Los ecosistemas narrativos de The Legend of Zelda (Parte I)


El imperio de las ficciones autoconclusivas ha terminado. Esta afirmación es sesgada, por supuesto. El mercado ficcional en todos sus medios está a rebosar de obras contenidas en sí, que duplican el volumen de lo que se devoraba antaño, y por mucho que más de una vista nostálgica aclame que el pasado fue mejor, la ficción es más accesible de lo que nunca ha sido: cuentos, relatos, cortometrajes, largometrajes y juegos independientes conviven con otras formas de narración más líquida y performativa como los juegos de rol o el teatro. Aunque sigue habiendo huecos para la narrativa más clásica, el cambio que arrastra el tiempo es incesante y, con él, cambian los consumidores, los creadores y las creaciones.

Basta mirar los números y escuchar la conversación pública para percibir que dicho cambio no es solo creativo, sino sociológico. Vivimos en una época en la que las ficciones más populares y asiduas se engloban en mundos ficcionales mucho mayores que la historia que sirve de detonante, en ocasiones obligados a desarrollarse hasta puntos creativamente nefastos. Ambos extremos en la tendencia de narrar la ficción (contenida, y expansiva) no son excluyentes; en su mayor parte se complementan, puesto que ofrecen distintos riesgos y características que el público elegirá dependiendo de lo que busque.

Eso no quita que la mayoría de productos narrativos que más relevancia social y económica tienen son parte de franquicias mayores, o lo serán una vez la primera obra resuene con suficiente fuerza como para atraer nuevos inversores, salvo ciertas excepciones. La tendencia es innegable: cuanto más exitosa es una ficción, más probable es que su universo ficcional siga una trayectoria expansiva que, o se mantiene creciente hasta lograr estabilizarse en un consumo óptimo, o acaba implosionando sobre su propia incapacidad para continuar tejiendo una narrativa interesante para los consumidores.

Dicho de otra forma, no solo se genera una saga, una historia lineal, sino una red de distintos relatos con sus propias reglas autocontenidas y autoreferenciales, mantenida por sí misma y con interacciones únicas entre los distintos elementos. Un ecosistema narrativo donde se suman y complementan todas las distintas narrativas.

Como uno de los principales medios expresivos, los videojuegos no son ajenos a este fenómeno. Todo lo contrario, una de las bases de la industria ha sido la explotación comercial y artística de sus múltiples franquicias, aprovechando el establecimiento de las mecánicas y diseños, ahorrando recursos y generando fidelización. En particular, la franquicia de The Legend of Zelda ha sido muy proclive a dicha explotación. Desde la salida de su primera entrega, ha surgido una legión de entregas oficiales y spin-off que cumplimentan y forman una marca tan reconocible como capaz de evolucionar y mantenerse en la cresta de la ola.

The Legend of Zelda (Nintendo, 1986).

Y es que Zelda, al contrario que la mayoría de ficción tradicional, jamás ha sido puramente lineal. No lo es en su propuesta jugable, artística, ni tampoco en la narrativa. No hay más que ver los juegos primitivos de la franquicia, donde se usa la perspectiva cenital para enfatizar la libertad del jugador sobre un mapeado que no parecía tener fin, como si fuese un dios jugando con marionetas, recreándose en ese mundo inmenso gracias a su particular Link.  Miyamoto buscaba hacer la experiencia contraria a Super Mario (mucho más lineal, conservador y juguetón), incentivar la curiosidad y generar, ante todo, el espíritu de la exploración. Es de sobra conocida la anécdota que inspiró a la saga: la de su joven creador explorando las montañas y bosques a su alcance.

Ahora bien, ¿cómo generas esa exploración ad infinitum? Por definición, la exploración consiste en recorrer terreno desconocido y comprobar qué encuentras en él. Lo común por fácil e intuitivo es repetir el modelo hasta perder la frescura original, y no será por pocas ocasiones en las que ha sucedido en Zelda —véanse las críticas a Skyward Sword (Nintendo, 2011)—. No obstante, ofrecer siempre una sorpresa contradice la misma búsqueda de fidelidad; si no hay una base reconocible donde volver, ¿cómo vas a identificar la franquicia como un ecosistema sólido, y no como un conjunto arbitrario de normas? Necesitas cierta familiaridad en sus características, así como maniobrabilidad y flexibilidad. Partiendo de una empresa tan conservadora y controladora como Nintendo, es sorprendente que tantas entregas hayan estado a la vanguardia de la industria a la hora de marcar el camino a seguir. Es casi como si el mismísimo espíritu de Link hubiese insistido en meterse en bosques oscuros e inexplorables, dispuesto a encontrar las respuestas que nadie se atrevía a buscar.

No es una coincidencia. Cada entrega de la franquicia es obra de sí misma, con una ambientación flexible y adaptable. Da igual cómo sea el tono del título anterior, puede cambiar radicalmente y encajar dentro de su propio mundo, maniobrar con agilidad sin traicionar sus firmes principios.

Sucede que, gracias a su naturaleza de no-linealidad, Zelda entiende como pocas sagas un concepto vital para el funcionamiento de los grandes ecosistemas narrativos: la narrativa direccional, algo inherente al ser humano y a su manera de contar historias.

NARRATIVA DIRECCIONAL

Siempre hemos entrelazado ficciones. El ejemplo más obvio son las mitologías. La base cultural de las creencias de distintos pueblos eran relatos que se enmarcaban en un mismo contexto ficcional. Había variantes, por supuesto, pero en general las historias acababan conviviendo en un universo común. Es entendible desde el marco sociológico; las mitologías eran la base (y consecuencia) de la cultura compartida de incontables personas, historias que debían poner en común a la hora de construir una identidad colectiva, consciente o no. Algunas historias surgirían por separado y se fusionarían con las demás conforme se produjese el intercambio cultural, otras se incorporarían conscientemente a la mitología ya establecida. Sea como fuese, cuando varias comunidades humanas se juntaban, así lo hacían sus ficciones. Las mitologías que nos han llegado se perciben como bloques muy sólidos, diseñado y entrelazados a consciencia, pero son el resultado orgánico de la interacción de narradores de distintas zonas, épocas, con afinidades que lentamente se iban sintonizando y aclimatando. El resultado se fue sedimentando hasta dar lugar a lo que conocemos como mitologías.

Zelda tiene muy presente la importancia de construir su narrativa sobre lo mitológico. Desde el primer juego hasta Breath of the Wild (Nintendo, 2017) —que rescata esto a consciencia­—, siempre existe la sensación de que el reino de Hyrule es ancestral, lleno de magia, secretos y la herencia de unas leyendas cuyo origen no alcanzamos a vislumbrar. A nivel estético, las ruinas se muestran omnipresentes incluso en el primer juego cronológico, Skyward Sword. La narrativa ambiental también contribuye conscientemente, escondiendo suficiente información para que no deje de haber preguntas. Siempre hay algo anterior a lo que remontarse, misterios sobre los que solo se pueden hacer conjeturas y que, incluso, varían en según qué entregas juguemos. Si leemos el manga donde se narra la existencia del primer Link, incluso entonces se obvia una explicación de los orígenes de las primeras organizaciones y sucesos. En nuestra posición privilegiada podemos vivir varios de los momentos más relevantes y entender los puntos clave, pero desde dentro, los personajes viven reaccionando a toda la mitología hyliana y retroalimentándola en cada entrega.

Esa secuencialidad es lo que podemos categorizar como narrativa vertical. La narrativa vertical es aquella que cuenta una serie de eventos producidos en serie con causalidad entre ellos, independientemente del conocimiento del receptor de los eventos desencadenantes, y de la linealidad con la que se cuente dicha historia. Es la dirección narrativa más intuitiva para nosotros, dada la causalidad del mundo en el que vivimos y la perspectiva subjetiva por la que lo percibimos. Construimos en torno a lo que conocemos, y continuamos los eventos. En el caso de las líneas temporales de Zelda, cada una de ellas está construida en secuencia. Phantom Hourglass (Nintendo, 2007) sucede después de Wind Waker (Nintendo, 2002), y después, tenemos Spirit Tracks (Nintendo, 2009). Podemos encontrar toda la cronología oficial con facilidad y ver la continuidad y coherencia tonal.

Representación visual: la ramificación central demuestra que no es necesario mostrar una sola línea de eventos mientras estén conectados.

El problema de la mayoría de franquicias que buscan esa conexión es que se centran demasiado en la linealidad en vez de tejer esa red de eventos. No es ilógico, la historia original que ha capturado la atención del público no tiene por qué extenderse hacia productos paralelos. Por eso, lo más usual es poner una causalidad previsible que acaba asesinado las posibilidades de la franquicia. En la estructura seriada los eventos y personajes se encarrilan inevitablemente hacia otros. La libertad creativa queda restringida por la causalidad, y la necesidad de sorprender a los consumidores genera tensiones con lo confortable de las características ya establecidas. Al final, esa tendencia expansiva acaba chocando con otra necesidad: la de llegar a una conclusión, un cierre a toda la serie de eventos. Véase que casi toda mitología incluye un final del mundo, incluso cuando el mundo en el que teóricamente ocurriría (el nuestro) seguía activo en el momento de crearse esos mitos.

Cuanto más compleja sea esa serie de eventos, más difícil será darle un cierre satisfactorio. Sin embargo, cerrarlo implica acabar con las posibilidades de la franquicia. Es un problema que tarde o temprano acaba enfrentando cada franquicia con la narrativa vertical: su causalidad inherente. El espacio de posibilidades es limitado. Si quieres introducir nuevos elementos necesitas enlazarlos muy bien con los anteriores y encontrar huecos donde encajen sin causar incongruencias. Es el equivalente a construir en un edificio que crece y crece hacia el cielo. Seguir construyendo indefinidamente implicará un riesgo de derrumbe. Algunas franquicias como Star Wars han sufrido el precio de los errores en este contexto, como la conflictiva respuesta del público de la nueva trilogía de Disney.

Incluso Zelda ha vivido ese conflicto. Skyward Sword fue tan lineal, en parte, por esa necesidad de corresponder al comienzo de la narrativa vertical. Se trataba de la primera obra sobre la que vino lo demás y, por lo tanto, había que tener sumo cuidado con la libertad creativa que se tomaba. Esa constricción permeó hasta a nivel mecánico, obligando a los jugadores a la linealidad narrativa y mecánica que tanto se criticó. Aunque podría haberse abordado de forma distinta, el resultado de la presión es obvio.

Desde ese punto de partida, hay tres posibilidades: construir hacia el infinito y pensar en las renovaciones futuras del edificio (continuar la narrativa vertical), derrumbar el edificio para construir de cero y eliminar gran parte de las limitaciones (reboots)…o construir, simplemente, alrededor. Sabemos que, aunque las infraestructuras necesitan renovarse, todas las ciudades crecen horizontalmente.

Ahí es donde eclosiona la narrativa horizontal. Podríamos definirla como aquella que se desvincula de una serie de eventos ya creados, creando secuencias paralelas fuera de la línea narrativa anterior. Dichos eventos no coinciden necesariamente en el espacio y el tiempo, aunque pueden tener un origen común y pertenecer al mismo universo diegético. Ambas narrativas pueden coexistir sin que sus cambios tonales y argumentales supongan un choque, puesto que son percibidas como secuencias paralelas y no seriales.

No obstante, habría que diferenciarlo del concepto de trama horizontal: historias que interactúan entre sí dentro de una misma linealidad. Mientras las tramas horizontales son diegéticas y funcionan dentro del mismo armazón de la narrativa secuencial, la narrativa horizontal no tiene necesariamente una conexión mayor que la temática dentro del mismo ecosistema. La narrativa horizontal es la divergencia de esa línea secuencial a otra distinta, sucediendo inevitablemente en ecosistemas narrativos.

La clave está en la ausencia de conexión entre las distintas líneas narrativas, sean mundos paralelos o reinterpretaciones.

Sin embargo, en determinados aspectos las distintas líneas narrativas podrían coincidir. Puede que ambas líneas estén funcionando en el mismo universo espacio temporal o puede que se busque colisionar ambos universos diegéticos. Ese encuentro entre ambas narrativas es lo que llamaríamos narrativa diagonal, una narrativa puramente metatextual en la que dos o más series de eventos aparentemente independientes interactúan entre sí y conforman una narrativa vertical común. Usualmente, si esos dos universos son percibimos como distintos, lo llamaríamos crossover.

Los líneas distintas coinciden y, tras compartir unos pocos eventos, suelen separarse.

Todos estos posibles rumbos, en todas sus combinaciones, conforman una forma única de hacer narrativa: la direccional. Podríamos definirla por la manera en la que se desarrolla la estructura de un ecosistema narrativo en cuanto a la interacción de sus eventos, internos y externos. No solo permite un nuevo espacio para desarrollar las bases de la ficción en todas las posibles direcciones; también supone una nueva forma de contar historias imposibles en un sistema absolutamente rígido. La limitación de la causalidad desaparece, abriendo un espacio de posibilidades antes inexistente. Desaparece la necesidad de validar una sola versión de los hechos como la válida, y se origina una ramificación muy intuitiva y, en cierto modo, inevitable.

Si parece algo innato que no requiere una clasificación es porque forma una parte esencial de nuestra manera de desarrollar ficción. Los mitos no nacen como un relato sólido e imperturbable, sino que se reconstruyen, deforman y solapan en sus múltiples variantes. Siempre que una historia se extienda en un terreno suficientemente amplio, las variantes surgirán y formarán parte del ecosistema. A menos que una autoridad intente destruir una de las variantes para implantar una agenda ideológica, es inevitable que se desarrollen dichas ramificaciones de las historias originales y que pervivan, aunque se extinga la versión original, la narrativa vertical que dio origen a determinado relato. Jamás sabremos cual fue la primera versión del personaje de Zeus contada alrededor de una hoguera, pero su legado sigue vivo, ramificándose y actualizándose a cada versión.

La mayoría de sagas que recurren a la narrativa direccional lo hacen sin percatarse de ello. Reimaginaciones como la franquicia (por ahora, de una narrativa firmemente vertical) God of War usan un universo narrativo para contar una versión de los hechos desligada de la anterior y profundamente enlazada con la forma en la que percibimos los mitos. Cada época de James Bond refleja características y temas ligeramente distintos, por ejemplo, la época de Daniel Craig es muy autoconsciente de rasgos culturales como el machismo, y toman un enfoque diferente. No es necesario que sus creadores busquen una excusa argumental para generar dichas variantes, porque estamos entrenados para procesar distintas versiones de la misma ficción, un patrón que evoluciona culturalmente como los memes de los que tanto hablaba Richard Dawkings en El gen egoista (1976). Mientras ambas líneas narrativas se sostengan por sí solas, la narrativa horizontal jamás exige que exista una razón para la ramificación. Simplemente, su coexistencia se da por sentada en el ecosistema del que forman parte.

Una señal inequívoca de los ecosistemas narrativos son las reinvenciones a través del tiempo.

Otras, sin embargo, usan esta narrativa horizontal a plena consciencia. El género de superhéroes ha cultivado el concepto del multiverso, especialmente representado por DC, Marvel y sus respectivos ecosistemas cinematográficos y potenciado la narrativa diagonal, haciendo de sus crossover eventos multitudinarios. Final Fantasy suele construir una nueva línea narrativa con cada entrega numerada de la serie, permitiendo una flexibilidad que le permite cerrar sus narrativas verticales con certeza sin unirlas diegéticamente. El Cosmere, universo literario de Brandon Sanderson, usa distintas líneas narrativas cuya serialidad no influye directamente en los demás eventos; la mayoría de obras transcurren en planetas separados, en ocasiones con miles de años de diferencia en el tiempo, solo para acabar interactuando diagonalmente.

Zelda es tan característica en su tratamiento de la cronología porque usa todos los métodos posibles para jugar con esa narrativa. En concreto, se ve ejemplificada en dos de sus obras más significativas: Ocarina of Time (Nintendo, 1998) y Breath of the Wild. Pero de cómo cristaliza todo su universo Ocarina of Time y de la libertad creativa de Breath of the Wild hablaremos en el siguiente capítulo.