Dreadout y el proceso de diferenciación cultural


En el ámbito de los estudios videolúdicos, se reconoce la importancia e influencia que los videojuegos producidos en panoramas culturales ajenos al nuestro (como el japonés, el surcoreano o el chino) han tenido en la formación actual del videojuego. No en vano, la solvencia económica de muchas de esas industrias ha dependido de su capacidad para sustentar al mercado americano y europeo con el tipo de juegos que sus consumidores mayoritarios han demostrado preferir sobre el resto. El principal problema con esta situación es que, con el paso de los años, el conocimiento que poseemos de otras culturas lúdicas se ha mediatizado por los juegos que preferimos jugar de ellas. Como ya indicó Edward Said en su seminal obra Orientalismo (1978), el discurso y conocimiento que empleamos y poseemos de espacios ajenos a la cultura «Occidental» (término que, de por sí, resulta bastante esquivo) depende en gran medida de un proceso de selección y descarte que favorece ciertas formulaciones del «Otro» sobre otras.

Ante esta tesitura, el éxito de los juegos que se producen por compañías localizadas en otros ámbitos de consumo se debe, en buena medida, por una serie de prejuicios que, a su vez, se manifiestan en la predilección de unos sobre otros. Esto provoca que nuestra imagen y percepción de una cultura acabe sumida en un miasma de estereotipos que, a la larga, nos impide comprender a los que viven en otro horizonte cultural. A un nivel más pérfido, también ha provocado que empresas e industrias enteras se vean obligadas a adaptar su producción cultural a los gustos y tendencias del mercado mayoritario, que desde el principio ha solido situarse en torno a Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña.

Japón ha sido, a un nivel histórico, una de las industrias que con más éxito ha conseguido adaptarse a las reglas de este juego. Su premio ha sido constituirse como una de las industrias más competitivas del videojuego, así como ejercer una influencia fundamental en su evolución. Sin embargo, del mismo modo que esto le permitió mantener una posición de liderazgo empresarial durante los años 90, también ha devenido en su reciente y actual decadencia a nivel internacional. Eso no quiere decir (como han planteado algunos analistas) que Japón tenga los días contados como ente cultural dedicado a producir videojuegos, y ni mucho menos como industria competitiva. Tampoco es una situación que borra (como bien se ha señalado) la histórica influencia de los juegos japoneses de renombre. Sí provoca, por desgracia, un fenómeno de distanciamiento cultural hacia las tendencias y gustos que imperan en el hemisferio asiático. Es por eso que, cuando compramos un juego concebido y dirigido exclusivamente a personas del mercado japonés y sus vecinos inmediatos, nuestros métodos de interacción convencionales se resquebrajan tanto por la falta de familiaridad como por prejuicios previos.

Dreadout (Digital Happiness, 2014) es un juego que, por su naturaleza, exige que volvamos a contextualizar nuestro entendimiento de los juegos de terror y, sobre todo, nuestra manera de entender el lenguaje lúdico y narrativo dentro del género. A primera vista, parece tratarse de un clon o pastiche de la saga japonesa Project Zero (Tecmo, 2001). El título se presenta a sí mismo como un juego de terror típico, con mecánicas enfocadas a la exploración y al uso de objetos cotidianos (en este caso, nuestro Smartphone) para resolver puzles y espantar a distintos tipos de fantasmas. Al mismo tiempo, los elementos narrativos y semióticos del texto enfatizan aspectos relativamente similares a los que podemos encontrar en la saga de Tecmo: por ejemplo, el énfasis voyeur en los cuerpos y dilemas internos de chicas de instituto (hasta alcanzar puntos de intensa cosificación), que en el juego se perciben tanto a través de la historia como con ítems como el atuendo personal de la protagonista.

Todos estos elementos presentes en Dreadout nos permiten, hasta cierto punto, apoyarnos en una serie de asideros con los que enarbolar juicios o valoraciones iniciales, que, en la mayoría de los casos, tenderán a ser negativas. A fin de cuentas, este producto es poco común en nuestro espacio de consumo habitual. Posee un énfasis en mecánicas que otros juegos de terror han descartado con los años y enfatiza un tipo de historia que resulta poco familiar (tanto por el abanico de referencias culturales como por el estilo de juego en su conjunto). Peor aún, la falta de costumbre hacia los controles (y el frustrante proceso de aprendizaje que conlleva) actúa como rémora a la hora de que podamos apreciar las partes más pulidas o interesantes, como el acabado de los escenarios o las hipnóticas y pausadas secuencias cinemáticas. Todos estos componentes inciden en nuestra experiencia y condicionan la mayor parte de nuestra interpretación del juego de un modo que no puede obviarse. Para cuando hayamos aprendido a manejar la cámara y sorteado los primeros fantasmas importantes, algunas impresiones estarán empezando a formarse, y si somos veteranos en el medio, se habrán mezclado también con las imágenes y concepciones previas que tenemos hacia este tipo de diseños.

Con todo, existe un cierto umbral de apreciación hacia este juego que, al igual que sucede en Dark Souls (From Software 2012) o en otros juegos donde nuestra interacción principal resulta violenta y alienante, insiste en que volvamos a él y recapitulemos nuestras ideas. Por ejemplo, la inicial confusión que genera la falta de información respecto a dónde ir y cómo afrontar los enemigos del escenario, se traduce en una excusa para alterar nuestro modelo de interacción y enfocarlo hacia uno más basado en la curiosidad y el ensayo y error. El fisgoneo con los enemigos, en concreto, se ve dominado por el deseo de conocer los detalles de la mitología indonesia y la manera en que los desarrolladores han decidido representarla. Para enfatizar este hecho, cada monstruo debe afrontarse con esquemas de control particulares, que pueden ir desde adoptar seguir el mismo estilo de lucha que en Project Zero hasta superar ciertos árboles de diálogo. En algunos casos, las claves para superar un conflicto son tan obtusas que la única solución puede ser buscar una guía o (mejor aún) informarse de los mitos por cuenta propia para averiguar lo que se debe hacer. Esto resulta especialmente importante al final del juego, donde nuestra familiaridad con las leyendas determina enormemente el tipo de final que acabaremos obteniendo. Es especialmente en este punto de la historia donde Digital Happiness abandona toda pretensión de accesibilidad y nos abruma con signos y mecánicas contra-intuitivas, pues el jefe final es una carrera hacia la salida a través de un laberinto que solo puede verse con la (estropeada en ese punto de la historia) cámara del móvil.

Cada uno de estos elementos podrían considerarse problemáticos a nivel individual, pero su aplicación conjunta se siente prácticamente anatema para cualquier guía sobre cómo hacer juegos accesibles. El discurso final de la villana de la historia está pronunciado en indonesio y, aunque resulta fácil de entender, contrasta radicalmente con los esfuerzos realizados por los actores de doblaje para decir sus líneas en inglés en escenas anteriores. Por último, incluso más allá de los fantasmas y obstáculos obligatorios, Dreadout esconde una serie de secretos y coleccionables que consiguen, de un modo admirable, dotar al mundo de más textura, al tiempo que la menguan con pequeños chistes internos. Jamás se me olvidará aquél momento que, llevado por la curiosidad, traté de volver al coche del principio de la partida para ver si encontraba algo. El resultado fue tan inesperado como divertido, y tras superar la conmoción inicial, me motivó a buscar aún más información sobre la cultura tradicional indonesia.

Las fases de confusión y progresiva asimilación por las que el jugador ha de pasar a la hora de jugar a títulos como Dreadout es muy similar a las que Edward Said describió con respecto a nuestra interacción con «el Otro cultural». A través del pausado y telegrafiado avance de la historia y la trama, el juego se consolida en torno a una serie de instancias individuales donde es necesario aprender a interpretar los símbolos y elementos antes de poder avanzar un palmo más. El ensayo resultante de esta práctica (que pasa por morir muchas veces o atorarse minutos enteros intentando averiguar la forma de avanzar) es un proceso que solo se puede acelerar si nos informamos previamente de la cultura o de las soluciones del juego en sí. En cierto sentido, se trata de un símil perfecto a los procesos y rituales por los que hemos de pasar cuando se nos deja solos en un marco cultural distinto al nuestro.

Lo interesante de Dreadout es que, al tratarse de un texto constreñido por los límites de su simulación, los desarrolladores tienen la última palabra en cuanto a nuestras opciones de interacción. Si en un bazar de Egipto o en un shotengai japonés, nuestro cuerpo sigue siendo agente de sí mismo y está capacitado para ejercer una influencia limitada (o incluso superior, si procedemos desde una posición de privilegio) en el entorno, en Dreadout se nos fuerza a adoptar una actitud pasiva hacia los sustos, la atmósfera, los puzles obtusos basados en claves culturales extrañas o hacia la fetichista caracterización de las protagonistas de la historia. Es un sistema que nos obliga, en resumidas cuentas, a abandonar nuestros prejuicios y a aprender lo máximo posible de una cultura que hemos de admitir desconocer.

Cuando observo a empresas japonesas como Konami, Capcom o Nintendo contorsionarse a sí mismas y a sus empleados —muchas veces, forzándoles a condiciones laborales infrahumanas— por crear juegos que apelan directamente al ego y a las expectativas del mercado dominante, me resulta imposible no pensar en aquellas ideas o diseños que, por no adecuarse a mi marco de referencia, quedan descartadas de antemano o pasan completamente desapercibidas. Al mismo tiempo, cuando juego a títulos como Project Zero, Boku no Natsuyasumi (Millenium Kitchen 2000) o Dreadout, no puedo evitar reconocer que la interpretación que saque de sus mecánicas y temáticas seguramente será distinta de la que saquen las personas a quien van dirigidos juegos de este tipo en primer lugar. Por mucho que lo intente, no puedo evitar dejarme influenciar por mis propios prejuicios y aceptar que las conclusiones que extraiga diferirán tanto de la intención inicial de los diseñadores como de la interpretación de un jugador que se haya criado en aquella cultura. Con todo, es posible aceptar la existencia de estas diferencias y expandir nuestro espacio de posibilidades hacia conjunciones entre mecánicas, diseño, narrativa y espacio que resultarían inconcebibles en nuestro cada vez más cercado sector de consumo. Y, por el camino, tal vez podamos aprender un par de cosas interesantes sobre la cultura indonesia al tiempo que disfrutemos de los sustos y la atmósfera de Dreadout.