La insoportable aleatoriedad del RPG


Ya tienes todo listo; tu espada ha recuperado su filo y tus heridas han sanado tal y como esperabas. El mago ha pasado mala noche a causa de los ronquidos sordos de la guerrera. Pese a las ojeras del erudito, ambos parecen estar completamente descansados y con energías renovadas. Si te preguntaran dónde diablos se ha metido el pícaro, sinceramente, no sabrías qué responder. Pero apostarías todo tu oro a que cuando más le necesites allí estará, rápido y letal. Dejáis atrás el improvisado campamento y tomáis el primer camino que lleva hacia la capital. El sol asoma por entre las hojas de los árboles y sopla una agradable brisa estival: no podría hacer mejor día para ir de aventuras.

Tras unos pocos minutos de marcha y, sin previo aviso, vuestra visión se distorsiona y para cuando sois conscientes de la situación os encontráis en mitad de una refriega con un grupo de jabalíes, lobos y murciélagos. No es la primera vez, ni será la última, que animales salvajes con malas pulgas os asaltan en mitad de la nada. En menos de 6 turnos todo ha acabado. Tras recoger el sucio oro del suelo, decides alterar tu rumbo y caminas en dirección norte con el fin de tener una visión algo más amplia de la zona en la que os encontráis. Apenas cuatro pasos más tarde, tu visión se nubla de nuevo y sois transportados nuevamente a un amplio campo de batalla. Esta vez, una enorme planta carnívora abre y cierra sus fauces como si la vida le fuera en ello.

¡Maldita sea! Exclamas. Con el fin de completar vuestro mapa mental, te has desviado milimétricamente del camino principal entrando en una zona boscosa. La guerrera, con la adrenalina a flor de piel, toma la delantera. La seguís el monstruo, tú y el mago, que se está preparando para lanzar su hechizo de fuego más poderoso. La guerrera consigue cortar tres cuartas partes de los tentáculos enraizados de la criatura, pero no evita que esta le acierte de lleno con un poderoso ácido que acaba con sus puntos de vida. Tú decides adoptar una postura defensiva y, tras recolocarte, observas con alegría como un fugaz proyectil dorado alcanza de lleno a la criatura. El mago no habría podido usar mejor su turno, pero su ataque no ha sido suficiente para derribarla. Cuando todo parecía estar completamente perdido, de entre las sombras una misteriosa figura se abalanza, daga en mano, sobre los tallos traseros del engendro, cercenándolos de raíz. Una jugada magistral por parte del pícaro, pero sabes de sobra que la suerte os ha ayudado esta vez: si ese último ataque no hubiese sido crítico, probablemente no lo hubierais contado.

No han pasado más de 15 minutos desde que os habéis despertado y ya tenéis la primera baja. Lo más sensato es volver al campamento a descansar, pero ahora mismo tenéis un problema más grave: aunque solo haya sido por unos pocos pasos, os encontráis en el interior del bosque y tenéis que salir de allí cuanto antes. Sin pensártelo dos veces, pones un pie en el embarrado suelo boscoso y… ¿En serio? ¿¡OTRA VEZ!?

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Si los posaderos de los RPG pudieran componer frases, más allá de las líneas de texto que tienen programadas, no hablarían de las sonadas hazañas de los huéspedes que algún día se alojaron allí. Nada de eso. Pondrían bastante más entusiasmo en relatar, entre risas y con alguna que otra cerveza de más, anécdotas sobre grupos enteros de aventureros que, confiados y cargados como mulos, abandonaban sus  hospedajes para volver, no mucho tiempo después, masacrados y con el rabo entre las piernas. Y es que, cuando la posada de turno se encuentra a tiro de piedra, volver a recuperar fuerzas tras ser sorprendido por algún que otro encuentro aleatorio se convierte en un paseíllo de la vergüenza más que necesario.

Los random encounters o encuentros aleatorios se consideran, en la actualidad, uno de los pilares fundamentales del género RPG. El origen del término proviene de los juegos de rol de lápiz y papel: ancestros antediluvianos de los videojuegos, en los que los jugadores exploran mundos de fantasía bajo la dirección de un Máster, sin más herramientas que su imaginación y un buen puñado de dados. En ellos, la figura del Máster es, como bien dice su nombre, omnipotente y hace las veces tanto de narrador como de árbitro. Pero su trabajo no termina aquí, y es que, además de dirigir la aventura desde el otro extremo de la mesa, es el principal responsable de poner trabas a los jugadores. En otras palabras: Es el amigo con el que no te quieres llevar mal. Siempre que los aventureros se encuentran inspeccionando tierra hostil, el director de juego puede lanzar un dado cada cierto tiempo con el fin de sacudir la suerte de la compañía. Según el valor obtenido, la party puede ser atacada o no por diferentes grupos de enemigos. De esta manera, se evita que los jugadores bajen la guardia durante las largas sesiones de exploración y, además, se consigue que ganen experiencia para futuros encuentros más peligrosos. A este recurso se le bautizó, allá por 1970, con el nombre de “monstruos errantes” o encuentros aleatorios.

Cuando se decidió que el género daría finalmente el salto desde la mesa de comedor a la pantalla de tubo, dicha mecánica fue adaptada a modo de algoritmo matemático. Este se centraba, principalmente, en el número de pasos que realizaba el avatar en un terreno determinado, usándolos a modo de raíz para generar una serie de números aleatorios cuyo resultado lanzaría, o no, una secuencia de combate. Despojados de su perversa naturaleza humana, seguro que más de uno llegó a pensar que en el seno de las todopoderosas ciencias exactas se encontraba el valhalla de los encuentros aleatorios. Desgraciadamente y, pese a que existían diversas variaciones de este mismo método, todas ellas venían con una tara de serie, consecuencia directa del proceso de deshumanización: la ausencia total de sentido común.

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En una partida de rol es muy poco probable que, inmediatamente después de acabar con el típico grupejo aleatorio, el Máster decida echaros otro encuentro aleatorio. Y menos probable aún que sea la cuarta vez consecutiva que lo hace en lo que lleváis de noche. Este comportamiento, propio de una mente sádica y perturbada, puede tornarse algo usual en cualquier RPG de carácter virtual debido a los entresijos del algoritmo previamente descrito. Tampoco hay que leer entre líneas, a todos nos gustan los combates: los monstruos errantes aportan dinamismo y ayudan a generar una atmósfera de animosidad latente hacia el jugador. No obstante, el desgaste psicológico aumenta a medida que la frecuencia de estos encuentros impacta negativamente en el desarrollo de la aventura. Forzar la máquina para que las batallas aleatorias ocurrieran en intervalos de mayor duración podría parecer entonces una alternativa tentadora. Sin embargo, en este segundo escenario, cualquier jugador en busca de una buena pelea no vería una correspondencia entre  el beneficio obtenido y la cantidad de tiempo perdido en deambular sin rumbo alguno. Al final, todo parece apuntar a que la mejor de las alternativas es agarrarse al clásico “más vale pasarse que quedarse corto”.

Pero este vacío legal del género no podía quedar inadvertido por siempre. No pasó mucho hasta que se empezó a tachar a los RPG de repetitivos, echándoles en cara su capacidad para engrosar artificialmente tanto la dificultad como la duración. Merece la pena, llegados a este punto, recordar que dichas quejas nacieron como consecuencia de una mecánica introducida principalmente para reforzar la jugabilidad. Movidos, en parte, por las críticas, los desarrolladores se pusieron manos a la obra para dar con la vuelta de tuerca que el género necesitaba. Si el jugador moderno ya no podía tolerar los obstáculos imprevistos, lo ideal sería darle la oportunidad de escoger sus propios retos o, al menos, hacerle creer que era capaz de ello. Y así fue como acabó viendo la luz una vertiente paralela a los encuentros aleatorios, que ofrecía a los aventureros la posibilidad aparente de anticiparse (en gran medida) a este tipo de escaramuzas. Ahora los enemigos aparecerían claramente representados en el mapa, caminando libre y orgánicamente, compartiendo mundo con el jugador. Bastaba pues con abalanzarse sobre uno de estos grupúsculos para pasar a la secuencia de combate. Sin embargo y, por muy bonito que pueda sonar, darle libertad absoluta al usuario no acababa de funcionar del todo bien: aquellos menos experimentados podrían decidir evitar conflictos con tal de no asumir la derrota para ser masacrados más tarde a causa de su negligencia. Es por esto por lo que se dotó de conciencia propia a los avatares enemigos. Una conciencia simple, primitiva, que encajaba a la perfección con el comportamiento de las bestias salvajes; ya no solo se limitaban a vagar por el mapa, ahora suponían una verdadera amenaza, llegando a perseguir o incluso sorprender a los aventureros más precavidos. Este ingenio, que hoy en día predomina en gran cantidad de RPG, no es más que un simple placebo. Una forma algo rebuscada de hacer creer al jugador que se encuentra por encima del videojuego, cuando en realidad sigue bien sujeto a sus caprichosas líneas de código. Algo así como cuando le dábamos el mando desconectado a nuestro hermano pequeño para que nos dejara jugar tranquilos.

Si algo podemos sacar en claro de la evolución de los encuentros aleatorios es que, pese a que el ser humano tiene una clara obsesión por controlar lo que sucede a su alrededor, cuando las cosas se ponen realmente feas tiende a delegar dicho control en factores externos. Por esto mismo, aflojando la correa del jugador se aumenta la tolerancia al error y se le hace tomar consciencia de sus propios fracasos. Aunque las mecánicas se hayan adaptado para que distribuyamos el tiempo de juego de una manera más eficiente, el camino se hace únicamente al andar, al igual que el nivel, al pelear. Y es por esto que, si los posaderos de los RPG pudieran componer frases, nos animarían a seguir adelante. Ya no solo por el bien de su negocio, sino porque, a fin de cuentas, somos los únicos capaces de librar al mundo de los monstruos errantes.