Precipice: Zoomorfos al poder


La tensión se puede cortar. De un lado, Mr. Eagle sacude las alas, las tiene cargadas después de una interminable reunión con su homólogo soviético. Por su parte, el plantígrado siberiano mira con desdén al rapaz norteamericano —nunca mejor dicho— que no consiente que, de una vez por todas, pueda soltarse el nudo de la corbata y tumbarse en su tenebrosa cueva en busca del descanso invernar. ¿Qué más da que la hiena libia bloquee el suministro petrolífero o el felino búlgaro deje transistar por su espacio aéreo las aeronaves estadounidenses?

Tras horas de reunión, el sueño se apodera de los presentes, aunque las consecuencias de tal decisión impiden que Morfeo entre en la sala. El humo de innumerables cigarros consumidos sin descanso crea una atmósfera cargada. De repente, entramos en la habitación. Más bien, en el despacho presidencial. Unos extraños ruidos (alaridos, rebuznos, mugidos, cloqueos…) llegan a nosotros. Y, de fondo, el botón rojo. El fin de todo. Bienvenido, estas en Precipice (LRDGames, Inc., 2019) y las pulgas inundan tu traje negro. Zoomorfos al poder.

«¿A quién llamo si quiero hablar con Europa?», preguntaba retórica y sarcásticamente Kissinger para referirse a una Unión Europea en construcción y de difíciles equilibrios. Merkel, Macrón, Sánchez… desaparecen de la escena en Precipice y, en su lugar, encontramos, como dijo Javier Alemán desde Nivel Oculto, «belicosos animalitos».

La obra de Little Red Dog Games, es decir, los canadienses Ryan Hewer y Denis Comtesse (su experiencia docente y conocimiento académico de la Guerra Fría y Oriente Medio son un valor a tener en cuenta), pretende romper con los juegos de estrategia convencionales recurriendo al humor y la parodia de los grandes dirigentes mundiales. Si en los años 90 podíamos encontrar la caricatura de políticos como Gorbachov (Gorby no Pipeline Daisakusen y Ganbare Gorby) o, más recientemente, al propio presidente de EE.UU. en Anti Bush Emo; ahora, en Precipice, los pelos, hocicos y garras toman las riendas del orden mundial, tal y como ya hiciese Peter Brinson en The Cat and the Coup.

Como si de personajes sagrados de la mitología egipcia se tratase, aunque identificados con los propios símbolos de los países localizados en la narrativa del título, encontramos comadrejas, tejones, osos, flamencos, elefantes… No habrá un Ka que se reencarne, pero si una pezuña o zarpa capaz de desencadenar el apocalipsis nuclear. En tu menú tienes la opción, bajo la animalización del rinoceronte camerunés o del Astor markhor pakistaní, de invadir nuevos territorios, armar a la insurgencia o decantarnos por la diplomacia, ¿qué acción salvaje pulsarán tus patas… perdón, dedos? ¿Intervenir a favor de tus espías en el Golfo Pérsico, derrumbar la dictadura en Cuba o favorecer las actividades clandestinas en China?

Las mecánicas de Precipice recuerdan enormemente al afamado juego de mesa, Twilight Struggle (2005, GMT Games) ambientado en la Guerra Fría y en el que el mundo aparecía dividido en seis regiones geopolíticas (en esta ocasión siete, tales como el territorio OTAN, el Pacto de Varsovia o la Liga Árabe, entre otras) que teníamos que controlar mediante el ingenio y el azar propio del lanzamiento y sorteo de cartas. Esta fórmula ha estado muy presente en grandes títulos de estrategia reciente como Wars Across the World (2017, Strategiae), pero con la enorme diferencia del protagonismo no humano que ahora encontraremos. En Precipice, tal y como sucede en el título referido, tendremos que meditar nuestros próximos movimientos  con el fin de anular las estrategias de nuestros adversarios. Nada queda a la improvisación, un paso en falso y podremos perder a nuestros aliados a favor del enemigo comunista o capitalista.

Uno de los aspectos más importantes, tal y como se nos indica en la pantalla de presentación, es llevar a cabo todos nuestros planes de manera “disimulada”, de ahí la relevancia de infiltrar a nuestros agentes de la KGB o la CIA en determinadas latitudes políticas. ¿Quién quiere un conflicto abierto que puede llevar a la destrucción del planeta? Nuestras acciones dependerán, en buena medida, de los privilegios y cualidades por las que optemos al inicio de la partida: la detención rápida y eficaz de actividades insurgentes en La India, Egipto…; la colaboración del Mossad israelí; o alianzas en el bloque geopolítico opuesto. Según la configuración por la que optemos, daremos mayor peso a la diplomacia o a la fuerza de las armas. ¿Gestor o militar? ¿Kennedy o Nixon? ¿Stalin o Gorbachov? Son decisiones que desvelan nuestra propia naturaleza ante situaciones de las que dependerá el destino de millones de humanos/animales.

Apelando al más claro estilo de las Fábulas de Esopo, Iriarte y Samaniego, aprendemos una lección brutal: el recurso de la destrucción del enemigo de forma masiva, a distancia, e impersonal no es propia de entes civilizados. Por tanto, que mejor manera que encarnarla en aquellos seres que consideramos inferiores, si bien nuestros actos pasados, presentes (y esperemos que no futuros) nos han demostrado lo contrario.

Y es que nuestros «hermanos» peludos tampoco han podido escapar al teatro de tensiones mundiales que se inició con la Doctrina Truman en 1947. Si ya el ruso Pavlov había desarrollado el proceso de aprendizaje conocido como condicionamiento clásico recurriendo a experimentos con canes, esta práctica continuó a través del Instituto de Aviación de Moscú con célebres perros como Laika en pos de la conquista del espacio. Su reverso, la NASA, se decantó por nuestros primos chimpances, tales como Ham.

Las risas de Precipice, metáfora sonora de la locura de nuestras acciones, invitan a reflexionar sobre la sinrazón de la guerra, de la lucha por el territorio, por los recursos, por ver quién dirige el destino del mundo. Americanos, europeos, asiáticos, africanos… ¿qué más da? En un orden geopolítico caracterizado por la multipolaridad y la interdependencia económica, los conflictos son cada vez mayores y de peor resolución.

El mundo pixelado recurre a la ironía y al sarcasmo. De nuevo (me viene a la mente Borders, de Gonzalo Álvarez), para ponernos directamente —nunca mejor dicho— en la piel (plumas incluidas) del contrario y enfrentarnos a un tablero del que pende el destino de la animalidad, que no humanidad. Seamos capaces de guardar la barajas, abrir las jaulas y forjar un porvenir en el que todos vivamos en libertad, sin distinción de cromosomas o pelajes.