La relevancia del autor en el videojuego


Una discusión que cualquier amante de los videojuegos ha tenido alguna vez (o varias veces) es esa en la que se argumenta si los videojuegos son arte o no. Sin embargo, para determinar si algo es o no es arte, primero habría que definir claramente cuáles son los requisitos para que una obra sea artística; y uno sería sin duda la autoría (más concretamente, autoría individual).

Obviamente, detrás de un videojuego, al igual que pasa con una película, hay varias personas trabajando: pueden ser tres o 3000, pero es casi imposible que un único individuo se encargue de toda la producción, al menos a partir de cierto nivel. Dentro de un equipo de desarrollo tiene que haber una persona que tenga claro hacia dónde va la obra, qué se quiere contar y de qué medios se dispone (mecánicas, narrativa, banda sonora, diseño, ambientación…); esa persona debe coordinar a todo el equipo para construir una obra final lo más parecida posible al concepto original que ideó en su mente.

Diría que un videojuego sin esa figura pensante, llamémosla director, nunca podría alcanzar la categoría artísitica: sería simplemente artesanía. Básicamente, porque es imposible que todo un equipo se ponga de acuerdo en algo tan personal como la expresión artística (qué se quiere contar con la obra y cómo contarlo), y por tanto, el resultado sin un director es un producto comercial, mero entretenimiento. No tiene por qué ser algo malo, hay público para todo tipo de contenido, y a veces uno solo quiere apagar el cerebro y descansar un rato jugando a cualquier cosa; pero sin autor, no hay arte.

Durante muchos años, la figura del director se ha camuflado tras el nombre del estudio, una verdadera pena porque, al fin y al cabo, ¿qué significa un estudio? Puede significar cierto estándar de calidad o cierto tipo de juegos, pero no puede decirnos de qué mente sale el mensaje principal.  Algunas personalidades muy reconocidas como Hidetaka Miyazaki o Hideo Kojima han intentado dar más relevancia al videojuego de autor (en el caso del segundo, llegando a un punto de autobombo que roza la idolatría hacia uno mismo), pero lo cierto es que, hasta hace muy poco, eran una excepción.

          

En 2015 ha habido un gran cambio de rumbo en este sentido; tal vez un cambio de cuya relevancia no seremos conscientes hasta que la perspectiva de los años nos permita ver las cosas con más claridad. 2015 ha sido el primer año en el que muchos de los títulos más relevantes vinieron  asociados a un autor. Dejando de lado los juegos de los ya citados anteriormente Kojima y Miyazaki (MGS V: The Phantom Pain y Bloodborne, respectivamente), destacan varios nombres como directores de algunos títulos del panorama indie: ahí está Sam Barlow con Her Story, Toby Fox con Undertale, Ojiro Fumoto con Downwell o Davey Wreden con The Begginer’s Guide (aunque este ya venía de otro videojuego de autor con The Stanley Parable).

Merece la pena detenerse un momento a reflexionar más detenidamente en el papel de Davey Wreden como autor. Si bien es cierto que el resto de nombres mencionados en el párrafo anterior son extraordinariamente influyentes en (o más bien, definitorios de) su propia obra, en el caso de Wreden la autoría es todavía más determinante. Esto es porque The Begginer’s Guide no es una idea del autor, sino que el juego es el autor. Wreden utiliza este título para contarle al mundo por qué procesos ha pasado su mente tras el lanzamiento de The Stanley Parable, como una vía de escape y de expresión. Al igual que un músico compone una pieza para hablar de su depresión o un poeta escribe unos versos para contar sus amores, Wreden está exteriorizando su sentimientos, solo que elige el videojuego como medio, no menos válido por menos tradicional. Esto convierte automáticamente a The Begginer’s Guide en una obra única e irrepetible, ya que tanto los sentimientos como los pensamientos nunca se repiten exactamente igual. Otro ejemplo con este mismo tipo de autoría es That Dragon, Cancer, en el que Ryan y Amy Green narran su experiencia tras perder a su hijo Joel, que murió de cáncer con tan solo cinco años. Este tipo de juegos son particularmente interesantes porque nos permiten conocer al autor (o al menos una parte de él), a través de su obra, sin necesidad de saber nada más.

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No cabe la menor duda de que es una estupenda noticia que todos estos autores hayan ganado relevancia a lo largo de 2015, pero sigue sin ser suficiente. Sigue sin ser suficiente porque frente a seis nombres propios que se asocian a seis juegos, hay decenas (o incluso centenas) de títulos conocidos con una mente pensante detrás totalmente desconocida.

Con todo esto no quiero decir que se deba olvidar el trabajo colectivo que hay detrás de cada juego. Tratar de dar más relevancia al autor en una obra no es obstáculo para que los títulos de crédito incluyan las decenas, centenas o incluso los miles de nombres que hayan intervenido. El cine ha funcionado así desde sus orígenes y no ha habido ningún problema. Incluso, en algunos casos muy puntuales, la autoría puede ser compartida por dos o incluso tres nombres, como ocurre en el mencionado That Dragon, Cancer. No es lo habitual, porque es muy complicado que varias personas converjan en torno a puntos de vista tan parecidos, pero puede suceder, especialmente cuando esos autores han pasado por una misma experiencia.

Lo importante es que podamos distinguir entre quién concibe y madura el juego, y quién se limita a convertir esas ideas en líneas de código, dibujos o guión (que también tiene mérito, por supuesto). Una vez que los papeles estén claramente diferenciados, debemos reivindicar los nombres de los autores, porque es importante que el sector tenga su propio Cervantes, Botticelli o Hitchcock, tanto para el desarrollo del propio medio (que puede tomar a partir de este punto un camino más respetable) como de cara a la galería (para ayudar a que el público empiece a tomarlos más en serio). Además, al fin y al cabo, la diferencia entre la empresa y el autor representa también las dos caras de los videojuegos, industria y arte, que no se deben separar, pero que debemos distinguir.