La didáctica en el santuario de la espada de Breath of the Wild


El enemigo más poderoso que uno puede encontrarse en The Legend of Zelda: Breath of the Wild (Nintendo, 2017) es, sin lugar a dudas, el centaleón: un centauro con cabeza de león, dos o tres veces más grande que Link y con una enorme barra de vida. Sin contar a jefes como los hinox o los petraroks, que no se comportan como enemigos corrientes, los centaleones son los monstruos más temibles del juego. Mi primer encuentro con uno de ellos tuvo lugar en la cima del Monte Trueno, cerca de Cabo Valiente, en lo alto del dominio de los zora, al norte de Lanayru. El combate fue largo y agotador. Me obligó a fijarme en cada uno de sus movimientos, me quedé sin flechas y la mitad de mi arsenal quedó destruido. Cuando al fin lo derroté, me sentí exhausto y realizado a partes iguales. Había entendido cuándo y cómo atacar y había logrado trazar una estrategia. Tenía una técnica ―larga y tediosa―, que fue la que empleé con todos los demás centaleones que me fui encontrando en adelante. Hace pocos días me enteré de que basta el impacto de una sola flecha ancestral para que cualquier centaleón caiga derrotado en el acto; exactamente igual que en la famosa escena de El Cairo en En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981).

Seré sincero: no soy especialmente creativo a la hora de jugar. Acabo perdiéndome detalles como estos por eso mismo. Tampoco soy un completista. Salvo en raras ocasiones, no exploro los juegos al máximo, y suelo huir de esos iconos esparcidos como con salero por los mapas de Ubisoft. Del mismo modo, no tengo especial interés en retos de dificultad desorbitada, de esos que exigen un considerable tesón, mucho tiempo y notable destreza a los mandos. Son cosas que no me llenan en un videojuego. Ahora bien, mis últimas 15 horas con un juego este verano las he pasado en un pequeño reto de este tipo, de esos que están de relleno y que consisten en matar a un montón de enemigos del tirón. Ha sido en el santuario de la espada, en Breath of the Wild, y tengo la sensación de que esta pequeña joya se está pasando por alto.

La obra magna de Eiji Aonuma y compañía dice haber dado un golpe sobre la mesa para separar la paja del grano, la convención de la esencia. Me encantaría discurrir otro día sobre qué es realmente esencia y qué es convención en Zelda. No obstante, limitándonos al resultado, su vasto mundo se antoja a ratos vacío, sus escarpadas cumbres meros montículos de bonitos polígonos y, pese a sus sobrecogedoras vistas, sin un jugador creativo sus mecánicas pueden resultar repetitivas y su historia pobre y escasa. El verdadero acierto estriba en que Breath of the Wild plantea un sistema de mecánicas interconectadas tan potente como intuitivo y un enorme mapa para darle al jugador mil oportunidades de contar su propia historia. Las decisiones de diseño de Nintendo en pos de esas innumerables posibilidades de jugabilidad y narrativa emergente son tan encomiables como efectivas; incluso a costa de perder por el camino todos los progresos hechos en materia de diálogo, narrativa y construcción de la épica fantástica.

Con todo, no puedo evitar mostrarme escéptico ante la aplastante unanimidad de la crítica. Hay varios aspectos en los que discrepo. Uno de ellos es la dificultad. Seré sincero de nuevo: Breath of the Wild no es un juego difícil. Esto no es necesariamente negativo, pero no es difícil. «El Dark Souls de Nintendo» no es tal cosa, y mucho menos su sistema de combate. Al principio uno muere, pero porque comienza su periplo casi desnudo e inerme y porque durante las primeras horas aún se están asimilando los controles y los límites de la inteligencia artificial enemiga. Una vez medianamente equipados, listos y en guardia, los combates son vistosos y entretenidos, pero nunca excesivamente retantes. La curva de dificultad en el combate es muy adecuada hasta que, llegado un punto, el jugador atraviesa el horizonte de sucesos y su habilidad crece más rápido que la de los enemigos, en los que lo único que aumenta es su barra de vida en lugar de su pericia. Deja de haber verdaderos obstáculos. Acaso los guardianes, suponiendo que carezcamos de las flechas adecuadas y una montura desde la que disparar.

Durante la primera mitad de la aventura las armas se rompen rápido, los escudos resisten escasos golpes y los arcos disparan poco y mal. Se obliga al jugador a aprovechar el entorno y las habilidades de que dispone. Es necesaria cierta creatividad o, en su defecto, suficiente resistencia para huir corriendo. Poco después, con armas más apropiadas y bien pertrechado, uno puede resolverlo todo con fuerza bruta, sin ni siquiera ser especialmente hábil en la esquiva de los golpes. Los jugadores más creativos seguirán sacando provecho de las posibilidades del entorno y continuarán planificando cuidadosamente cada enfrentamiento. Imagino que debe de ser genial poder hacer eso. A los que carecemos de tanta inventiva las herramientas que Nintendo pone a nuestra disposición nos sirven de más bien poco.

En cierta medida, el santuario de la espada viene a aliviar ligeramente la situación de esos jugadores que, como yo, no sentimos la necesidad de poner a prueba los sistemas a cada paso que damos. Al mismo tiempo, supone un desafío atractivo para aquellos que creen conocer todos los secretos del título. Se trata de un conjunto de 48 salas divididas en tres zonas (inicial, intermedia y final), en las que se encuentra una completa selección de monstruos y jefes. Comenzamos totalmente desnudos, desarmados y con el inventario vacío. Para pasar a la siguiente sala es necesario derrotar a todos los enemigos de la anterior. Morir en cualquier punto entre el principio y el final de cada zona significa tener que volver a empezar desde la primera sala.

El santuario de la espada pasó bastante desapercibido cuando salió el pasado junio junto con la primera expansión de pago, Las pruebas legendarias, parca en contenidos y que cayó rápidamente en el olvido. Lo cierto es que el santuario era lo más llamativo de la expansión y, sin embargo, no se ha hablado demasiado de él. Resulta de algún modo lógico, teniendo en cuenta que lo verdaderamente interesante llega en el segundo DLC y que, sobre todo, se esperaba que lo que aportaran estos niveles no fuera nada nuevo en la saga. Además, la idea sobre la que se fundamenta el santuario tampoco resulta a priori tan innovadora incluso dentro del propio juego. La Isla Frontia, en el mar de Necluda, ya planteaba un reto muy similar sin tener que recurrir a ningún DLC.

El precedente al santuario de la espada lo encontramos en la cripta de los monstruos, situada en un peñasco de Isla Initia, en The Wind Waker (Nintendo, 2002). La cripta consta de 51 salas cortas, rápidas y sin ningún puzle, que alberga también una selección de enemigos que hay que derrotar para avanzar al siguiente nivel. El entorno no cambia según vamos descendiendo, y se trata de continuar hasta encontrar un cofre con el mapa de uno de los ocho fragmentos de la Trifuerza. La cripta de los monstruos no precisa de astucia; basta con conocer los puntos débiles de cada enemigo, cierta destreza y paciencia. Cuatro años después, Twilight Princess (Nintendo, 2006) repetiría este mismo planteamiento con la caverna de las pruebas, cuyas 50 plantas subterráneas constituyen un desafío idéntico al de The Wind Waker.

Tanto la cripta de los monstruos de The Wind Waker como la caverna de las pruebas de Twilight Princess son zonas aisladas pensadas ex profeso para contentar a los jugadores más exigentes. Estos podían enfrentarse de este modo a desafíos más complicados sin obligar a los desarrolladores a elevar la dificultad de todo el juego. Generaban así un cierto reto extra en una saga que, en lo demás, había ido bajando el listón en términos de complejidad. Al final, no obstante, todo se reducía a acabar con un montón de monstruos. El desafío de Isla Frontia, por otro lado, busca el contraste mediante la ruptura con la rutina del juego. Su diseño pretende emular nuestras primeras horas de juego en condiciones más extremas, en un bioma compacto y aislado en el que se mezclan muchos obstáculos, enemigos y pequeños puzles. Tantas variables que la experiencia acaba volviéndose del todo confusa. No es por tanto erróneo pensar que el santuario de la espada de Breath of the Wild bebe de todo esto y pretende contentar a los usuarios más exigentes, pero es mucho más que eso: el santuario sirve para aprender.

En realidad, no es difícil ver similitudes entre el planteamiento de aprendizaje del santuario y el discurso de Sébastien Hock-Koon en su ensayo Viaje iniciático a la partida legendaria (2011), en el que desgrana el funcionamiento de la curva de dificultad y la curva de aprendizaje en Halo: Combat Evolved (Bungie Studios, 2001). Para Hock-Koon, el aprendizaje en un videojuego es incierto y se fundamenta en el interés del jugador por superar un problema. Mientras no exista ese interés no se dominarán más que las aptitudes básicas. Los generadores de interés son los obstáculos a los que se enfrenta el jugador, que son parte de un interés mayor: la recompensa de llegar al final. Un mismo obstáculo ―y, por tanto, un mismo generador de interés―, puede dar lugar, no obstante, al desarrollo de aptitudes distintas. Un jugador decidirá enfrentarse al problema dominando la técnica A, mientras que otro podrá hacerlo perfectamente mediante la técnica B. Lo que comparten ambos jugadores es que, hasta llegar al obstáculo, ninguno se interesó por profundizar en esas aptitudes.

Un abecedario se queda muy corto para denotar todas las aptitudes que el jugador puede aprender en Breath of the Wild. Además, entra en juego el componente del mundo abierto. En Zelda, el orden en que se afrontan los desafíos es decisión del jugador, y, por tanto, el orden en que se irá topando con los obstáculos, esos generadores de interés, no es ni estricto ni mucho menos el mismo para cada persona. El orden en que se adquieren las aptitudes es mucho más incierto que en cualquier otra obra, aunque eso Nintendo ya lo sabe.

La principal aptitud a adquirir en el juego es, en sí misma, la navegación del mundo que Nintendo pone ante nosotros, que trae implícita la interacción con el mismo. De este modo, mucho de lo que podemos hacer en combate se deriva de lo que podemos hacer al movernos. Así las cosas, es el propio mundo el que funciona como generador de interés. En momentos puntuales, el juego aporta ciertas ayudas y breves recordatorios de los controles, pero confía en que la experimentación haga su parte y lleguemos a dominar un buen número de aptitudes por nosotros mismos.

En cierto modo, funciona. Cualquiera que lo haya terminado sabe desenvolverse en combate, pero, en muchas ocasiones, pasará por alto mucho de lo que los sistemas a su disposición le ofrecen. En este contexto, el santuario de la espada funciona casi como una zona de entrenamiento, una especie de ente aislado del resto del juego en el que aprender sobre lo que hay fuera a marchas forzadas; un espacio de construcción lineal en el que explorar la no linealidad para la que han sido diseñadas las mecánicas. A diferencia de lo que hacían The Wind Waker y Twilight Princess, el santuario de la espada cuenta con niveles que han sido diseñados con premeditación, en los que se han colocado estructuras, construcciones, vegetación, trampas, plataformas y, por supuesto, enemigos. Todo ello siguiendo una determinada lógica que admite múltiples vías para dejar un reguero de bokoblins muertos a nuestras espaldas. Sirve para que aprendamos, al tiempo que somos evaluados.

A lo largo de sus 48 salas, he visto y aprendido cosas que creía imposibles. He contemplado cómo un carcaj con 90 flechas resultaba ser insuficiente; cómo caballos del ejército de los muertos subían hasta lugares en los que me creía a salvo; cómo las físicas ejercían sobre mis bombas trayectorias muy distintas de las esperadas, pero igualmente letales. He aprendido a asar alimentos con lo que tenía a mano, he descubierto que el movimiento circular con el garrote es una forma muy eficaz de acabar con un guardián, me he encontrado a mí mismo portando una lanza de fuego a la espalda para no morir congelado y he asistido sorprendido a la volatilización instantánea de un centaleón por el impacto de una flecha ancestral.

A muchos jugadores estas proezas se les antojarán, a buen seguro, pequeñeces, detalles sin importancia que dominan con naturalidad. Con todo, no me cabe duda de que, al igual que Hock-Koon en Halo, ellos habrán desarrollado otras aptitudes igual de válidas durante estos niveles. Por otro lado, el santuario sirve también para mostrarnos lo mucho que aún no controlamos. Sé, por ejemplo, que no domino el uso de las recetas para cocinar platos que me bonifiquen con ataques más fuertes o mayor defensa. Me sería útil, pero de momento puedo apañármelas conociendo lo justo y he preferido profundizar en otras habilidades. Asimismo, todavía me queda un largo camino que recorrer en el uso de una habilidad tan básica como la parálisis de objetos y enemigos, con la que los speedrunners obran asombrosas maravillas.

El santuario de la espada es, con la salvedad de las cuatro mazmorras y los compactos santuarios, el segmento más lineal y cuidadosamente diseñado que plantea Breath of the Wild. Precisamente por eso resulta tan sorprendente que sea el lugar idóneo para profundizar en sus mecánicas, así como para contar nuestra propia historia de supervivencia en un formato más intenso. Seis meses después del lanzamiento, sigue siendo harto relajante cabalgar por la llanura de Hyrule al atardecer, pero algunos de los momentos más épicos y memorables los he pasado dentro del santuario de la espada. Como en aquella partida en que me quedé sin flechas y tuve que arreglármelas con una lanza a punto de romperse para acabar con un guardián volador.

Al final, la recompensa obtenida por superar las pruebas es lo de menos. Mi Espada Maestra brilla ahora en todo momento e inflige 60 puntos de daño a todos mis oponentes, pero no es más que el recuerdo de todo lo que ocurrió en el camino. Resulta evidente que Breath of the Wild no solo ha sabido reinventar el mundo abierto, sino que ha demostrado saber complementar los planteamientos lineales y no lineales para enseñarle al jugador todo lo que aún no conoce de sus sistemas. Para, en definitiva, adentrarlo un poco más en lo insondable de su mundo; para hacerle sentir el aliento de lo salvaje.

Ilustración exclusiva de la portada: Paula R. Z.