Deadly Premonition y la imperfección como cualidad


Decía Cézanne que la verdad siempre tiene que ver con dos cosas: la traducción de las impresiones que causa en nosotros la naturaleza y la puesta en evidencia, en esas traducciones, de los procedimientos utilizados para llevarlas a cabo. En pintura, esto se expresó desvelando el tipo de trazado, las condiciones del soporte, el material utilizado… en definitiva, desmontando la ilusión pictórica. Sus cuadros no pretendían imitar la realidad, eran realidad. Cada cuadro debía tener valor por sí mismo en su condición de artificio artístico y no en función de su capacidad de mímesis. Quizás su obra más destacada en esta forma de entender el arte (y el mundo) es la que reproduce el acueducto del monte Sainte-Victoirie:

Buscad esa pincelada verde, larga y gruesa, a la izquierda del árbol central, a la altura del acueducto. Una pincelada que atraviesa deliberadamente uno de los troncos, como si lo obviara. Casi da la sensación de torpeza del pintor o de error no remediado. Y puede que haya algo de eso. La cuestión es que, por algún motivo, Cézanne decidió dejar ahí esa pincelada imperfecta. Una pincelada que habla de su forma de entender el arte. «¡Esto es pintura!», parece gritarle al espectador.

De esas bruscas pinceladas está compuesta también la obra de Hidetaka Suehiro, alias ‘Swery’. Pinceladas gruesas, a todo color, fácilmente identificables: pinceladas que no pasan inadvertidas y que construyen un estilo único e inimitable. Deadly Premonition (Access Games, 2010) es el mejor ejemplo de cómo la imperfección aparente puede ser una cualidad.

Antes que nada, y para ubicar a quienes desconocen el juego, ¿de qué trata Deadly Premonition? En dos pinceladas: es la historia de Francis ‘York’ Morgan, un agente del FBI que llega a un pequeño pueblo para investigar el misterioso y cruel asesinato de una chica llamada Anna, a partir del cual se desata toda una trama oscura entorno al pueblo.

Mucho se ha hablado de la conexión de Deadly Premonition con Twin Peaks (Mark Frost y David Lynch, 1990). Y es que la influencia de la serie de resulta innegable. Un pueblo pequeño, un crimen cruel, un ambiente enrarecido, unos vecinos sospechosos, un estilo poco convencional. Se asemejaba tanto, que el juego de Swery tuvo que modificarse en varios apartados a causa del ensañamiento de la crítica con sus vídeos promocionales, donde Deadly Premonition se parecía excesivamente a la obra de Lynch.

El caso es que el resultado final deja claro (clarísimo, diría) su intención por rendir homenaje a la serie, pero a la vez sabe distanciarse enormemente de ese referente y construye una visión propia que nada tiene que ver con la de Twin Peaks. Diría, de hecho, que esa visión se construye sobre una base radicalmente distinta: allí donde la obra de Lynch construía su atmósfera mediante el extrañamiento, el título de Swery tiende a la confusión. Desde el guión, la construcción de los personajes o los elementos espaciales y temporales hasta la propia ejecución técnica del juego, Deadly Premonition resulta infinitamente confuso.

Me refiero a la paleta de colores poco realistas (corregida en la Directors Cut), al movimiento torpe de los personajes, a la mala implementación de los sistemas (desde la gasolina hasta el inventario, pasando por el hambre y el sueño), a la poca efectividad y profundidad de las actividades secundarias (la pesca, basada en presionar un botón, es el mejor ejemplo) o incluso a la mala organización de los menús. Cada uno de estos elementos resulta una pincelada brusca que destaca sobremanera en la obra final. Son trazos que dificultan la lectura de la trama y que, tras un primer vistazo, puede parecer que complican demasiado nuestra percepción de su mensaje. Pero lo cierto es que, como ocurre con la obra de Cezanne, estas pinceladas no hacen otra cosa que aclarar las intenciones del juego, es decir, dejan patente las limitaciones desde las que se ha construido.

Independientemente de que estas decisiones tengan la intención de crear elementos de confusión o sean incorrecciones en el diseño, la realidad es que están ahí y generan un determinado efecto en el jugador. Y Deadly Premonition utiliza estos defectos para construir su estilo, que nada tiene que ver con sus precedentes y que lo define como videojuego: nadie más ha conseguido caminar con el fuego sin quemarse.

El propio protagonista, Francis York’ Morgan, reflexiona sobre la imperfección como virtud en una de las muchas conversaciones que podemos escuchar mientras conducimos. En concreto, habla con Zach —una especie de alter ego o desdoblamiento de personalidad que parece haber surgido a raíz de un momento trágico en su vida y a través del cual, hasta cierto punto, se da voz al jugador— sobre el cine de los 80 y de las cintas que llevaban incluido el tráiler de alguna otra película en una calidad pésima. York cree que ese defecto formaba parte del encanto de aquellas películas en VHS: su imperfección como señal del tiempo en el que fueron creadas.

Desde luego, Deadly Premonition es también hijo de su tiempo. Un título ambicioso por encima de sus posibilidades (como refleja el largo y desastroso desarrollo) que, rara avis en este medio, puso la visión única de su creador muy por encima de los límites materiales. Deadly Premonition existe a pesar de la tecnología y no al contrario: sus ideas pesan más que su ejecución, su estilo está por encima de sus gráficos y su proyección es mucho mayor que sus capacidades. Aquí la tecnología no tiene más valor que el de una herramienta al servicio de la historia que se quiere contar, de la percepción artística que quiere generarse. Y eso es algo cada vez menos habitual en un medio obsesionado con avanzar siempre ligado a las mejoras tecnológicas.

Si uno lo piensa detenidamente, todo esto no se diferencia tanto del sombrero de Super Mario Bros. (Nintendo, 1985), introducido en el personaje como forma de burlar una tecnología que no permitía crear un pelo convincente. O de la niebla de Silent Hill (Konami, 1999). O de la atmósfera de Shadow of the Colossus (Team ICO, 2005). Formas de expresión que devienen de las dificultades tecnológicas con las que los creadores se encontraron y que, en la práctica, son recordadas como parte (me atrevería a decir, definitoria) de la experiencia que finalmente ofrecieron esas obra.

Hasta ahora hemos hablado de cómo, al contrario de lo que pueda pensarse, las imperfecciones pueden perfeccionar una obra. Hablemos ahora de cómo un juego puede concebirse desde la imperfección misma. O dicho de otra manera: desde la imposibilidad de la perfección, entendida como la incapacidad de ser fiel a unas normas preestablecidas a las que, supuestamente, se debería aspirar.

Francis ‘York’ Morgan es un hombre aparentemente perfecto: un agente del FBI inteligente y físicamente atractivo, buen tirador, infalible en sus investigaciones, amable con su entorno, trabajador, comprometido con el mundo… pero son sus imperfecciones lo que le definen. La más clara es esa cicatriz que marca su rostro y a la que el resto de personajes suelen hacer referencia cuando lo conocen. Es una cicatriz que rompe su imagen de tío impecable y, como ocurre siempre en los buenos relatos, habla de la auténtica naturaleza del personaje. Tiene su origen en un momento trágico del pasado y que, en la medida en que el personaje intenta esconderlo a toda costa, define su personalidad.

No voy a destripar a nadie la experiencia de descubrir el secreto, pero sí diré que esa cicatriz se revela entonces como una prueba física de la dualidad en la que vive sumido el personaje. Esa dualidad tiene que ver, de nuevo, con la imperfección. York es York, pero también es Zach. York es agente del FBI, pero también se toma la ley por su mano. Es comprensivo, pero duro a la vez. Acepta un caso para alejarse de todo lo que le rodea, cuando en el fondo lo que persigue es llegar al centro de sí mismo. Confusión y certeza, siempre de la mano. Y así con cada elemento de su personalidad. En definitiva, York es y no es demasiadas cosas.

Lo mismo ocurre con Greenvale (el Twin Peaks de Deadly Premonition): un pueblo solitario, pero lleno de vida, un lugar apacible donde el mal campa a sus anchas y un espacio tan luminoso como oscuro. Greenvale es un mundo ordinario y cotidiano pero, a la vez, el Otro Mundo, allí donde los monstruos surgen y las pesadillas se hacen realidad. Es un lugar perfecto en su imperfección, y en su dualidad. Igual que lo son también George, Emily y el resto de personajes del juego.

Podríamos seguir con las dualidades de Deadly Premonition —mundo abierto, pero lineal; terror y humor o libertad muy limitada—, pero la propia esencia del juego es la de no ser fiel del todo a ninguna de sus ideas (y, a la vez, serse fiel hasta las últimas consecuencias). Y esto, como diría Cézanne, deja patente los procedimientos propios del videojuego. No con la intención de criticarlos y tampoco para perpetuarlos. Simplemente para construirse, en su relación de infidelidad con ellos, en su pura imperfección, como una obra consciente, capaz de lo mejor y lo peor de un medio y de ofrecer claroscuros en un mundo gris que, en su incoherencia, nos exige constantemente que elijamos entre el blanco o el negro.

Tras jugar Deadly Premonition, uno tiene la sensación de haber pasado un rato encerrado en la habitación roja en la que el agente Cooper besó a Laura Palmer. Una habitación roja que no es otra cosa que la antesala a otros mundos extraños que, podríamos decir, huyen de la normalidad cotidiana o que, precisamente, hacen de esa cotidianidad un acto extraordinario. Esto me lleva a pensar en el café de Cooper, que aparece también como fetiche del agente Morgan en Deadly Premonition. Un café que no es otra cosa que el último reducto de la perfección en un mundo donde la búsqueda obsesiva de esa excelencia ha acabado convirtiéndola en un objetivo inalcanzable. Porque nada llega a ser perfecto en un mundo excesivamente perfeccionista, y una obra que pretenda traducir eso a la expresión artística ha de mostrar deliberadamente sus pinceladas.