La estigmatización del «otro» en Sunset Riders


Puede ser que para muchos treintañeros Sunset Riders (Konami, 1991) haya sido uno de los primeros shoot’em up de 16 bits ambientado en el viejo oeste. Para quienes pudimos probarlo en su momento, como suele suceder cada vez que vemos por primera vez un juego que se encuentra en la vanguardia de su época respecto a gráficos y jugabilidad, fue una experiencia visual y sonora impresionante, nunca antes vivida en una consola casera en los lejanos inicios de los 90. Como muchos sabrán, Sunset Riders es un videojuego arcade lanzado el 4 de septiembre de 1991, luego adaptado para Mega Drive/Génesis en noviembre del 92, en Norteamérica, y posteriormente en mayo del 93, en España. Asimismo, en octubre de ese mismo año fue adaptado para SNES —versión a la que me refiero en este artículo—, estrenándose en Norteamérica y lanzado poco después en enero de 1994, en España.

A simple vista, Sunset Riders es un título de plataformas y shoot ‘em up en el que se puede jugar con uno o hasta con cuatro jugadores dependiendo de la versión; pero este texto no espera de ninguna manera describir las características generales del juego, sino realizar una pequeña reflexión acerca de algunos elementos específicos de la obra que muy probablemente pasaron desapercibidos para muchos de nosotros. El juego comienza de manera intempestiva: el jugador dispara sin saber en realidad a quién le está disparando o por qué razón lo está haciendo. No obstante, ¿qué importancia tiene preguntarse esas cosas si lo que queremos es darle a todo lo que se mueve antes de que nos disparen a nosotros? Toda la narrativa y el diseño del juego es una adaptación de los filmes hollywoodenses del viejo oeste, donde el vaquero gringo, por lo general, es el bueno de la película. Hay escenas en paisajes desérticos, tiroteos y todo lo que un western posee, desde persecuciones en caballos, hasta asaltos a estaciones de trenes. Los protagonistas son cuatro caza recompensas: Steve, Billy, Bob y Cormano, quienes buscan reclamar las retribuciones más jugosas ofrecidas por atrapar o eliminar a los forajidos más peligrosos y buscados del Oeste. Cada uno de los escenarios empieza con el legendario cartel de «Se busca, vivo o muerto». En ese sentido, pasamos por varios niveles, empezando por el que presenta al ranchero ladrón de ganado Simon Greedwell, así como al asaltante de trenes Hawkeye Hank Hatfield y al saqueador de ciudades Dark Horse, hasta llegar donde los hermanos Smith.

Es en este punto, tras derrotar a los hermanos Smith, donde tiene lugar la reflexión que planteamos. Nos centraremos específicamente en el cartel que se va develando poco a poco, el cual describe al líder de la mafia Sir Richard Rose y a sus tres cabecillas más cercanos: El greco, Chief Scalpem y Paco loco. Así, el primer elemento a considerar es que, tanto los tres cabecillas como el mismo jefe final, pueden considerarse como los típicos clichés del sujeto malo que reproduce toda una representación dislocada de la otredad (entendida bajo una lógica bipolar entre el bien y el mal). Además, con la imposibilidad de los rasgos o los caracteres intermedios, donde el otro es concebido como el malo al que hay que destruir. Dicha bipolaridad radical se utiliza como elemento fundamental y significativamente necesaria para la construcción de una identidad pura y prístina, ya que su reconocimiento resulta ser implementado como un «constructo maniqueo, y su utilización como aparente condición sine qua non de la identidad» (Corona, 2015, p. 6).

En ese orden de ideas, cuando nos referimos a ese «otro» construido por discursos hegemónicos, apuntamos hacia esa «otredad encarnada por los pobres, los indígenas, los campesinos, los gais, los negros, los locos o las mujeres que se sigue demonizando de forma creativa pero virulenta y a (…) las relaciones de poder que se consolidan, gracias a la imposición generalizada en las relaciones sociales, del miedo, el odio y el rechazo hacia lo extraño o extranjero, hacia la otredad como amenaza para el orden dominante» (la cursiva es mía) (Hidalgo, 2004, p. 12). Pero, ¿quién es ese otro estigmatizado que problematizamos aquí? Nos referimos al «otro» no como sujeto o individuo, sino como a un orden simbólico que trascienden al sujeto (Gianuzzi, 2012).

En ese sentido, detengámonos brevemente en cada uno de estos cuatro personajes:

El Greco

Como el «otro», El Greco es ese sujeto mexicano latinoamericano estigmatizado por ser el narcotraficante, originario del «tercer mundo» y siempre partícipe de actos delictivos perpetuados en el «primer mundo». Ahora, aunque Cormano, uno de los protagonistas del juego, también sea un personaje caracterizado como mexicano, se circunscribe en lo que se conoce como «el occidental disfrazado de otro». En los pocos casos donde el «otro» es mostrado como el «yo lúdico», este se define a través de las diferencias con el mundo occidental, en donde la trama central se convierte en una narrativa que simplemente occidentaliza a ese «otro», haciéndolo luchar por los valores occidentales o los ideales que occidente defiende; enajenándolo y convirtiéndolo en un occidental disfrazado que no defiende las cosmogonías, ideologías o posiciones inherentes a la supuesta identidad que representa más allá de la estética que expresa explícitamente su diseño visual (Corona, 2015).

Inclusive, como dato curioso, en la versión arcade, Cormano le quita el sombrero a El Greco cuando lo elimina; esta acción podría ser susceptible de múltiples interpretaciones, pero puede verse como la intención de denotar la existencia de dos formas del ser mexicano: mientras al mismo tiempo Cormano toma la batuta como representación del «deber ser», que defiende un sistema de valores determinado y expuesto como correcto, más loable que el establecido por la otredad desbocada, que al final resulta ser «merecidamente» destruida, de manera justa, legítima y justificada con la muerte de El Greco; por otro lado, ¿puede el propio Cormano representar lo mexicano como ese «otro» alienado por la cosmogonía occidental? —entendiendo a la alienación o enajenación como una problemática filosófica caracterizada por la «pérdida de la naturaleza de algo, de su esencia, de tal modo que su existencia actual está divorciada de su naturaleza real» (Skempton, 2010, citado en Gros, 2016, p. 182)—. Sea cual sea la respuesta, queda clara la exposición de una presunta superioridad ontológica por la occidentalización del «otro», más allá del simple hecho de que uno sea el mexicano malo y otro el bueno. 

Chief Scalpem

En el caso del segundo secuaz, Chief Scalpem resulta ser la representación de un nativo americano que trabaja para Richard Rose por proteger a los miembros de su tribu, en donde se reproduce la imagen del nativo violento como sujeto que hay que dominar. Ese tipo de representación del nativo norteamericano como sujeto despreciable, peligroso, amenazante e inhumano ha quedado plasmada en cientos de westerns a lo largo de la historia del cine norteamericano, en donde constantemente se deshumaniza al indígena con el propósito de justificar las acciones de barbarie perpetuadas por los colonos y buscando cierta legitimidad en los brutales genocidios llevados a cabo por el hombre blanco durante todo el proceso de la colonización británica en Norteamérica.

Así, la demonización del indio como enemigo, como «algo» (no alguien) susceptible de colaborar por voluntad o por la fuerza en actos de barbarie, se encuentra circunscrito en los linderos de lo sobrenatural e irracional, teniendo en cuenta que, además de ser un nativo, Chief Scalpem goza de la categoría de chaman, lo que le otorga una característica adicional de sobrenaturalidad que lo estigmatiza aún más como el «otro» peligroso. «La condición de sobrenatural en el otro peligroso, adquiere una connotación de inevitabilidad e incontrolabilidad, frente a esto, el acechado solo puede intentar huir o emprender una heroica lucha individual» (Lindón, 2007: 227), como bien hacen nuestros cuatro protagonistas. De la misma manera, el cliché del «otro» místico y esotérico queda de manifiesto en el escenario de la lucha, lugar configurado por varios círculos concéntricos de roca que remite a la localización de un sitio mágico en donde se ubica esa otredad en términos geográficos, pues «los lugares en los que adviene ese otro que acecha en los mitos son los “paisajes del miedo”. Estos se originan a partir de construcciones sociales que trascienden las fronteras y determinan la conducta de quienes cargan con ellos» (Gianuzzi, 2012, p. 90). Así, al estar rodeados dentro de la circunferencia creada por rocas de diversos tamaños experimentamos el estar en un lugar dominado por el «otro místico» que amenaza nuestra lógica racional y, por tanto, debe ser destruido.

Paco Loco

En el caso de este personaje, Paco Loco no solo es otro mexicano, sino que además está loco, en el que se deja ver la estigmatización y los clichés de la diferencia que se encuentran por fuera de los márgenes de la magnánima razón, en contraste con la «normalidad» establecida por occidente. Así, Paco Loco, como otro de los tres secuaces de Sir Richard Rose, es el encargado de proteger la presa que da acceso a su mansión y, siendo otro de los malos «coincidentemente» latino, se muestra como un sujeto disonante, con la construcción de la locura como discurso que encarcela la voz del «otro» como sujeto disfuncional para el sistema productivo al que ya no pertenece. Por tanto, al estar protegiendo la fortaleza del jefe, ese lugar cercado, ese claustro que contiene dentro de sí muchas posibles manifestaciones irregulares que interpelan las nociones de normalidad dominantes en el exterior, este personaje se convierte en el centinela que resguarda lo prohibido, un territorio de lo ilegal e irracional que se encuentra separado del espacio del «mundo normal», evocando los muros de las instituciones que separan de la sociedad a los que se reconocen por fuera de lo racional.

Paco Loco vigila las paredes del manicomio, recinto donde se aparta de la sociedad a los sujetos que se encuentran por fuera del patrón mental normalmente aceptado. El recinto es concebido como un «lugar de la locura que ha sido percibido como un espacio para silenciar a todos aquellos cuya manera de pensar, sentir o comportarse resulta intolerable o amenazante para la sociedad» (Sacritán, 2009, p. 116).

Sir Richard Rose

Ya en el caso del jefe final como último desafío de Sunset Riders, nos encontramos con un hombre británico líder de la mafia y coincidentemente gay, quien según la trama se convirtió en un barón dueño de varias tierras en el oeste norteamericano. Para el caso de Richard Rose opera la otredad en términos del género, mostrando al gay como representación del otro en oposición a lo aceptable y legítimamente establecido por la hetero-normatividad. Se trata de un mundo organizado bajo los cánones de una hegemonía de género naturalizada en lo patriarcal que se posiciona abruptamente y de manera impositiva en el peldaño superior sobre un presunto esquema verticalmente jerárquico, donde lo tradicionalmente masculino es la normalidad, es la regla, mostrándose superior a lo femenino y, sobre todo, a lo homosexual. En ese sentido, cuando llegamos al final del juego, nos enfrentamos a ese gay que hay que derrotar por ser el personaje malo, que en una lectura superficial responde solo a su rol como delincuente y líder de la mafia, pero que a la vez es asociado con una condición de género estigmatizada y enlazada al malo construido por las nociones occidentales de lo que debe ser correcto, aunque sea esta vez reproducido por una compañía japonesa.

Así, el poder simbólico que se ejerce en la narrativa de Sunset Riders es posible gracias a la dominación de los símbolos. En esa medida, usando el lenguaje, se define al «otro» a través de la exacerbación de sus debilidades o defectos, produciendo lo que Stuart Hall llama «el espectáculo del otro», en donde a través de las concatenaciones de significados se pueden establecer jerarquías verticales que localizan a unos sujetos por encima de otros, desde sus características culturales, de género, étnicas o nacionales, representando al «otro» dentro de un ejercicio de percepción que lo denota o lo señala como una amenaza.

Por tanto, ese miedo o repulsión hacia el «otro» —donde se construyen las naturalizaciones de su inferioridad como sujeto impuro— se inscribe dentro de «prácticas (formas de violencia, de desprecio, de intolerancia, de humillación, de explotación), discursos y representaciones que son otros tantos desarrollos intelectuales del fantasma de profilaxis o de segregación (necesidad de purificar el cuerpo social, de preservar la identidad del «yo», del «nosotros», ante cualquier perspectiva de promiscuidad, de mestizaje, de invasión), y que se articulan en torno a estigmas de la alteridad (apellido, color de la piel, prácticas religiosas)» (Balibar, 1991:32).

En conclusión, es muy probable que los desarrolladores y diseñadores de Sunset Riders llevaran a cabo toda esta construcción gramatical de significados, que reproducen unas maneras específicas del deber ser y la naturalización de unas formas por encima de otras, sin la intención de hacerlo. Esto, sin lugar a dudas, nos hace preguntarnos sobre hasta qué punto y en qué medida en muchos de los contenidos de los videojuegos de esa época se reproducen de manera sutil modelos o estigmatizaciones que legitiman una relaciones de poder asimétricas, en donde el otro diferente al defensor del esquema occidental se convierte y es construido bajo el discurso de la amenaza, el peligro, al que hay que destruir o aniquilar.

Ahora bien, a pesar de que Sunset Riders contenga toda esa carga simbólica, no deja de ser un excelente videojuego que marcó nuestra juventud, aunque lastimosamente es posible que también ayudara a alimentar nuestra naturalización de aceptar las supuestas superioridades de unos grupos frente a la presunta inferioridad de otros. Así, esta breve reflexión puede ser tomada como una invitación a que en las próximas oportunidades en las que podamos jugar éste u otro videojuego, seamos más observadores y críticos respecto a la manera en cómo se encuentra construida su organización narrativa, pues en la mayoría de los casos no resulta ser nada inocente.

Referencias

Balibar, E. (1991), ¿Existe el neorracismo?, en Raza, nación y clase, IEPALA, Madrid, pp. 31-48.

Corona, A; (2015). El otro lúdico: el problema de la representación de la otredad en el videojuego. Razón y Palabra, 19(92) 1-16.

Gianuzzi, E. (2012). El miedo en la «otredad»: mito y cultura popular en el noroeste argentino. Cuadernos Interculturales, 10(18) 77-111.

Gros, A. (2016). Motivos hegelianos en la concepción del trabajo del Joven MarxRevista Folios, (43) 181-197.

Hall, Stuart (1997). El espectáculo del Otro en Representación Cultural y prácticas significantes, London: Sage/Open University Press.

Lindón, Alicia (2007): La construcción social de los paisajes invisibles y del miedo. En: Joan Nogué (ed.), La construcción social del paisaje. Madrid-España: Biblioteca Nueva.

Sacristán, C. (2009). La locura se topa con el manicomio. Una historia por contarCuicuilco, 16(45) 163-189.