The Last of Us, los triple A y el callejón sin salida


A primera vista, uno diría que la esencia temática de The Last of Us (Naughty Dog, 2013) se halla en la necesidad de abandonar aquello por lo que sentimos cariño, pero nos impide avanzar y encontrar un lugar nuevo al que pertenecer. La insistencia en buscar una identidad colectiva, de encontrar a un igual en un universo compuesto por peligros innumerables, es algo en lo que el texto de The Last of Us se vuelca insistentemente. El DLC principal, Left Behind (Naughty Dog, 2014), reaprovecha escenario, motor y mecánicas para presentar una narrativa similar, aunque más dolorosa: la posibilidad de abandonar aquello que no sabías cuánto valorabas hasta que era tarde, de convertirlo en un «otro» más, o de perderlo por circunstancias ajenas a tu control.

Por algún motivo, siento que estas temáticas casan mejor que nunca con la angustia que pasaron muchos juegos y jugadores cuando la industria empezó a expandirse de forma inusitada y a competir por el control del salón con otras fórmulas de entretenimiento. La tensión por mantenerse relevante y por no quedarse atrás se respira en toda la obra, pero destaca especialmente en los segmentos dedicados a Ellie, que se posiciona como la esperanza de un futuro en el que no tengamos de depender ni del nihilismo pragmático de Joel ni de la carencia de principios de David para sobrevivir en nuestra realidad catastrófica. En cierto modo, siempre ha dependido de Ellie decidir cuándo es el momento de salir de la esfera de sus protectores y de la filosofía de vida que encarnan. No en vano, The Last of Us decide terminar al compás en el que ella deja de confiar en Joel. Aunque no lo supiéramos de entrada, el personaje que controlamos y las mecánicas que asumíamos como naturales a la obra han sido una causa perdida desde el principio, y la historia no puede concluir hasta que tanto Ellie como nosotros nos hayamos dado cuenta.

Es divertido (e incluso estimulante) encontrarse con un triple A que insiste en sacar al medio del callejón sin salida en el que se metió él solito, cuando decidió que refinar el game feel y optimizar mecánicas conocidas era más importante que experimentar con ideas atrevidas o transmitir nuevas experiencias. Especialmente, cuando proviene de un estudio que, a todas luces, nos metió en ese callejón a base de inundarnos con sus Uncharted (Naughty Dog, 2007-2017). Dado el número cada vez mayor de títulos que lo están intentando, es tentador sugerir que la salida de The Last of Us ha animado a la industria a seguir la estela. Y si hay algo por lo que muchos juegos de hoy en día reciben alabanzas es, precisamente, por intentar dar un paso adelante.

Sin embargo, la problemática a la que se enfrentan estos juegos sigue siendo vieja, lo bastante como para que, en su día, comentaristas y ensayistas de multitud de espacios fueran capaces de reconocerlas. Es una crítica que se asocia mucho al triple A, pero que puede hallarse en cualquier título que intenta ofrecer una respuesta a cuestiones existentes en la industria y que fracasa en el intento. No está de más recordar que se han dirigido críticas muy similares a Bioshock Infinite, Far Cry 5, Cuphead, Braid e incluso al Bioshock original. Lo que quiero decir es que es un tema antiguo y difícil de abordar, porque actuamos como si fuera algo irresoluble, en vez de tratarse de algo con lo que nos hemos ido volviendo más sensibles.

Para discutir este tema, es importante considerar que, además de insistir en madurar, The Last of Us también actúa de custodio de toda una corriente de diseño que trasciende estudios, géneros e incluso generaciones. Chris Franklin califica su collage de sigilo, disparo de coberturas y combate cuerpo a cuerpo machacón como «una colección de grandes éxitos de lo que era el triple A en aquél momento». Es una buena observación, y permite trazar el origen de cada parte del juego a un pariente más o menos lejano. El sigilo es relativamente fácil de trazar: Metal Gear Solid 3 (Konami, 2004), aunque sería más apropiado decir que The Last of Us es Metal Gear Solid 4 (Konami, 2008) sin la sensación de incomodidad. El estilo de disparo atrincherado tiene antepasados más difusos, pero no voy desencaminado si digo que Gears of War (Epic, 2004) es la influencia dominante, de la que Uncharted (Naughty Dog, 2007) se valdría y de la que The Last of Us es evidente depositaria. El combate en los juegos de tercera persona tuvo un desarrollo difícil en los 2000 y, por ese motivo, el sistema de The Last of Us se siente mucho menos claro y consolidado (aunque Uncharted es un antecesor evidente). Una posible influencia, la de Batman: Arkham Asylum (Rocksteady, 2009), brilla por su ausencia, principalmente porque el estilo de combate controlado y preciso del justiciero enmascarado hubiese casado fatal con la estética de «matar o morir» de la historia de Naughty Dog. En estos detalles y otros, como la necesidad de crear objetos durante el combate, es donde podemos identificar, por fin, el mosaico definitivo que The Last of Us quiere ser: un sistema de combate dinámico y selectivo que sigue el espíritu abierto de Deus Ex (Ion Storm, 2000), pero materializado en una estética que recuerda más a la serie Walking Dead que a cualquier otra cosa. Todo esto llevado a cabo a través de una metodología de diseño que se debe completa y absolutamente al estilo puntilloso y utilitarista de Half-Life 2 (Valve, 2004).

Es importante que justifique cómo es posible que todos estos juegos actúen de herederos de una misma herencia, o cuanto menos, de un marco de desarrollo común. Por suerte, autoras como Eva Cid han hecho buena parte del trabajo por mí y han insistido en hablar de un fenómeno clave para entender el atractivo y la influencia de los juegos de Valve: la jugabilidad del momento a momento (moment-to-moment gameplay). Este término se utiliza en casi cualquier cursillo de diseño y se refiere a las instancias o retos lúdicos que se delimitan por secuencias formales (como niveles) o informales (como mapas separados por pasillos). Podemos entender buena parte de la evolución del medio como una carrera por llegar a ese momento en que la experiencia de juego deja de quedar limitada por criterios formales rígidos por una más informal en la que las partes de la obra han ido quedando cada vez más unidas y ensambladas entre sí.

Half-Life (Valve, 1998) y su segunda parte son, en muchos aspectos, representativos de ese salto evolutivo que se produjo cuando las consolas y los ordenadores fueron capaces de soportar motores lo suficientemente potentes como para mantener espacios de juego continuos. Unos optaron por abandonar cualquier pretensión de progresión espacial y se limitaron a crear mapas gigantescos y poblarlos de tareas (los sandbox); otros escogieron simularlos a través de pasillos hiperdetallados y articulados. De esta última tendencia surgen muchos elementos de diseño que se han venido tratando en la última década, como la narrativa ambiental.

Un detalle pequeño, pero ilustrativo, que permite atar The Last of Us con Half-Life 2 es la manera en que reparten los recursos del juego. En el juego de Valve, cada encuentro programado viene acompañado de un surtido de balas y botiquines que, en función de la dificultad, informan al jugador de lo bien que lo tiene que hacer para superar el reto. Una actitud despreocupada puede dejarnos indefensos (bueno, con la palanca) ante las hordas del Combine. Por su parte, en el de Naughty Dog, la variedad de recursos es mayor, y el número de pasos que tienes que dar para usarlos es también más engorroso, pero el protocolo es el mismo. En cada encuentro con chasqueadores, bandidos y acechadores, tienes la opción de combinar esas tijeras y esos paños de formas diversas (construirte una daga sigilosa o prepararte una buena bomba, por ejemplo), pero tienes un surtido limitado y, si quieres más variedad, te conviene ser ahorrador. Esta filosofía ahorrativa es la que nos motiva a avanzar de encuentro en encuentro, y la que transforma cualquier situación en un momento de ansiedad incontrolable.

Es una ansiedad artificial y, en muchos casos, forzada (llama mucho la atención que tus compañeros de viaje jamás sean capaces de meterte en problemas, solo de arreglártelos), pero que se acepta porque nos sumerge en un estado de inmersión absoluta y nos hace especialmente susceptibles a lo que el juego nos ofrece en forma de cinemáticas lustrosas y diálogo bien cuidado. En otras palabras: se trata de un esquema ideal para que apreciemos su sistema de juego de forma plena e ignoremos sus partes más incómodas. Además, este esquema es cuestionable a la hora de hacernos reflexionar sobre implicaciones más profundas que las que nos asaltan en cada encuentro.

En cierto modo, experimentar la historia de estos títulos es parecido a lo que experimentamos cuando movemos a nuestros Sims en los juegos de Will Wright o a los aldeanos en Age of Empires. Es evidente que se trata de personajes con sentimientos, conflictos y asuntos por resolver, pero mi rol en su resolución consiste exclusivamente en asegurarme de que lleguen al punto que les toca y dejar que los solucionen entre ellos. Este símil puede resultar tosco o irrespetuoso hacia el esfuerzo de Naughty Dog o de los actores del juego, pero quiero dejar claro que mi problema con The Last of Us no tiene que ver con la calidad de la historia, sino con la manera en que se presenta.

Estoy seguro de que, para muchos, esta separación entre momentos de juego y momentos expositivos no se hace extraña, al revés, incluso les resulta natural. Pero si hay algo que esta década tendría que habernos enseñado es que se puede romper esa barrera y crear obras mucho más impactantes. Spec Ops: the Line (Yager Development, 2012) ya avisó (aunque de forma un tanto torpona) del callejón sin salida al que nos dirigíamos si no cambiábamos nuestra forma de hacer juegos. Pero la avalancha de juegos de años posteriores (Secret Little Haven, Diaries of a Spaceport Janitor, What Remains of Edith Finch, Lucah: Born from a Dream, Return of the Obra Dinn…) debería ser un indicativo de que no solo es posible desviarse del camino, sino también tomar varias salidas. ¿Por qué no nos dejamos llevar por ellas? Tal vez, los hombres de negocio tienen miedo de que esas salidas acaben llevándonos a otros callejones de salida, pero pocas actitudes revelan mejor la muerte de una expresión artística que el «más vale malo conocido que bueno por conocer».

Mientras espero con ansias el retorno de Ellie en The Last of Us 2 —y que haya podido superar a Joel y su mundo—, cruzo los dedos para que Naughty Dog haya aprendido a dejar de depender de un sistema de juego que insiste, exclusivamente, en contar las cosas desde la perspectiva de los abusones. Poco después de The Last of Us, Tomb Raider (Crystal Dynamics, 2013) se valdría de una estrategia similar para contar la misma narrativa colonialista de siempre. Y hace apenas un par de años, God of War (Sony Santa Monica, 2018) haría lo propio con su fantasía masculinista y militarista. Si esto no cambia, dudo que la promesa de un romance me haga volver a un estilo de juego que, a estas alturas, se ha convertido en la vía favorita para franquicias que quieren hacer gala de concienciación.