Affordable Space Adventures: Fe en el caos


Nautas, allá vamos. ¿Cinturones de seguridad? ¿Estárter auxiliar? Comencemos la cuenta atrás: diez, nueve, ocho… calibrando eyección de motores… siete, seis… comprobando módulo antigravedad… cinco, cuatro… desplegando escáner de comunicaciones… tres, dos, uno, ¡ignición!

Decía el danés Lau Korsgaard que para su nuevo proyecto se había inspirado en los controles de Steel Battalion (Capcom, 2002), aquella demencia jugable que Capcom lanzó en Xbox imitando los viejos cabinets de salón; el megalómano sueño de conducir un tanque de guerra sin salir de casa. Para este Affordable Space Adventures (ASA en adelante) su equipo KnapNok Games, pequeño estudio afincado en Copenhague responsable del exclusivo Spin the Bottle, ha construido un disparate igual de cooperativo pero bastante más mesurado. Su alianza con el sueco Nicklas Nygren, quién empezó con pequeños plataformas en 2D de corte ambiental —completamente gratuitos— y más conocido por ser el responsable de la serie Knytt, ha resultado eficaz, una pequeña pieza de orfebrería lejos de ser simplemente un indie entretenido. El efecto amigable de los menús, ese acabado similar a la estética de Windows 98, la mezcla de sonidos lo-fi, radiofrecuencias y ruido blanco o el motor de iluminación, tan próximo a nuestro querido The Swapper (Facepalm Games, 2013), demuestran el cariño depositado por la tripulación.

Tras un breve tráiler que dosifica muy inteligentemente la información, empiezan las sospechas. El planeta Spectaculon, situado a 23 años luz de distancia, parecía un paraíso pintado por Sorolla, un destino al que nuestro contenedor-cápsula Uexplore nos mandaría con la seguridad de estar colonizando suelo fértil. Un futuro feliz. Pero algo no encaja. «Seguridad» es la palabra más veces repetida, con alevosía y cachondeo, entre los cupones recortables y los librillos de navegación, esforzándose en tipificar los problemas: fallo de sistema, crítico o fatídico. No tardaremos en conocer a Alexander Bonody, la directora del departamento convencida de que las gotas de sangre salpicando las pantallas de carga solo son el color de la eficacia. Su cóctel favorito es el Bloody Mary, claro. Y es que hace 150 años un enorme crucero se estrelló aquí, topándose con unas formas de vida inteligente, ergo hostiles. Una partida entera se perdió, equipos de supervivencia yacen destrozados y cadáveres de naves campan bajo una tormenta perpetua mientras los contenedores se apilan entre roca vieja y gris.

Con una estética a caballo entre las sobrias infografías de Portal (Valve, 2007) y el ademán propagandístico del Vault Boy de Fallout (Black Isle, 1997), el juego nos pone sobre la mesa los controles de la Smart Craft™, la nave que podemos controlar con hasta tres jugadores. Pero antes de explicar cómo transformar el tabletomando en la superficie táctil de la Enterprise —de la cual toma prestados no pocos conceptos sobre física nuclear, termodinámica y antimateria—, permítanme desgranar el entramado mecánico:

A la izquierda del panel tenemos el motor de combustible: petardea, humeante, con un claxon más estridente que la furgoneta de un hippie y el sistema de arranque de un Fiat Punto 55 en sus últimas horas. Este a su vez alberga tres subparámetros:

  • Propulsión, regula la velocidad por medio del gasto de combustible.
  • Estabilizador, responsable del buen control de la nave. Cuanto más exigimos al tren de estabilización, mayor tensión sufre el reactor; se recomienda mantenerse sobre unos mínimos coherentes, claro.
  • Generador de masa, el cual parte de un principio bastante sencillo: a mayor masa, mayor necesidad de disiparla artificialmente.

En el apartado derecho, la contrapartida eléctrica; lo digital frente a lo analógico, más eficaz, silencioso y responsable con el medio ambiente, con idéntico esquema estructural:

  • Propulsión, ídem que la anterior; a mayor propulsión, mayor velocidad, aunque mayor riesgo de accidente y pobre maniobrabilidad. Si la forzamos estallan los fusibles. Genial.
  • Antigravedad, que vendría a cumplir una función opuesta al generador de masa. El ying del yang, la luz emergente ante tanta oscuridad.
  • Decelerador, herramienta que puede detener la nave en pleno vuelo, dejándola suspendida. Ideal para tramos estrechos de control milimétrico.

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Estos seis contadores se rigen por una barra de color verde-rojo de cinco niveles que determina la exposición a cada función. Hasta el tercer valor nominal es seguro, en los dos siguientes hay riesgo: las acumulaciones redundantes de funciones casi siempre acaban en muerte. El ritmo con el que los enemigos descubren nuestro rastro depende de esto. Por otro lado, tenemos tres tipos de tren de aterrizaje: suave (tipo gancho), adherente (tipo imán) y deslizante (tipo cinta transportadora). El sistema de físicas hace el resto. Más muerte.

Hay que añadir además el control del joystick izquierdo para el movimiento de la nave y el derecho para dirigir el escáner, que en esencia es un haz de luz espectral. Si pulsamos el gatillo izquierdo (ZL) simultáneamente activaremos el detector, halo azul para analizar el entorno, imprescindible para conocer el radio de acción de enemigos, minas y torretas de seguridad. Si, por contra, mantenemos pulsado el gatillo derecho (ZR) lanzamos una bengala roja. Esta cumple una función similar a una flecha: mediante apuntar y disparar, incluyendo rebotes sobre superficies especiales, activamos portales y, en algunos momentos de carambolas locas, marcarnos un Pong interestelar. Con R y L encendemos y apagamos los motores a modo de atajo rápido, y con el botón X abrimos o cerramos el paso del aire frío/caliente por los obturadores térmicos, aislando la cabina de la tortura externa. Otra poca muerte más.

El pad tiene una zona central con tres contadores de aguja que miden el sonido, el calor y la electricidad. Estos son acumulativos en base a todos los potenciadores que añadamos a la nave. Excediéndonos en la tensión calorífica y superando los máximos la nave explota. Si abusamos del generador de masa en ciertos espacios, a la máquina no le dará tiempo a despresurizar, y así con todos. El resto de botones apenas tienen utilidad: un diario de navegación, que básicamente resume lo que ya sabemos —que tenemos la nave agujereada, que hemos sido alcanzados por un láser, incendiados, colapsados y ¡ay Dios! cuántas formas de morir—. Y el inferior derecho —el de ayuda— simplemente nos recuerda para qué sirve tanto botoncito y cuán perdidos estamos en el dilatado universo desconocido.

Bien. En apariencia todo esto suena a complejísimo entramado de mecánicas churriguerescas imposibles de dominar. Sumémosle el uso obligatorio de tableta + televisión como interactividad conjunta, mirando arriba, mirando abajo, cuidando los volúmenes de cada uno y prestando atención a cada elemento y, en fin, cualquiera diría que se trata de un juego pensado por y para Cthulhu. Pero no. No solo tenemos desde el comienzo la opción básica, una simplificación de lo anterior expuesto con menor porcentaje de defunción, sino que además, como pueden comprobar en la imagen, todo está dispuesto con una sobriedad y un sentido común ideal.

Buscando a Nemo y la heurística de la accidentalidad

Manejar la Smart Craft™ es manejar a Nemo en el vasto y feroz océano de lo ignoto, el pez anémona enfrentándose a pulsiones arcanas que no atienden a otra razón que a la destrucción como forma de subsistencia: una civilización perdida por su propio caos existencial. Ante tamaño escenario solo nos queda improvisar. Uno de los enemigos más tétricos, mayor aun que las arañas de Limbo (Playdead, 2010), son la maleza, una suerte de tentáculos a los que les afecta la luz y que, en cuanto vuelven a su hábitat de lobreguez, se alargan hasta alcanzarnos y constreñirnos en una muerte dulce. Son como algas, como unas plantas carnívoras demasiado inteligentes, lo que el juego viene a llamar «fuente desconocida». Como siempre, los enemigos de índole orgánica son más incómodos que una simple pasarela de láseres deletéreos.

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No obstante, ASA tiene un grave problema en su curva de dificultad. Durante las primeras ocho o diez  pantallas nos introducen (demasiado) tácitamente los elementos. Una vez conocidos, desde aquí nos sueltan ante una empinadísima montaña rusa de destrezas donde debemos hacer uso de todas las herramientas, más el ingenio pertinente. Lo que parecía un puzzle-platformer 2D y ambiental se erige como un enervante y terrible torbellino de ensayo-error donde medir cada recurso y cada opción no es válido sino obligatorio. La ventaja reside en este mismo hesquiando rnas dio juego abusando de inerciaa el ca muerte miar los tipos de fallo: esfuerza por convencerequipos de supervivencándicap, en su amplio abanico de opciones, pudiendo resolver idénticas situaciones con combinaciones dispares —me pasé medio juego abusando de inercia y resistencia—, aunque la mayoría atiendan a lógicas internas, no accidentales.

Los puzles dependen de cómo gestionemos nuestra nave para sobrevivir: en algunos puntos sitiados por minas tendremos que usar el impulso durante apenas un segundo, disparando pequeños empujones que nos coloquen al borde de una ladera para seguir esquiando o ascendiendo por alguna de las estrechas grutas. Y aquí viene el punto clave: si logramos organizar y consensuar una partida con un par de compañeros, su ayuda puede ser vital. El timing cambia radicalmente, incluso tramos del mapeado en principio arduos se tornan accesibles en tanto el otro jugador pulsa la antigravedad en intervalos mientras nosotros con el stick derecho sorteamos los recovecos de la cueva. Party hard.

Decía que los efectos lumínicos tienen mucho en común con The Swapper e incluso Limbo. La paleta cromática comparte el uso de azules cobalto y grises ceniza, recordando explícitamente a la obra de Facepalm Games. Pero la sonoridad de algunos momentos de carga, con grillos y drones percusivos, rememora directamente las Granjas Hostiles de Oddworld: Abe’s Oddysee (Oddworld Inhabitants, 1997) (¡si hasta hay un enemigo primo-hermano de una Paramita!). Los diferentes efectos del gamepad cuando morimos también sugieren ese terror espacial y alienígena: un efecto de corte de corriente, TV off, cuando nos absorben; un pixelado estilo de VHS roto cuando nos electrocutan; o esa distorsión ondulante cuando somos presa de interferencias. El planeta Spectaculon es una maravillosa yincana de tortura, pero también un dolor de cabeza agradable de resolver. La geometría cambia, alguna cápsula de salvamento directamente nos estalla en la cara, y esa lavadora de sueños llamada Uexplore va de mal en peor.

Por suerte, nuestra caída no desencadena penalización: casi siempre continuamos desde donde nos desintegramos, sin retroceder un ápice. Volvemos a arrancar el motor, cargamos componentes, y adelante. Sí molesta, y no poco, que el reinicio implique un reseteo, forzando a pulsar de nuevo toda la cadena de funciones. Es un juego exigente, que pide paciencia y tenacidad, más por las toscas bondades del gigantesco mando oficial de WiiU que por ser un 2D extremo per se. El uso del giroscopio para los pasadizos más estrechos y la necesidad de regular constantemente niveles de presión y tolerancia de cada contador son los verdaderos responsables del shock jugable. A decir verdad, ASA tiene poco de puzle sobre el terreno; el entorno es cada vez más intrincado, pero nosotros lo vemos cada vez más claro.

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Como se ha venido diciendo, este es un juego que aprovecha fenomenalmente las bondades del controlador maestro de WiiU, aunque reducido a su función táctil. Pero a veces me pregunto hasta qué punto es una herramienta funcional —por su obligatoriedad—. Soplé sobre él impulsando molinos en Super Mario 3D World (Nintendo, 2013), como escáner de pruebas en Batman: Arkham City (Rocksteady Studios, 2011) o incluso estrictamente como lienzo en Art Academy: SketchPad (Headstrong Games, 2013). Es un utensilio versátil y  refulgente sobre las manos adecuadas, pero también tiene un problema de concepción lúdica: mis hijos no podrían acabarse el juego sin cobrarse una tendinitis. Para una obra que, desde su mismo menú, apela a la diversión comunal y la pericia compartida, el hardware se perjudica a sí mismo y tara a los usuarios.

Aunque quizá el mayor problema que plantea ASA sea su inmovilismo: donde The Swapper construía una prolija narrativa granada de metáforas sobre existencialismo, muerte y materialismo, ASA centra todo su esfuerzo en ser un videojuego rentable, sin aspavientos extraños: tutorial, primeros puzles, dificultad creciente y exposición final. Sería ingrato no reconocer sus aciertos, cómo compone con apenas nueve teclas una sinfonía de rompecabezas de doble o triple solución y cómo la mayoría de las veces ese jeroglífico indescifrable se fundamenta en el sentido común —el mismo que empujaría a un ingeniero industrial a pulsar el botón correcto ante una decisión de riesgo—. Pero ese adagio está ahí, bajo las estrellas, y se intuye que un poco más de reflexión sobre nuestros aparejos, que a su vez apelan a lo arcaico y lo mecánico a nivel nuclear, no hubiese sentado nada mal. De alguna manera se centra en las facetas más affordable —asequibles, accesibles— sin experimentar más allá de su propio lenguaje.

En ese ente orgánico en el que vamos penetrando, cada vez más cárnico, visceral y crudo, hay también consonancia con MicroBot (Naked Sky Entertainment, 2010) de Electronic Arts, otro shooter arcade al que el mito de Jonás le sentaba de maravilla —no en vano, en los niveles donde estamos sumergidos bajo esa viscosa agua verde ultramarina pueden escucharse reverberaciones similares a los cantos de las ballenas y, por lo general, todo el juego se desarrolla en interiores conectados por intrincados túneles—. Un planeta con un corazón de plomo y engranajes mohosos, que igual expone portales dimensionales que experimentos con el Principio de Arquímedes.

A diferencia de Chariot (Frima Studio, 2014) o Max: The Curse Of Brotherhood (Press Play, 2014) , por citar ejemplos recientes, unos puzles van suplantando a otros, logrando reenseñar lo aprendido —el impulsor adicional se vuelve imprescindible en los niveles 25-30—. Y no es tanto una  ausencia de ideas como una reformulación de las mecánicas originales. Los juegos de temperaturas saben a poco por explotarse tardíamente, pero en líneas generales pocas veces he sentido una cercanía tan íntima con MI nave, respirando su circuitería y bufando su vapor espeso. Una nave que coletea hasta las últimas consecuencias, hasta el 5% de operatividad. Una nave luchadora.

Me queda la sensación de haber jugado una obra muy interesante en términos físicos y algo pobre en su coda final. Apuesta que en principio insinuaba influencias a Pikmin (Nintendo, 2001) y Another World (Delphine Software, 1991) y donde, hacia los últimos niveles, todo se vuelve especialmente loco —y atractivo—. Una serie de ráfagas anulan las funciones, recluyéndonos a la sencillez primigenia: la bala de Mario Bros sobreviviendo en un shmup futurista. La ventisca nos borra y nos truca y empezamos a sentirnos a merced de algo superior, de una entidad que erradicaría nuestra existencia con un suspiro, como un [crio]sueño. El núcleo escupe impulsos de unos y ceros y por medio del glitch art entendemos que nuestro futuro no está en otras galaxias: no estamos a la altura. Con un clímax similar a Journey (Thatgamecompany, 2012), ASA nos recuerda que no quedan civilizaciones que conquistar. Por mucho que prosperemos como linaje siempre existirá otro eslabón más en la cadena, una meta impulsiva e inalcanzable.

Al comienzo de la partida se nos pregunta si queremos publicar, para cierto momento clave, un mensaje en el muro de Miiverse. Este mensaje formaría una suerte de grito sordo, sumado a los de otros jugadores. Bien, pues al intentar publicar mi mensaje en el original muro de Nintendo se produjo un error 115-5110, dando pie a una extraña sublectura para quienes hayan completado la historia: todas esas grandilocuentes promesas perpetradas por multinacionales intocables son mero espejismo, barro y cáñamo, arena y niebla, la mentira más cretina disfrazada de promesa. No hay futuro más allá de nosotros mismos: podemos elegir la vía destructiva o ser consecuentes con nuestra identidad, caminando con fe hacia lo desconocido. Un incierto final escrito con sangre.