Super Mario 3D World: The Times They are a-Changin


Visualicen esa sonrisa residual, esa mueca tonta que se descubren después de saludar a un amigo, composición formal, la boca torcida de bobalicón durante unos segundos más de la cuenta. Siéntanse incómodos mientras alguien observa con mirada de «de qué narices se ríe este imbécil». Eso es para mí Super Mario 3D World. Toda la prensa “mesmerizada” ante una fórmula que lleva funcionando veintiocho años (y funcionará otros veintiocho) y ni celebra nuevos logros ni excusa la ausencia de estos.

Los Marios no fallan como juegos, implantan comodísimas novedades alimentando -canibalizando- cada estreno con el cadáver de la anterior entrega. Pueden saltarse diez Marios y engancharse a la ultimísima edición y saber jugar: ladrillo, caja, ¡enemigo!, salto, monedas, power up, caída y vuelta a empezar. Los niveles difieren, no así las mecánicas. Hay un código mnemotécnico que sonríe al veterano y el veterano le aguanta la sonrisa demasiado tiempo.

Más píxeles en pantalla nos recuerdan que estamos ante una nueva generación, ante un nuevo motor gráfico, refinada hibridación entre 2D y 3D iniciada con Super Mario 3D Land (Nintendo, 2011), pero permítanme un símil: los ingredientes son de primerísima calidad, pero los cocineros no están en su mejor día, confundiendo mapa por territorio y añadiendo partes troceadas de la receta a la cazuela. Así vemos destellos de genialidad como el mundo de las sombras chinescas —que a uno se le queda en un diente—, con momentos grumosos donde el juego parece indicado para menores de ocho años siendo demasiado indulgente en los saltos… ¡en un platformer! Y esa indulgencia se torna en indolencia cuando tan solo dos de los ocho mundos contienen tramos ocultos con los que gratificar al jugador inquieto y sorprender al neófito. No es una cuestión de cantidad, lo que hace lo hace bien, pero cae con demasiada frecuencia en una linealidad temerosa y premia la brevedad por encima de la investigación. Recuerden que si algo difería en aquella pretérita batalla entre segueros y nintenderos era que Sonic le tiraba más al speed mientras que Mario prefería las setas. Sonic corría y molaba muy deprisa y coger todos los anillos era irrelevante, mientras el fontanero se tomaba mucho más en serio completar el botín.

Por otro lado, la curva de aprendizaje y la de dificultad no van de la mano. Con todo lo aprendido en la primera pantalla podremos afrontar el 70% del juego restante y no es hasta el final (o más allá, hasta el mundo oculto), donde las cosas se ponen chungas y debemos resultar avezados y creativos. Parece que Jonathan Blow, como aventajado alumno, maneja mejor el recurso del aprendizaje progresivo. Esto no sería necesariamente un problema de no ser porque esos últimos niveles son un estallido de creatividad, un contrincante efervescente donde la mecánica no adolece lo más mínimo. ¿Por qué dejarlo para el final? Los Marios son perennes porque no requieren grandes avances tecnológicos para funcionar. No recurren a cinemáticas explosivas más allá del opening de rigor, ni acumulan gigas de espacio adicional en los HD para instalar texturas adicionales. Su principal logro técnico es su perpetuum mobile adaptando plácidamente cada nuevo invento: el control táctil, los movimientos de cámara, soplar a la pantalla o la verticalidad de algunos mundos gracias al nuevo traje gatuno de Mario. Un logro en principio desapercibido, pero, en esencia, el motor de su éxito. Las mecánicas se adaptan tácitamente, sin reformulaciones.

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Super Mario Bros 2 (Nintendo, 1987) nació como un juego antinatural. Me explico: en 1985, el fontanero era muy popular; creado tres años atrás como Jumpman para Donkey Kong y rebautizado varios meses después en el spin-off. Los mecanismos básicos de los hermanos verde y rojo ya estaban implantados, eran un idioma propio, y la conjunción de los elementos había transformado a SMB en el plataformas más popular y vendido de la época. Pero en su segunda entrega formal, arriesgaron más de la cuenta. SMB 2 estaba basado en Yume Kōjō: Doki Doki Panic (Nintendo, 1987), un plataformas donde el protagonista era un Aladdín tróspido. Fue parcheado y revisado para encajar con la primera entrega, añadiendo elementos viejos y quitando nuevos, hasta convertirlo en esa versión denominada en Japón como Super Mario USA. Este, irónicamente el Mario favorito de Miyamoto, innovó lo suficiente como para que los creativos se retractasen de su propia obra y prefiriesen trabajar a rebufo del éxito de su buque insignia. Eran habituales las baterías de ideas locas, pero también perseguían la accesibilidad, trazar un standard. En Super Mario 3D World toman prestadas algunas de aquellas ideas, la verticalidad y las melees en las playas, pero vuelven a quedarse a medio camino. Quizá sea hora de mandar todo el esquema interno al garete, matar al padre y esas cosas. Nada de ocho mundos, ¡nueve! Nada de champiñones bobos, ¡boletus! Confundir al jugador, crear el Majora’s Mask de la saga Mario, dejar la zona de confort en cuarentena. Desbalancear la ecuación con todos los elementos conocidos, reescribir la receta.

Quizá sea este el primer Mario en exigir los potenciadores durante el progreso. La estructura de los niveles está dispuesta de manera que recurramos a ellos y juguemos con las posibles combinaciones, con el power-up de reserva y enfatizando la necesidad de usarlos para ganar, más aun en el online. Conociendo los mundos, se puede plantear una estrategia para llevarnos el multijugador a nuestro terreno y batir las partidas fantasma de los amigos. También se nos “invita” a cambiar de personaje según las habilidades de cada uno (Peach flota unos segundos, Luigi es algo más rápido…) dándose niveles como en las distintas variantes de la mansión encantada donde el plus de unos determina la victoria en detrimento de otros. Pero todo es muy lineal, muy predecible, volvemos al punto de rutina. Esto ya se ha hecho. Tal vez el Mario que estoy buscando esté en otro castillo, tal vez mi supuesto sea como transfigurar un ultramarinos de fruslerías de barrio, con su abuelita siempre de pie, en un Bershka con dos veinteañeras hipermaquilladas mascando chicle a ritmo de tecno. Tal vez sea imposible mejorar Super Mario World (Nintendo, 1990).

Entiendo los sobresalientes como una invalidez del crítico para afrontar esta obra, sus sonrisas sostenidas en el tiempo. Este Super Mario 3D World no es un NEW, ni un sobresaliente en todas sus labores, más bien se antoja como un Mario de tránsito. La ausencia de tutoriales, respetando ese mantra de “todo lo que necesitas saber está aquí”, demuestra un virtuosismo en las mecánicas y un saber hacer marca Nintendo —en los niveles de patinaje las monedas se disponen en círculos para recogerlas de un ágil movimiento y como ese, cientos de minuciosos detalles—. Pero quizá este juego debería valorarse como un niño (y por un niño), alguien completamente ajeno a los tropos y la mitología de la saga para constatar que sí, efectivamente, es una maravilla colorista, pero algo simplón para los tiempos que corren. Eso concluyeron mis hijos después del último nivel. «Que le den a los tiempos, los Marios son atemporales», les contesté yo, con cierto despecho y una sonrisa complaciente de “tú no hagas caso, no los escuches”.