Do Not Feed the Monkeys: Las noticias nunca hablan del tiempo


«Viernes, 17 de abril de 2009. Para los católicos, sexto día de la Octava de Pascua, los cristianos ortodoxos celebran hoy el Viernes Santo, los judíos comienzan el Sabbat con la puesta de sol, que en Sandomierz es a las 18:31. En Polonia, nada interesante. El primer ministro, Donald Tusk, firma una declaración en la que acepta donar sus órganos, aunque solo después de su muerte, cosa que desilusiona a la oposición. El pianista polaco Krystian Zimerman provoca un escándalo en Estados Unidos al anunciar que no volverá a tocar en un país cuyo ejército quiere controlar el planeta. En el extranjero, la Casa Blanca revela que Bush permitió las torturas a los presos; en Alemania, un coleccionista anónimo paga treinta y dos mil euros por unas acuarelas pintadas por Adolf Hitler; la policía escocesa hace público que entre sus trabajadores hay diez seguidores de la religión Jedi; Benedicto XVI critica el uso de los preservativos. En los cines se estrenan las películas Vicky Cristina Barcelona, de Woody Allen, y General Nil. El Legia de Varsovia gana en Gliwice al Piast por cero a uno y asciende al primer puesto de la clasificación liguera. En Sandomierz la temperatura máxima llega a los 20 grados, aunque por desgracia no es mérito del sol, porque el cielo está cubierto y llueve a cántaros […]» [1]

El autor polaco Zygmunt Miłoszewski, nombre clave en la renovación de la novela policíaca europea, arranca así cada capítulo de La mitad de la verdad (2011). Antes de empezar, fuera de la narración en sí, se encuentran estos fragmentos en los que se repasan los titulares. Viene a ser el eco de la radio que el personaje tiene encendida cada mañana antes de que se levante el telón y dé comienzo la acción. Los titulares parecen, además de reales, inofensivos, pero leídos con calma se convierten en noticias de lo más surrealistas; perfectamente creíbles y, a la vez, absurdamente ridículas. Tanto, que parecen sacadas del universo de Do Not Feed the Monkeys (Fictiorama Studios, 2018).

Tras unas horas jugando a lo nuevo de Fictiorama Studios —creadores de Dead Synchronicity: Tomorrow Comes Today—, la noción del tiempo se ve distorsionada y la única forma de discernir un día del anterior es a través del The New Truth, un tabloide que recoge los titulares del día. Durante mi primera partida pude ver noticias de lo más cercanas: «Elisabeth Walker Lee pide públicamente el voto para su marido: la única rival del presidente Walker, su propia esposa, ha hecho este llamamiento diciendo “no seáis tontos y votad a mi bizcochito”». O bien: «La última residente del centro de la capital se muda: Emma Starling, de 86 años, ha abandonado definitivamente su vivienda entre los abucheos de sus vecinos, turistas ocasionales». La evidente relación de las noticias del juego con acontecimientos reales da pie al humor, pero la gente de Fictiorama va más allá. Al igual que Miłoszewski, el juego aprovecha las noticias para construir y aderezar un mundo que no podemos ver y en el que, sin embargo, influimos.

Esos son, de hecho, los dos verbos fundamentales en el gran fuera de campo que constituye el juego: ver e influir. Lo que vemos en Do Not Feed the Monkeys se reduce, en principio, a dos planos fijos que se intercalan todo el tiempo: nuestro escritorio, por un lado, y el resto de nuestro apartamento, por otro. En la segunda de estas perspectivas tenemos la puerta del piso, a la que llamarán toda clase de personajes; está la cama, donde pasaremos menos tiempo del que deberíamos; y está el frigorífico, casi siempre vacío, porque ir al supermercado nos lleva una hora entera… y cuesta dinero. El otro plano es el del escritorio, desde el que se ve el borde de una ventana, el teléfono y el monitor del ordenador, elemento clave del juego.

El protagonista de Do Not Feed the Monkeys es esencialmente el propio jugador, que atraviesa no una sino dos pantallas para ponerse en la piel de un personaje totalmente anónimo que acaba de ser admitido, «tras un duro proceso de selección», en el Club de Observación de Primates. Este distinguido club pone a nuestra disposición la versión 2.1 del programa MonkeyVision. Gracias a él tendremos acceso en tiempo real a múltiples cámaras de vigilancia que muestran lo que están haciendo otros ciudadanos en sus hogares o sus lugares de trabajo. Vigilar el contenido de estas «jaulas» no es opcional. El reloj corre imparable y cada cinco días tendremos que haber comprado más cámaras, hasta un total de 25, para poder seguir en el club. Para pagar las nuevas cámaras, así como los 90 dólares de alquiler que nuestra casera nos exige puntualmente cada cuatro días, sin olvidarnos de la comida, será inevitable trabajar a deshoras en empleos temporales a cuál más precario. Eso nos deja cuatro o cinco horas de sueño si nos organizamos decentemente… y vuelta a empezar, porque el «mono» de la jaula cuatro espera una llamada a las 7:30 a la que debemos estar atentos si queremos enterarnos de qué le pasa.

Esa viene a ser, a grandes rasgos, la estresante rutina a la que se somete el jugador de Do Not Feed the Monkeys. En cada jaula, su cometido es verlo todo. Escuchando las conversaciones de sus personajes se van extrayendo nombres, ideas y adjetivos que quedan anotados en una libreta. Estos pueden usarse luego en el navegador web para buscar más información y dar con el nombre de los personajes, su profesión, su número de teléfono o su dirección. El proceso de investigación pretende, por un lado, calmar la sed de curiosidad del jugador, que se muere de ganas por saber quién es el nuevo «mono» al que puede vigilar. Pero, sobre todo, esta información es vital de cara a subsistir. De vez en cuando, el club nos enviará un correo proponiéndonos una oferta. Nos pedirán información sobre cierta jaula: el nombre del personaje, su profesión o su horario de trabajo. ¿A cambio? Cantidades de dinero que relajarán temporalmente el estrés de nuestra rutina. Ofertas que, por supuesto, aceptamos.

Aceptamos no solo por el dinero, sino también porque creemos —ilusos— que seguir las reglas que marca el club es la forma de aguantar más tiempo en el juego. Entre las condiciones para entrar en la organización, aceptamos que «toda interacción con los primates está prohibida». No alimentaremos a los monos. Claro que nadie dijo que el propio club no pudiese interactuar con ellos. Tras una primera partida de obediencia ciega al club y un giro reminiscente del final «básico» de The Stanley Parable (Galactic Cafe, 2013), uno se siente imbécil por no haber desobedecido antes. Así que volvemos a empezar, teniendo claro esta vez que el club no tiene por qué ser bienintencionado —ni siquiera con sus socios—.

Así, conscientes de los efectos de nuestra observación, dejamos simplemente de mirar y empezamos a influir. Una llamada telefónica al anciano filofascista de la jaula siete; un chivatazo al representante de una actriz a la que están robándole fotos desnuda; un aviso advirtiendo de que van a atracar un colmado; o un correo con información incorrecta para el propio club. El jugador comienza a actuar siguiendo su propia moral y la curiosidad de ver cuánta libertad tiene sobre los «monos». Se pierde la noción del tiempo, que pasa a estar sujeta a los horarios solapados de los individuos que observamos y a la imperante fecha límite que marcan el alquiler y las cámaras.

Lo cierto es que, al dejar de jugar, exhaustos, es inevitable preguntarse por qué nos sometemos voluntariamente a semejante estrés. ¿Acaso no tenemos ya una rutina lo suficientemente estresante en nuestra vida real? La respuesta no es trivial, porque el juego en sí no es perfecto. No podemos decir que sea un placer jugarlo, que sea un estrés dentro de un sistema fluido y adictivo. Los sistemas del juego no son todo lo precisos y flexibles que nos gustaría. La información que podemos recopilar está muy limitada a lo programado. Pese a contar con diálogos entretenidos, certeros y bien escritos, las conversaciones acaban siendo un montón de líneas de texto sobre las que hacer clic. Solo podemos extraer información de aquellas frases que están resaltadas. Da igual que tengamos una compresión mayor de la escena; si no hay frases resaltadas no podremos copiarlas a nuestro cuaderno para luego encadenar búsquedas en la red y expandir la información. Las jaulas tienen un recorrido relativamente corto, y una vez se deduce quién es el mono, dónde vive y cuál es su teléfono, la jaula da poco más de sí. Su gestión del lenguaje se limita a lo programado y en las más misteriosas de las escenas basta con hacer clic sobre todo lo resaltado y luego probar todas las posibles combinaciones en el buscador hasta dar con más información. Puramente mecánico.

Y, sin embargo, seguimos jugando. Nos prometemos que en cuanto termine el día lo dejamos, pero seguimos un poco más. Un día más. Y otro. Y el siguiente. Y hemos desbloqueado más cámaras, así que estaría bien ver qué hay en ellas. Do Not Feed the Monkeys nos vuelve adictos a unos sistemas limitados e imperfectos que constituyen un placer frustrante y estresante. Y, con todo, allí seguimos. La curiosidad por saber qué se esconde en cada jaula es enorme. Y, en realidad, estábamos advertidos. En la pantalla del título suena el famoso dueto del primer acto de La traviata de Verdi (1853). En él, Alfredo Germont le confiesa su amor a Violetta. Un amor que, como nuestra relación con los «monos», apareció un día de pronto y se convirtió en obsesión. Una obsesión misteriosa, a la vez cruz y delicia: Un dì, felice, eterea, / Mi balenaste innante, / E da quel dì tremante / Vissi d’ignoto amor. / Di quell’amor, quell’amor ch’è palpito / Dell’universo, Dell’universo intero, / Misterioso, Misterioso altero, / Croce, croce e delizia, / Croce e delizia, delizia al cor. («Un día, feliz, etérea, / apareciste frente a mí / y desde entonces, temblando, / vivo de amor desconocido. / De aquel amor que es / [latido] del universo, del universo entero, / misterioso, misterioso y orgulloso, / cruz, cruz y delicia / cruz y delicia, delicia en el corazón») [2].

Tan absorto está uno que no se fija en este detalle del principio. Tan concentrado en llegar a pagar el alquiler, en saber cómo se llama la chica de la jaula diez y en dormir tres o cuatro horas, que no repara en que, pese a todo, fuera sigue haciendo un sol radiante. Por el resquicio de la ventana, nunca se ve llover. Decía al principio que, al estilo de Miłoszewski, el juego emplea el noticiario de cada mañana para dar valor a un mundo que no vemos del todo y en el que, sin embargo, influimos constantemente. Las noticias son clave en el gran fuera de campo que construye Do Not Feed the Monkeys porque nos hablan de lo que hay más allá de las cuatro paredes entre las que estamos encerrados, desde las que solo se ve el exterior por una ventana. Una ventana desde la que siempre se ve un sol espléndido que lleva a preguntarse si es de verdad y no un decorado que alguien va cambiando; si hay de verdad un apartamento y una casera, un vecino pesado y un cartero miope, y si, en última instancia, no hay una tercera persona vigilándonos, al estilo de los personajes de Pierre Lemaitre en Vestido de novia (2008), que creen estar volviéndose locos mientras un tercero los observa.

Al igual que las novelas de Miłoszewski, Fictiorama construye un mundo del que vemos mucho y a la vez nada. Un ambiente denso y estresante del que no está muy claro si queremos huir o quedarnos para siempre. Se trata de un juego con tantos secretos y recovecos que uno nunca sabe cuánto ha visto y cuánto ha pasado por alto, lo que lo invita a empezar de nuevo y rejugarlo. Siempre metido entre esas cuatro paredes, cambiando entre las únicas dos perspectivas del piso y las cámaras del MonkeyVision, a las que, seamos sinceros, uno se acaba enganchando hasta el punto de no mirar por la ventana. Pasa otro día, pagamos el alquiler, vigilamos las cámaras, y ahí sigue también el sol, del que nunca hablan las noticias porque nunca hablan del tiempo. En Do Not Feed the Monkeys siempre hace sol. No como en la pequeña ciudad de Sandomierz, al sudeste de Polonia, donde la temperatura máxima llega a los 20 grados, aunque por desgracia no es mérito del sol, porque el cielo está cubierto y llueve a cántaros.

REFERENCIAS:

  • Miłoszewski, Zygmunt (2011), La mitad de la verdad, traducción al español por Francisco Javier Villaverde González para Alfaguara (2016) — Adaptado.
  • Traducción al español de Wikipedia, consultada el 21 de noviembre de 2018.