Calendula: La necesidad de aportar creatividad al medio


No es sencillo determinar con pocas palabras qué hace especial a un videojuego, qué aspectos fundamentales suponen su misma razón de ser, lo justifican. En una época como la actual, tan inmersa en una continua guerra de cifras en la que el éxito se mide por el número de píxeles que utiliza la pantalla o por la cantidad de polígonos que se renderizan en un espacio, Calendula (Blooming Buds Studio, 2016) fue una gran bofetada de realidad que nos recordó hasta dónde podemos llegar como medio.

Se habla cada vez más en España de la necesidad de consolidar una industria, de convertir al tejido creador nacional en una máquina bien engrasada que compita contra los mejores en el panorama internacional. De cómo hay que modernizar y potenciar esa maquinaria con inversión, con la consolidación de empresas, con una mayor y mejor formación… pero nos olvidamos de todo lo demás. Tan obsesionados estamos con los estudios de márketing, los canales de venta, los inversores, los publishers más potentes y un sinfín de aspectos comerciales, que tendemos a obviar el camino más importante y que nos hará avanzar realmente: el del videojuego como medio.

Existen juegos que no fueron concebidos para suponer un nuevo hito comercial, sino para explorar los límites creativos que las particularidades de este medio nos brindan. Calendula consigue eso y es quizá la razón de su desafortunado olvido, pero no por ello debiéramos dejar de tenerlo en cuenta cada vez que se hable de la nueva ola de proyectos españoles de este milenio. Porque, al final, ¿puede una producción completamente estudiada desde el área comercial, pensada y concebida únicamente con las cifras de ventas en mente, asumir los riesgos que implica la desviación del camino establecido? Ciertamente no, y es ahí cuando llegamos a la gran paradoja de esta propuesta: Calendula no construirá una industria en España, pero es tan necesario como cualquier gran lanzamiento de esos que copan los listados habituales.

Calendula hace mucho más por el medio que cualquier típico lanzamiento comercial. El equipo de Blooming Buds se aventuró a explorar los confines más recónditos del game design para tratar de desafiar los límites de los corsés que la industria le impone al medio. Libres de cualquier cortapisa comercial, targets o géneros, pudieron repensar la esencia misma del gameplay como concepto. ¿En qué consiste su acercamiento? En desmontar de forma muy inteligente la estructura que décadas de videojuegos han consolidado en el inconsciente colectivo.

Resulta fascinante descubrir cómo rompe los esquemas con ideas tan obvias que parece mentira que se haya tardado tanto en implementarlas de este modo. Hoy en día, raro es el videojuego lanzado en PC que no ofrezca un sinfín de opciones de configuración con las que ajustar la experiencia gráfica al milímetro. Resolución de las texturas, calidad de las sombras, distancia de dibujado… toda una oda a la primacía de la forma sobre el fondo, o cómo hemos terminado valorando más lo visual que las posibilidades jugables o narrativas. En estos tiempos que corren, donde lo que se busca es la inmediatez, la rapidez en la experiencia o, por contra, la maximización gráfica como cultura del progreso, Calendula convierte el proceso de set up en un juego en sí mismo, en un desafío directo hacia el usuario atrapado en un juego que parece negarse a que lo disfrutemos.

Pero no termina ahí su continuo rediseño de los convencionalismos propios de los videojuegos. Podría haberse limitado a ser una propuesta pequeñita, casi testimonial, en la que se planteasen una serie de puzles o desafíos en los menús sin mayor ambición o trascendencia, pero en Blooming Buds, seguramente conscientes del diminuto diamante en bruto que tenían entre manos, decidieron hacer un all-in e ir hasta el final. El estudio español dio forma a una experiencia que engarza narrativa con jugabilidad, a través de sus menús, construyendo todo un relato velado y difuso que queda a la interpretación de la persona que se encuentra a los mandos. Calendula fomenta no solo la curiosidad a la hora de toquetear sus diferentes opciones, sino la implicación mental y emocional con el avance mismo del videojuego, que nos engaña y sorprende a partes iguales, consiguiendo atraparnos en una maraña de ilusiones, pistas contradictorias y referencias obtusas.

Cómo no sentirse absorbido por una idea tan simple y rompedora. Confieso que son estos pequeños destellos de genialidad los que a mí me hacen recobrar la fe en los videojuegos, ya que me hacen despertar de nuevo y volver a caer en la cuenta de que existe todavía mucho camino por recorrer, que el mantra «todo está inventado» es una falacia que nos vuelve complacientes y conformistas.

Es por todo ello que no puedo evitar colocar a Calendula en mi particular podio imaginario de videojuegos que conforman el patrimonio nacional de desarrollo más relevante. Recordaremos Commandos (Pyro Studios, 1998), recordaremos Castlevania: Lords of Shadow (Mercury Steam, 2010), recordaremos Rime (Tequila Works, 2017) y, seguramente, recordemos Blasphemous (The Games Kitchen), pero haríamos bien en no olvidar proyectos valientes como éste.

Cuando hablamos de la construcción de una verdadera industria del videojuego en España, pensamos en ser uno más, pero ¿queremos ser solo eso? ¿Apenas una pieza más en un tablero ya demasiado homogeneizado y simplificado? Quizá durante el proceso haríamos bien en no olvidar este tipo de proyectos diferentes realizados por manos de auténticos creadores, en los que no solo prima el potencial comercial de su obra, sino que miran más allá tratando de descubrir sus cualidades artísticas, su «qué le estoy yo aportando a este medio». No nos destacarán como potente polo comercial, pero sí que quizá creemos una identidad nacional más relevante que nos ponga en el mapa en un lugar más diferenciado a nivel creativo, lo cual creo que está revestido de una mayor importancia.

Calendula se presentaba a sí mismo como «el juego que no quiere ser jugado». Y si dejamos de apoyar creaciones así, quizá nos terminemos convirtiendo en «el medio que no quiere ser aprovechado».