The Last of Us Parte II: una razón para vivir


[NOTA: En este artículo hay multitud de spoilers sobre The Last of Us Parte II y el juego original. Lee bajo tu responsabilidad]

Quizá el videojuego más importante lanzado al mercado durante la pandemia haya sido The Last of Us Parte II (Naughty Dog, 2020). Muchos son los análisis que, en apenas dos meses, se han realizado sobre esta obra. Aparcado queda —de momento— el intenso debate generado en redes sobre su apuesta narrativa y la inclusión de temáticas LGTBI. No vamos a reproducir lo que ya es conocido por todos. Parto de la convicción según la cual la crítica de videojuegos —y de cualquier otro aspecto de la vida— debería aspirar a desprenderse de los prejuicios, propios y ajenos, a la hora de valorar una obra en particular. Hay que decirlo en voz alta: escasean los comentarios elaborados y las opiniones argumentadas. En cambio, abundan la histeria y el insano intento de machacar cualquier producto que no guste o del que, sencillamente, no tengamos ni idea. Pero no hemos venido a hablar de eso. Ya habrá ocasión de analizar sosegadamente la perversa dinámica de las redes sociales en lo que a la industria de los videojuegos se refiere.

¿De qué demonios trata The Last of Us Parte II? Esta es una de las muchas preguntas que me invaden una y otra vez tras haber finalizado el juego. ¿Va sobre la venganza? ¿Quizá sobre la pérdida? ¿Tal vez sobre el amor? A decir verdad, sobre todo eso y mucho más. No obstante, es posible preguntarse: ¿Hay algún hilo conductor? Puede. Y es que The Last of Us Parte II, a pesar de la riqueza de sus matices y la heterogeneidad de los problemas que trata, viene a ser, a mi juicio, una apuesta por la afirmación del sentido de la existencia humana.

La frase anterior resulta más clara si entendemos la función atribuida al recurso del escenario pandémico postapocalíptico. ¿Qué contexto nos ofrece una pandemia global y cuáles son sus ventajas? Sencillo. Permite que nos despojemos de gran parte de nuestro pasado institucional y social, y volver, en cierto sentido, al estado de naturaleza en el que la verdad desnuda se presenta tal cual es. ¿Qué verdad? La verdad de lo que significa «ser humano». Sí, puede resultar decepcionante, pero The Last of Us Parte II versa más que nada sobre el significado de lo humano. ¿Qué nos hace ser lo que somos? ¿Qué nos define? ¿Es la lucha por la mera supervivencia? ¿El amar y ser amados por otros humanos? ¿El reconocimiento por parte de la comunidad a la que pertenecemos? ¿La venganza y la destrucción del otro, del diferente? ¿La libertad de vagar por un mundo sin reglas?

No hay respuestas definitivas a estas cuestiones. Tampoco sería lo deseable, pues con ello se perdería la posibilidad de emprender una reflexión abierta y crítica. Cabe, sin embargo, bosquejar una intuición a la que puedan ponérsele palabras. The Last of Us Parte II enfatiza la pregunta sobre la existencia humana y lo hace, no porque esas preguntas no existieran con anterioridad, sino porque en ese preciso momento resulta absolutamente imperativo enfrentarse a ellas e intentar darles respuesta. Dicho de otro modo: no hay salvación –no hay refugio en la cultura del entretenimiento, en el Prozac o en la jornada laboral de ocho horas (aunque, curiosamente, la religión sí que perdura: caso de los serafitas)–. Así, si decidimos rehuir de esas inquietudes, estamos implícitamente negando el sentido de la existencia humana. Esa es la diferencia entre hacerse las preguntas en cualquier momento de una vida en civilización, con posibilidad de escape, y hacérselas en The Last of Us Parte II.

Por supuesto, el título de Naughty Dog no ha sido la única obra gráfica o audiovisual en plantear dicha tesis. Son tantísimos los relatos y creaciones que, de algún u otro modo, han abordado la pregunta por lo humano en un escenario postapocalíptico que, si quisiéramos entrar ahí, tendríamos que escribir unas cuantas docenas de libros (de hecho, TLOU está plagado de referencias metanarrativas). Por citar algunos ejemplos, además de la famosísima de The Walking Dead (2010-actualidad), series como El Colapso (2019), proeza visual con magnífico uso del plano secuencia, o películas como The Road (John Hillcoat, 2009), entre otras, han abordado la importancia de las relaciones humanas y la transformación de nuestra conducta en escenarios postpandémicos.

En el mundo de los videojuegos, el tremendísimo impacto de sagas como Resident Evil (Capcom, 1996) han dejado impregnada en nuestro subconsciente colectivo la idea de que zombis es igual a terror. Sobre ese eje se ha hilvanado gran parte de los videojuegos ubicados en mundos pandémicos y postapocalípticos (incluso virando hacia una vulgarización de la historia vía shooter, tendencia muy presente en la última generación de videoconsolas), escaseando en contrapartida las obras más enfocadas a la construcción psicológica de los personajes o el desarrollo de la narración.

Sin desmerecer el apartado jugable y técnico, por lo demás excelente, TLOU II destaca por encima de todo por su apuesta decididamente narrativa. Hay aquí cierto “aire de familia”, si se me permite usar la expresión de Wittgenstein, con la obra de David Cage, quien con videojuegos como Fahrenheit (Quantic Dreams, 2005), Heavy Rain (Quantic Dreams, 2010), Beyond Two Souls (Quantic Dreams, 2013) o Detroit Become Human (Quantic Dreams, 2018) ha contribuido indudablemente a situar la centralidad del videojuego en la historia y no en la experiencia jugable. Si bien en TLOU II no hay diferentes itinerarios y finales a escoger, aspecto que refuerza, en mi opinión, la decisión y apuesta creativa. A partir del surco abierto por otros, TLOU II ofrece una exploración de la naturaleza y condición humana que, honestamente, vale para unas cuantas clases de Filosofía (y esto lo digo también a título de profesor, no solo como aficionado a los videojuegos).

Descendamos un poco más al detalle. Si TLOU era la historia de Joel y Ellie, entonces su secuela es la historia de Abby. Es esta la decisión más polémica de los creadores de TLOU II,concretamente, de Neil Druckman, que de seguro será recordada en la historia de los videojuegos. En todo caso, antes de dar mis razones por las cuales creo que Abby es la verdadera protagonista de la historia y, más específicamente, el personaje que demuestra gran parte de lo dicho hasta aquí, conviene traer a colación ciertos aspectos del universo TLOU en general.

Regresemos al original unos instantes. Si la historia que allí se nos contó nos cautivó fue, en gran parte, por su sinceridad. En el transcurso de los acontecimientos quedó demostrado cómo los creadores del videojuego no tuvieron reparo alguno en enseñar sin tapujos las miserias de la existencia humana. Apenas al inicio, en el primer acto, ya asistimos a la muerte de Sarah mientras su padre, Joel, la abrazaba, en una de las escenas más duras jamás presenciada. Desde ahí, la narración da un salto de 20 años y elude —al igual que ocurre en la serie de HBO, The Leftovers (2014-2017)— buscar una explicación de las causas de la pandemia. En su lugar, se centra casi exclusivamente en profundizar en las emociones humanas, en las relaciones entre los supervivientes y en la forma de enfrentarse al dolor de la pérdida y la falta de sentido.

Desde el cinismo o la mera gestión diaria de las cosas, pasando por el valor de la lucha política o la importancia de la familia, el elenco de personajes que aparecen en esta primera entrega evidencian la irreversible caída del mundo originario del que procedían. Ahora toca construir un sentido. En esa tarea, Joel simboliza el tránsito desde un nihilismo radical hasta el sentido de luchar por aquellos a los que amamos. Ellie, por otra parte, representa la esperanza, tanto metafórica —es el único sujeto inmune— como literalmente, ocupando el lugar vacío que dejó Sarah. Completado el círculo, el final de TLOU es una refutación del utilitarismo y, más aún, una impugnación de la propia idea de moralidad. Al asentir con la decisión de Joel de salvar a Ellie, aceptamos que una vida puede valer más que millones. ¿O es que no estaríamos dispuestos a todo por salvar a aquellas personas a las que queremos?

El desplazamiento operado que va del plano moral al existencial es, como diría Kierkegaard, un salto de fe. O te lo crees o no te lo crees. No hay, en consecuencia, razones que nos permitan adoptar una postura u otra. Juzgar moralmente los actos de los unos, pero no de los otros atenta contra el principio de universalidad inherente a todo juicio ético. Es este, quizá, el punto que los detractores de TLOU II no terminan de comprender. Si nos sentimos más cerca de Joel es, sencillamente, porque nos ha tocado jugar con él, pero sus actos son igual o incluso más execrables desde un punto de vista ético.

A pesar de ello, no es este el enfoque del mensaje que el juego quiere transmitir. Creo, más bien, que TLOU II es una exploración de la naturaleza humana cuando se vive a medio camino entre dos mundos. De un lado, aparecen aspectos básicos del instinto humano: deseo de poder, de amar, de pertenecer. Y, al mismo tiempo, emergen las inquietudes y miserias humanas: el odio, el miedo, la angustia. La ausencia de un horizonte de sentido claro es lo que, más a menudo, genera esta situación de constante desfondamiento. Al quedar irremediablemente perdido el mundo anterior, en el que podíamos descargar nuestra propia responsabilidad en las instituciones sociales, corresponde ahora forjar el sentido de la vida. De ahí la importancia capital de la psicología, de las emociones y de las decisiones de los personajes en detrimento de la acción, aunque, en general, la secuela está bastante equilibrada en este sentido.

Decía que TLOU II es la historia de Abby. Y no lo es porque la controlemos durante la segunda mitad del juego, sino porque ella representa, de algún modo, el triunfo de ciertos valores que aún asociamos con la humanidad: compañerismo, compasión, empatía, coraje. Su propia evolución, atormentada al inicio por la muerte de su padre a manos de Joel —siendo igual de insatisfactoria la venganza— y sonriente al final, una vez ha encontrado una razón para vivir —Lev, precisamente quien la convence para que perdone a Dina y Ellie— es quizá el mensaje más potente de esta segunda parte y, a la vez, el más incomprendido. Si las personas no empatizan con Abby es, sencillamente, porque no vivieron su historia en primer lugar, o sea, por circunstancias del todo arbitrarias.

Por otro lado, tal incomprensión procede del hecho de que el jugador espera una historia de venganza al viejo estilo, también alimentado por la campaña de marketing de Naugthy Dog, que nos hizo creer que el juego iba por otros derroteros. En términos psicoanalíticos, el final de TLOU II, con Ellie perdonando a Abby, es decepcionante porque nuestro «ello» está desatado. Por alguna extraña razón, disfrutamos al observar en tercera persona escenas de violencia, muerte y venganza. Los de la moralina presentan aquí serias objeciones a que Ellie no finalice su particular vendetta, a pesar de que esta tenga fuertes razones y motivos para hacerlo. La espectacularización de la violencia no deja sitio a las buenas pasiones porque el frenesí estético impide un mínimo ejercicio de empatía (el espectáculo como mercancía, tal y como afirma Guy Debord).

Además, TLOU II versa sobre el precio de nuestras decisiones. Si en los mitos griegos todo quedaba subordinado a la voluntad de los dioses, aquí ocurre justamente al contrario. Ganamos y perdemos con cada decisión que tomamos. Cada vez que decidimos cambiar el curso de los acontecimientos, hay algo que dejamos atrás y algo que nos llevamos con nosotros. De hecho, que a nivel jugable sea posible sortear a los enemigos mediante el sigilo, sin necesidad de matar, es también una metáfora de la vida. Los matices a esta libertad absoluta los encontramos en una Ellie atormentada que siente la necesidad de abandonar a Dina para retomar el camino de la venganza, o en un Tommy que dice que “no puede” olvidar y dejar de lado lo que Abby le hizo a su hermano.

Sin embargo, Abby sí que decide hacerse cargo de esas decisiones, a pesar de haber perdido a todos sus amigos y al amor de su vida (Owen). Y llega a encontrar un sentido renovado junto a Lev (en principio, un enemigo perteneciente a los serafitas, expresión esta de lo absurdo de los enfrentamientos identitarios entre lobos y scars), con quien emprende de nuevo la ruta en busca de un futuro mejor. No es la venganza lo que hace que Abby vuelva a encontrarle sentido a la vida, sino la búsqueda de un nuevo comienzo.

Frente a ello, somos testigos de la progresiva degradación y caída a los infiernos de Ellie, incapaz de valorar lo que tiene: amor (Dina), amistad (Jesse), familia (Tommy y María). Cada vez más inmersa en una dinámica autodestructiva, su final aparece simbolizado en esos dedos que ha perdido en la pelea con Abby y que le impiden tocar la guitarra apropiadamente (la cual, a su vez, simboliza el más preciado regalo que le hizo Joel). Sin capacidad para escapar de sus miedos y remordimientos, Ellie es la prueba del precio que tienen ciertas decisiones. Consciente de que es imposible dar marcha atrás y actuar de forma diferente en cuanto a su relación con Joel, Ellie sublima su culpa interna proyectando todo sentimiento negativo en el mero deseo de venganza. Para Ellie, es mucho más sencillo matar a un chasqueador o asesinar a un grupo de lobos que lidiar con su propia culpa. Metáfora de nuestro mundo actual.

TLOU II, por tanto, es un grito de auxilio sordo que aflora cuando uno se acerca a jugarlo sin prejuicios. Es una afirmación de sentido, esto es, una apuesta por la vida a pesar de todo; un lúcido ejercicio de resistencia y de composición de nuestros conflictos, miedos y anhelos. Una oda a la belleza de lo concreto y singular de la existencia humana; una llamada a no desentendernos en la tarea de forjar nuestro propio destino. TLOU, como diría Albert Camus en su célebre El mito de Sísifo (1942), es una punzada que nos revela una verdad eterna: «Lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir».