nadie lo habita. Así que los restos se convierten en guías que ayudan al jugador a atravesar el nivel: plataformas desde las que escalar a una ventana rota, secciones de agua desde las que nadar para alcanzar una zona elevada, rutas por las que bucear para pasar desapercibido, luces que marcan el camino correcto… El espacio ya no sigue la lógica para la que fue concebido, sino que se le permite estar sujeto al diseño del nivel. En palabras de Barthes: «Los accidentes del espacio ya no tienen ningún contexto», y eso permite dotarlos de un nuevo propósito, colocarlos en el orden que mejor convenga al diseño del nivel, por muy disimulado que esté en el orgánico entramado de habitaciones, calles y pasillos que presenta el juego.

 

En última instancia, la alteración del espacio es la vez visual y funcional: la inundación elimina la mirada panorámica («la organización del espacio como una yuxtaposición de funciones»). Y en este nuevo espacio (un «círculo mágico» reminiscente de Huizinga) la festividad da paso al juego. La inundación permite atravesar fácilmente el espacio haciendo realidad el mito infantil del deslizamiento —el caminante acuático—, del que también habla Barthes. Cuando Ellie se hace con una barca y atravesamos una calle convertida en unos rápidos, Seattle se difumina en favor de la cinestesia del deslizamiento. El jugador no se preocupa de dónde está ni hacia dónde va, solo se deja ensimismar por las físicas de las olas. La embarcación rebota e impacta sobre el agua fotorrealista que anega Seattle. Es el realismo gráfico del juego en su máximo exponente y, sin embargo, es solo fiesta y espectáculo.

Mirando a esas mismas físicas en la pantalla del título, embobados ante la maravillosa simulación de la dinámica de fluidos, uno se pregunta para qué sirve. Se ha hablado mucho y en términos muy variados sobre lo que The Last of Us II quiere decir, pero poco sobre cómo decide decirlo. ¿Por qué tanto esfuerzo en hacer que Seattle esté inundada? No parece que aporte nada a la oscura historia de venganza que obsesiona a Druckmann, sino que está ahí para el espectáculo. Así que, ¿para qué las olas fotorrealistas? ¿Merecen el esfuerzo? Creo que no añaden nada de sustancia, igual que las perfectas físicas de la cuerda, que no se usan más que en una decena de momentos y sin mayor trascendencia. Al final, por muy interesantes que sean la historia y sus personajes, el juego nos propone fiesta y espectáculo en el que, como siempre, la única forma de interacción es la violencia al apretar el gatillo.

Creo que es por todo ello por lo que resulta tan frustrante que cuando en el ecuador del juego se nos da a un personaje nuevo, una nueva perspectiva, una nueva experiencia… todo vuelva a ser lo mismo. Abby es un personaje que se juega igual —ligeramente más bruto, más difícil—, donde hay grandes edificios, vistas espectaculares y más riadas sobre las que saltar y navegar. Más fiesta. Más espectáculo. En el mundo posapocalíptico que dibuja Naughty Dog, todos los personajes, sin excepción, sean médico o guitarrista, son soldados de élite que manejan con soltura cinco armas distintas y se entrenan sin descanso para ser máquinas de matar. Todo esto parece tener poco que ver con lo que el juego quiere decir.

Y todo ello es el mito. En la segunda parte de las Mitologías, Barthes define el mito como un sistema semiótico doble. En un primer nivel, un signo (unión de significante y significado) primario que recibe el nombre de forma, sobre la que se sostiene un nuevo significado, el concepto. Es un mito, por ejemplo, la frase «se buscan profesores» cuando aparece en un libro de gramática. La frase es en sí misma un signo autónomo: tiene su significante y su significado. Pero al estar en un libro de texto de secundaria se convierte en contenedor de algo más grande; actúa de forma metalingüística como ejemplo gramatical de una oración pasiva refleja.

El mito de The Last of Us II tiene una forma, que es el juego en sí, con su significante (las miles de líneas de código compiladas a binario que la consola ejecuta) y su significado. Pero todo ello no es más que la base sobre la que se sustenta una significación secundaria, construida por una crítica que se ha olvidado de cómo se juega para hablar solo de lo que se cuenta. Así, el juego es la base de un mito que habla de la seriedad, madurez y prestigio que supuestamente ha alcanzado el medio videolúdico. En los análisis y reseñas del juego, en la conversación que se ha establecido sobre The Last of Us II, lo que el juego es en sí mismo se ha olvidado en favor de una mitificación que quiere atribuir a su historia de venganza y su fotorrealismo impoluto la ansiada madurez del medio. Sobre el juego se apoya el concepto de que la ambición desmedida es sinónimo de calidad e hito magistral, obra excelsa e insuperable… pese a que lo que hay debajo, en esas líneas de código, no es más que un motor gráfico puntero, al que le preocupa más bien poco la madurez o la seriedad; un sistema que alimenta una creencia ciega en la ambición y la duración para ofrecer fiesta y espectáculo.

Resulta todo aún más decepcionante porque es la misma mitificación que sufrió la primera parte en 2013. Claro que entonces había motivos de elogio, porque The Last of Us hacía cosas nuevas en la escena triple A; casi apuntaba a un camino prometedor para el videojuego. La segunda parte, sin embargo, sigue en el mismo sitio y apela a lo mismo sin haber empezado a recorrer ese camino. Funciona igual que la primera parte… y se le vuelve a asociar con lo mismo. Es un déjà vu, más largo, sin que el juego haga ni el más mínimo esfuerzo por evitar ser fundamento de esta doble significación.

The Last of Us II no puede mirar atrás porque sigue en el mismo sitio de hace siete años. Reproduce un mito y no es consciente. Porque reproducir mitos no es un problema, siempre que sea para hablar de ellos. Ahí están Julio Verne y 80 Days (Inkle, 2014). En otras dos de las Mitologías (Continente perdido y Nautilus y el barco ebrio), Barthes habla de la obra de Verne como epítome de algunos de los elementos de la concepción burguesa del mundo, basada en los principios de tautología y compensación. Argumenta que Verne contribuye a la idea de que los parajes exóticos son esencialmente idénticos a los europeos, acaso con una capa de pintura distinta. La obra de Verne, entre otras cosas, contribuye a pensar que el mundo nos pertenece, que puede comprimirse a una extensión homogénea donde solo varía el aspecto (los colores del paisaje o el nombre de la religión al cambiar de continente), y que podemos circunnavegarlo fácilmente en ochenta días.

Cuando jugamos a 80 Days, nos encontramos con un mapamundi donde la interacción es siempre idéntica. Al llegar Vladivostok podemos hacer lo mismo que al llegar a Nueva Delhi; siempre a través de la misma interfaz, donde solo cambia la imagen del fondo: acceder al mercado, ir al banco, pasar la noche en un hotel o embarcar hacia un nuevo destino. El mapa es aparentemente homogéneo, heredero de la narrativa verneana, pero el juego es consciente de lo que ello supone. Lo demuestra en el texto y en los diálogos que van configurando la aventura. En uno de mis trayectos desde Yokohama a Honolulú tuvo lugar un asesinato en el barco que convirtió el trayecto en una novela de Agatha Christie. Pero lejos de ser un homenaje ciego, sus guionistas, Meg Jayanth y Jon Ingold, demuestran ser perfectamente conscientes de los fundamentos de la novela enigma y su lugar dentro de la producción cultural de finales del XIX. Lo reproducen a conciencia, como homenaje, sí, pero también para hablar del mito que imitan.

Por el contrario, The Last of Us II no está interesando en nada de esto. Es más largo, más espectacular, más ambicioso, pero solo en la extensión y no en el fondo. Es sólido y deslumbrante, es singular, pero razonable, porque al no ser consciente, su conversación y su lógica funcionan sobre lo que ya existe; no cuestionamos las causas. Sus creadores se han convencido a sí mismos de un mito que ayudaron a construir y que ahora no quieren ayudar a revisar; una revisión por la que pasa ineludiblemente el progreso del medio al que aseguran hacer madurar.

Así que cuando Ellie, pertrechada con un fusil, trepa a gatas por un tren que ha quedado suspendido sobre una columna medio derruida, a punto de precipitarse sobre las aguas que reclaman Seattle, todo vuelve a ser fiesta, espectáculo. Se parapeta tras una de las puertas, recoge la munición olvidada por el último superviviente apostado allí, apunta su rifle hacia los hombres patrullando el edificio de enfrente… y el juego hace lo suyo. El espectáculo comienza —y lo disfrutamos—: la inteligencia artificial enemiga se comporta como si fuera humana, el retroceso de cada disparo nos hace sentir la fuerza de cada bala, los enemigos se mueven… y seguimos disparando. Y mientras el juego despliega su show, no queda sino pensar que, pese al dolor y la desdicha de la que pretende hablar, todo esto tiene más que ver con la fiesta que con la catástrofe.

El espectáculo resultó singular… pero razonable.


NOTA: Todas las citas de las Mitologías de Roland Barthes son adaptaciones de la traducción al español de Hector Schmucler de 1980 editada por Siglo Veintiuno.