Viaje y retorno en Super Mario Odyssey


NOTA: [Este artículo contiene spoilers del juego. En el texto solo hemos señalado el que se refiere a la historia principal de Super Mario Odyssey, pero se desvela contenido que puede que prefieras descubrir tú mismo]

Aunque he seguido las aventuras de Mario de manera bastante errática y con importantes omisiones que aún no soluciono, siempre he tenido la sensación de que muchos títulos han expendido la experiencia de mundo de los anteriores en un sentido que trasciende las propias mecánicas. De la forzada linealidad de Super Mario Bros. (1985), cuyo único camino era hacia delante y cuyo horizonte era invisible para el jugador, se llegó a Super Mario Bros. 3 (1988), que presentaba un mapa de rutas más o menos flexible para cada entorno y una simpática caracterización de espacios que contribuía a reforzar la sensación de que estabas avanzando por reinos muy distintos entre sí. Después llegó Super Mario World (1990), que al fin implementó un mapa completo en el que la mayor parte de entornos era fácilmente ubicable, y en donde la ruta de nuestro héroe podía trazarse de manera ininterrumpida. Super Mario World 2: Yoshi’s Island (1995) parecía un retroceso de ese modelo, hasta que reparamos en detalles sumamente enriquecedores, como el hecho de que las etapas y mundos del juego parezcan ir desde el alba hasta la noche, o que la efigie de cada Yoshi esté clavada en cada zona para recibir el testigo que supone el pequeño bultito de Mario bebé. Qué decir luego de los experimentos de los Marios en 3D, que por desgracia apenas tuve posibilidad de jugar. Super Mario 64 (1996) planteó una suerte de macromundo en el castillo de Peach y sus alrededores, Super Mario Sunshine (2002) se enmarcó en el espacio cerrado de una isla paradisiaca y los Super Mario Galaxy (2007-2010) llevaron la aventura global del protagonista a un plano espacial.

Por ello, cuando supe que el título de la nueva aventura de Mario se llamaría Super Mario Odyssey (2017), me sorprendí mucho. ¿No habían sido acaso las experiencias anteriores también odiseas? Mario siempre había viajado por mundos, reinos o entornos distintos, desafiando mil y un peligros en el camino. Un juego de plataformas convencional, normalmente, plantea justo eso: movimiento, desplazamiento, avance; riesgos, obstáculos, retos. De hecho, la primera aparición del mismo Mario en un videojuego, Donkey Kong (1981), nos lo había presentado saltando barriles rodantes mientras procuraba ascender con cuidado por unos andamios para rescatar a Pauline del emblemático gorila: buena parte de esos mimbres estaba ya ahí, en una expresión temprana.

Cuando vi que uno de los elementos centrales de este nuevo viaje era, además de la compañía de Cappy, la presencia de la nave voladora, la Odyssey, sentí que empezaba a entender mejor el título del juego. ¡Un viaje por el mundo en una nave, como Odiseo! La asociación podría parecer tan básica como ridícula (o pretenciosa, o antojadiza, si se quiere), hasta que, tras muchas horas de juego, comprendí qué era lo que Super Mario Odyssey me había entregado como jugadora para complementar mi experiencia de viajes con Mario: el sentido y la importancia del regreso.

Pues, si hacemos memoria, recordaremos que Odiseo viajaba para volver a su natal Ítaca.

Antes de comenzar a profundizar en todo esto, quisiera detenerme en otro aspecto narrativo del juego que entonces me desconcertó. A pesar de que todo en él sugería aventura, viaje y desafíos, como en cualquier título de Mario, durante mis primeras partidas noté que había una fuerte inspiración turística, superior incluso a la de Super Mario Sunshine. Aun cuando al jugador se le presentan el conflicto principal de la historia, las dificultades propias de cada mundo y las circunstancias que condicionan el funcionamiento de la Odyssey, subyace en todo esto un componente recreativo explícito. Este se aprecia ante todo en la existencia de divisas exclusivas de cada reino para comprar objetos (entre ellos, souvenirs para la Odyssey) y en esas guías turísticas a las que se accede desde uno de los menús y que detallan, en tono lúdico, las numerosas atracciones de cada mundo, a la vez que sugieren sus potenciales riesgos y secretos.

Si bien estas guías se parecían muchísimo a las que yo misma inventaba de niña como juego, fascinada con los estrafalarios mundos que descubría con Mario, en principio me parecieron aquí fuera de lugar. ¡Mario estaba en una importante misión; no pasaba por cada mundo para turistear! Porque las ideas más básicas sobre el turismo sugieren descansar, apartarte de tus limitadas actividades cotidianas y recrearte en el conocimiento e interacción superficial con todo tipo de culturas. No en vano muchos tours pagados discurren por zonas fijas, de artificial esplendor, apartando al turista del verdadero espíritu de una ciudad, como la que podría percibirse en una concurrida plaza en pleno mediodía.

Hay peligros en el viaje turístico, sin duda, pero normalmente se estila que no los haya, porque el turismo está codificado, a pesar de todo, como una experiencia convencional a poco que tengas el dinero y la preparación suficiente como para permitírtela. Y esto, para mí, no tenía nada que ver con un viaje en el sentido romántico (y quizá también ingenuo) del concepto: irse para vivir en su forma más extrema y descarnada, abandonar la comodidad cotidiana para abrazar el legado indómito de nuestros ancestros nómades, dejar que la naturaleza nos impregne y, en fin, convertirnos nosotros mismos en un reflejo del camino hollado.

De ahí que, en mis primeras partidas, tendí a ignorar a los habitantes de los mundos: no me importaban en absoluto; eran un mero agregado de orden decorativo y, en el mejor de los casos, funcional en relación con mi progreso. Luego de haber finalizado mis primeros retos en el prehistórico Reino de las Cataratas, hogar de Chomp-Chomps gigantes y de un dinosauro, me parecía extraño hablar con esas calaveritas mexicanas del Reino de las Arenas, casi tanto como tener que vestirme como ellas para acceder a una zona secreta.

Por supuesto, estas impresiones iniciales cambiaron con el tiempo. Me encariñé con las calaveritas y celebré que pudieran recuperar las altas temperaturas de sus arenas, empaticé con esos robotitos que solo buscaban proteger la naturaleza del Reino Arbolado, me reí inventándoles acentos estirados a los caracoles veraniegos del Reino Ribereño y a los tenedores cocineros del Reino de los Fogones por razones que no podría explicar, me sorprendí al ver a personas de estética realista paseándose en traje en el Reino Metropolitana mientras el caricaturizado Mario corría a su lado, y tuve espasmos de ternura viendo esas adorabilísimas criaturas redonditas (¿focas u osos?) saltando o rebotando en el Reino Frío.

Así fue como comprendí que cada mundo de Super Mario Odyssey no era ya solo un entorno de aventuras, como antes, sino también el hogar de todos esos seres tan variados. Una obviedad, sí, pero quizá no tanto si se recuerda que el habitante promedio en los títulos plataformeros de Mario había sido casi siempre el honguito genérico. Aquí, los habitantes poseen su propia cultura y tradiciones, varias de ellas inspiradas en culturas y naciones de nuestro propio mundo. ¡Hasta puedes comprar diversos trajes nativos y vivir la aventura con ellos! Aunque esto no pasa de ser una vistosa curiosidad, salvo en el caso de aquellas energilunas que se encuentran en zonas accesibles solo si te presentas con determinada indumentaria, se deja leer también como una forma simpática de integrar a Mario a estos entornos.

Por otra parte, los habitantes transmiten la sensación de que tienen vidas e inquietudes al margen de la presencia de Mario en sus tierras. Esta sensación se ve ante todo reforzada por el hecho de que cada reino presente sus propios conflictos, desencadenados por los hermanos Broodals, y que a su resolución se retomen las experiencias cotidianas, que Mario puede compartir al regresar a cada reino. Lo que antes solía ser un mero mensaje de agradecimiento al protagonista por su ayuda antes de que este continuara su viaje sin mirar atrás, ahora es una posibilidad de conocer verdaderamente cómo es la vida de aquella comunidad que Mario se esforzó por proteger y liberar. Incluso, una vez que progresas, algunos habitantes viajan a otros reinos para vivir, como tú, la experiencia de explorar nuevos mundos y conocer nueva gente.

Desde luego, esta estructura narrativa de Mario como el héroe que ayuda a los habitantes de los mundos es un motivo de la serie. Sin embargo, casi siempre había sentido que estos actos poseían un rol instrumental en los títulos. En el estreno de Mario de Nintendo Switch, sin embargo, por primera vez sentí que realmente me interesaba hablar y compartir con estos habitantes, más allá de los retos que pudieran proponerme. O, en realidad, sobre todo porque muchos de esos retos no eran tanto un desafío de habilidades como un ejercicio de empatía. Recuerdo en particular la experiencia de un hombre del Reino Metropolitano que yacía sentado en un banquito. Para obtener su energiluna, solo tienes que sentarte a su lado un rato, hasta que te agradece su compañía. ¿Cuántas veces nosotros hemos estado en posiciones similares, tanto desde el enfoque de Mario como de aquel señor? La vida urbana puede llegar a ser muy indiferente y deshumanizante, y que precisamente uno de los “retos” sea percibir una individualidad solitaria entre el mar de gente y suspender la vorágine un momento para compartir a su lado, me parece un gesto muy dulce.

Abordada ya la importancia y particular sensibilidad del tratamiento de los habitantes de cada reino, me dispongo a retomar la temática del viaje y del regreso. Para ello, quisiera plantear tres experiencias de este tipo, las dos primeras presentes en el propio tejido narrativo del juego, y la última como una suerte de interpretación personal de matices simbólicos.

La primera experiencia recae en un personaje con el que nos encontramos casi al inicio de la aventura: una calaverita del Reino de las Arenas que se dispone a viajar en un taxi del Reino Metropolitano que, por razones que sería aburrido desentrañar, tiene la facultad de llegar a todos los mundos del juego, incluso a la luna. En principio, su aparición no deja de ser una anécdota simpática que además permite obtener fácilmente una energiluna. Sin embargo, a medida que vamos topándonos con ella constantemente, tales encuentros nos van recordando el camino ya recorrido. Siempre que la calaverita nos ve, nos saluda y nos rememora que la conocimos en el Reino de las Arenas, y que… ¡vaya! ¡Cuánto tiempo ha pasado desde entonces! Por fin, cuando la hemos encontrado en todas partes, nos anuncia que ya está cansada de viajar y que añora su hogar. Entonces la encontraremos otra vez en el Reino de las Arenas, tal y como en nuestro primer encuentro. Pero la calaverita ha cambiado: ahora, tras conocer tantos reinos, ha descubierto que su reino natal le parece el mejor lugar para estar. ¿Entonces para qué haberse tomado tantas molestias si iba a considerar insuperable al propio punto de origen? Pues precisamente porque, para descubrir aquello, era necesario conocer otros reinos. El destino de un viaje no siempre está en un punto más o menos fijo del horizonte; a veces puede estar en las propias huellas aún frescas, aunque para verlas tengamos que realizar un trayecto de vuelta.

La segunda experiencia de viaje y regreso es de un personaje que da grandes sorpresas en Super Mario Odyssey: la princesa Peach. [Atención spoiler] La joven no solo rechaza tanto a Mario como a Bowser al ser rescatada, sino que también decide largarse ella misma de viaje por los mundos en compañía de aquella otra cautiva, Tiara, la hermana sombrero de Cappy [Fin de spoiler].

Se ha criticado que este interesante giro de la princesa se sienta insuficiente y que, además, surja en el juego de manera tal que el jugador se quede sin poder experimentarlo por su cuenta, quizá desde un enfoque similar a aquella decisión narrativa que nos privó de jugar con la que sea probablemente la mejor de las Zeldas en The Legend of Zelda: Breath of the Wild. Sin embargo, si nosotros mismos nos atrevemos a pensar en la situación con un giro, en realidad esto tiene más de intriga que de fracaso. Mientras me topaba con Peach en cada mundo, siempre ataviada con nuevos y bellos atuendos ad hoc a cada espacio, me preguntaba qué cosas haría en cada uno. No poder responder eso sino desde mi imaginación me ayudó a comprender hasta qué punto la focalización forzada en Mario nos recuerda que, en ocasiones, es mejor que el clásico héroe sea capaz de dejar a la gente en paz con sus propias cosas, sobre todo si esas personas son personajes femeninos que en estos últimos años comenzamos a redescubrir. No en vano, en Super Mario Odyssey nos reencontramos con Pauline, aquella maqueta de damisela en apuros raptada por Donkey Kong, convertida ahora en nada menos que en la alcaldesa del Reino Metropolitana y en una cantante. ¿O es que la paciente Penelope no fue tan ingeniosa como el propio Odiseo al hacer y deshacer su tejido para demorar a sus cansinos pretendientes?

Como sea, la cosa es que Peach viaja por los mundos como una turista, y una vez que los conoce todos vuelve al suyo: el Reino Champiñón. Aunque esto podría parecer decepcionante si pensamos en el castillo como un espacio de confinamiento (o de inminente nuevo rapto por parte de Bowser), en realidad plantea un regreso a los orígenes, un retorno al equilibrio original.

Sin embargo, Peach tampoco es la misma que al comienzo. Cuando Mario habla con ella, esta le dice que ha decidido abrir el reino a la visita de todo tipo de turistas de otros mundos, pues sus propios viajes le han ayudado a conocer nuevas realidades y a descubrir que, más allá de las naturales diferencias, todo lugareño comparte algo con los demás: su sonrisa.

Aunque semejantes conclusiones parezcan obvias en su dulzura, sobre todo por venir de un personaje como Peach, cabría hacer aquí un alcance de algo que suele olvidarse: Peach es una princesa, esto es, un miembro de la realeza, que se debe a sus súbditos. Por más que estemos hablando del universo narrativo de Super Mario, no podemos omitir el hecho de que ella posea determinada responsabilidad jerárquica en su propio mundo. Por ello, su visión positiva respecto de la integración de la diversidad podría entenderse como un paso más en su aprendizaje como futura soberana: quien mucho viaja, mucho ve y mucho conoce. Por cierto, esto es algo que los mandamases de nuestro propio mundo podrían aprender a su vez de Peach, ¿no?

Una tercera experiencia de viaje, a mi juicio, es la de la propia Nintendo y del largo camino que han recorrido sus títulos de Mario. A estas alturas, no debiera ser novedad para nadie que Super Mario Odyssey esté plagado de guiños a juegos anteriores, pudiendo fácilmente considerárselo como un título de homenaje. Por lo pronto, a mí me resultó muy interesante identificar dos referencias explícitas: Super Mario Bros. y Super Mario 64, ambos juegos que supusieron una revolución en sus respectivas consolas y que sentaron las bases de sus respectivos géneros, las plataformas en 2D en el caso del primero y en 3D en el caso del segundo. De Super Mario Bros. identificamos esas secciones en 2D en las partes en las que el estilo gráfico, la música y la mecánica de Odyssey cambian por completo para adaptarse a su más remoto antecesor. De Super Mario 64, en tanto, identificamos principalmente la presencia de cuadros de teletransporte y numerosos elementos del Reino Champiñón que remiten a los de aquel juego: el mismo castillo, las mismas fanfarrias (tanto al obtener los objetos coleccionables de turno como al introducirse a cuadros específicos que llevan a una revancha contra los jefes), ¡y hasta un mismo secreto, al mirar hacia arriba al centro del vestíbulo del castillo!

Considerando que el juego con el que conocí a Mario fue Super Mario World, me resulta complejo explicar por qué estas referencias me emocionaron tanto cuando recientemente las descubrí. Acaso lo que me emocionó fue que Nintendo estuviere explícitamente consciente del peso y valor de su propio pasado y se permitiera el lujo de incrustarlo en su nueva punta de lanza, un videojuego que no revoluciona su género, pero que ha destacado enormemente por el pulido acabado de cada uno de los elementos que recogió de sus antecesores revolucionarios. Porque quien viaja, por más desafíos que venza y más culturas que conozca, no puede olvidar su propia identidad. Ha de cambiar, sí, pero en el sentido de crecimiento; no puede o no debiera traicionar su esencia más íntima. Hemos de dar el paso final con el mismo pie que con el que salimos al camino del mundo exterior, al inicio de nuestro viaje.

Cuando se nos da la oportunidad de participar de la bellísima experiencia del festival del Reino Metropolitano, estamos recordando tanto el pasado de Mario como el de nosotros como jugadores; no podría imaginarme ahora una simbiosis más hermosa con un héroe de videojuego. En ese sentido, de crucial importancia me parece que el contexto narrativo sea un festival: una ceremonia tradicional de conmemoración periódica. El pasado es algo que ha de celebrarse constantemente, si pretendemos no perder de vista quienes hemos sido para no olvidar quiénes somos y quiénes hemos de ser.

También me parece importante lo que señala una persona en uno de los retos para obtener una energiluna, que implica introducirse en la pantalla del teatro de un cine y jugar una recreación del nivel 1 de Super Mario Bros.: “Esta función es un clásico”. Nintendo reconoce la trayectoria de Super Mario Bros. y la presenta de manera explícitamente canónica: este juego es un clásico. Y, como tal, no puedes pretender dominar este nuevo plataformas sin superar el inicio de aquel otro, que supone los cimientos de toda esta aventura.

Quienes asocian el concepto de «clásico» con obras aburridas o anacrónicas olvidan que tal título lo obtienen aquellos trabajos que han conseguido seguir entregándonos esperanza, preguntas y respuestas a lo largo de siglos enteros, a diferencia de obras menores que nos encantan durante determinado periodo de nuestra vida y luego caducan sin más. No pensemos tanto en tostones intelectuales cuando nos hablen de clásicos reescritos e intertextualidad; pensemos en cada una de las aventuras y viajes narrativos que hemos conocido y amado, o incluso en cada una de esas pequeñas peripecias que vivimos en nuestra vida cotidiana y que tanto nos alegra o enorgullece vencer con nuestro ingenio y paciencia: ahí, en todo eso, es donde aún vive Odiseo, el héroe viajero por excelencia.

En esta línea, Super Mario Bros. podría parecerle a los jugadores más inexperimentados o más jóvenes un incordio, pero sin él no existiría Super Mario Odyssey ni, probablemente, el género de plataformas tal y como lo hemos ido viendo evolucionar. Lo que hace Nintendo al incrustar ahí el nivel 1 es hacer explícita esta relación de sana dependencia, de origen e influencia entre sus títulos, e incluso volverla obligatoria en caso de querer obtener todas las energilunas posibles. Solo se puede aspirar a la sublimación del presente integrando lo más valioso que nos ha legado el pasado.

Para quienes hemos crecido con Nintendo y le proferimos un cariño especial por la alegría que nos brindó (¡y brinda aún!) en tiempos difíciles, se nos hace necesario recordar que Mario ha sido uno de los que más nos ha brindado hermosos viajes. Sin él, es probable que muchos de nosotros no hubiéramos emprendido el camino en la maravillosa ruta de los videojuegos. Y quizá llegué al fin el temido día en que Mario, sea por las razones que sea, no tenga ya nada más que entregarnos. Pero, aunque nos hallemos de golpe con esta inimaginable pobreza, puede que llegue también el día en que comprendamos que Mario no nos ha engañado. Así, sabios como seguramente nos habremos vuelto, con tanta experiencia como jugadores, entenderemos ya qué significan cada uno de los títulos de Mario en nuestra vida.

Pero, mientras tanto, pidamos que el camino sea largo. Alguna vez hubo 96 rutas que completar y luego 120 estrellas; hoy hay 999 energilunas que ganar. Quizá las obtengamos todas, quizá no: poco importa. Tales números son apenas justificaciones para consagrarse al viaje, a la aventura y al regreso. Que Mario nos acompañe durante todo el tiempo que pueda.

Y quiera el destino que en el momento en que nos adentremos en nuestro reto decisivo esté él también ahí, en esa última comitiva conformada por todos aquellos que nos quisieron bien, celebrando junto a ellos nuestros últimos pasos, nuestro último viaje, el regreso definitivo.