Americanizados: Sobre la relación de los videojuegos con la cultura española


Cuando todo el mundo actúa tal y como deseas no es necesario invadir su territorio. Es por eso que la cultura puede ser tan peligrosa como un arma y mucho más efectiva que todo un ejército. La razón por la que cada vez más personas celebran Halloween antes que el Día de Todos los Santos es porque la hegemonía impuesta por la Iglesia Católica fue reemplazada, al inicio del siglo XX, por la cultura norteamericana, un pastiche de ideas trituradas, provenientes de las tradiciones sajonas, escandinavas e irlandesas, que se simplificaban para presentarse con atractivo gracias a las bondades del technicolor. El cine tiene la culpa de mucho de lo que hacemos y, como EE. UU. controla la financiación, la producción y la distribución a gran escala, ahora todos nos sabemos la primera enmienda mejor que los derechos y obligaciones que nos otorga la Constitución. Sería fácil argumentar que esta expansión y asimilación cultural está relacionada con el poderío económico de la que, durante años, ha sido la primera potencia mundial, pero que actualmente la influencia en la cultura de Japón y Corea del Sur supere a la de China indica todo lo contrario.

En este momento, Japón es la tercera economía del mundo con un PIB que no deja de crecer pese a que sus exportaciones tradicionales —como chips para smartphones o coches— no funcionan a un ritmo suficiente para respaldarlo. Uno de los motivos de la fuerza en el extranjero del país se denomina «Cool Japan» y engloba todos los elementos que conforman la imagen que Japón se ha creado gracias a la cultura pop. Usando elementos como el manga, el anime, los videojuegos, la comida e, incluso, la moda, el país ha conseguido generar no solo unos beneficios de 17 000 millones de dólares, sino una imagen amable y atractiva que atrae hacia sus fronteras a turistas, estudiantes y profesionales.

Usando consolas y televisiones, Japón irrumpió directamente en nuestras casas de la misma forma que Corea del Sur lo está haciendo a través de nuestros oídos. Como menciona la revista Spectator, cada una de las infancias de los últimos 30 años se ha relacionado con Japón, ya sea gracias a Mario y Kirby, o a los Tamagotchis, Pokémons, Digimons y Powers Rangers. No obstante, Corea del Sur reina entre los adolescentes actuales a través de los ritmos de BTS, TWICE o Red Velvet. A esta ola se la denomina Hallyu y ha conseguido, entre otras muchas cosas, que aprender coreano sea una prioridad para el 0,4 % de españoles.

Si observamos atentamente, las estrategias Cool Japan y Hallyu tienen bastantes cosas en común, siendo una de las principales similitudes el hecho de hacer poca o ninguna concesión al consumidor extranjero. Tanto el manga, como los videojuegos o el K-pop se crean y distribuyen con el principal objetivo de dar a conocer sus países de origen y eso se pone por delante, incluso, de la recaudación. En los videojuegos puede verse con mucha claridad: los títulos japoneses se desarrollan en el idioma del país, se adscriben a géneros concretos, especialmente populares en sus fronteras, y se exportan, posteriormente, de una forma muy similar a como fueron publicados. Al igual que el manga dejó de cambiar el sentido de lectura al localizarse en Occidente, los videojuegos dejaron de modificar los nombres de los personajes y optaron por no cambiar los aspectos que podrían ser más incomprensibles para el jugador norteamericano y europeo, obligando a estos a tener que adaptarse. Persona 5 (Atlus, 2017), o el recientemente publicado Taiko no Tatsujin : Drum ‘n’ Fun! (Bandai Namco, 2018), están repletos de carteles en japonés, música del país y reflejan, sin indulgencia, aspectos sociales y tradicionales de la zona en la que se han creado. Por eso, hablar de producto cultural en referencia a los videojuegos japoneses y norteamericanos tiene mucho sentido. Etiquetar así a los españoles, no demasiado.

Durante su paso por la última Gamescom, el ministro de Cultura y Deporte, José Guirao, quiso dar su apoyo al medio subrayando su interés cultural y dejando claro que los videojuegos son mucho más que «ocio y exceso». «El videojuego es cultura», declaraba el ministro en Alemania, «hay que trabajar para dar una imagen verdadera del medio». Sin embargo, al defenderlos, Guirao hacía referencia a la creatividad, el talento y a los valores que los juegos reflejan, importantes características, que, pese a todo, pueden relacionarse más con el arte en general que con la cultura española. Los periódicos que informaron de las palabras del ministro completaron la nota con datos sobre la importancia económica de una industria en expansión, pero no comentaron nada sobre el supuesto valor cultural que identificaba nuestras producciones.

El hecho es que la totalidad de los diez juegos españoles más influyentes del año pasado fueron lanzados directamente en inglés, con títulos en ese idioma, y con el castellano como opción secundaria. Esta decisión es lógica y natural desde el punto de vista comercial dado el enorme coste de desarrollo y la necesidad (y posibilidad) de destacar fuera de nuestras fronteras, a nivel global. Lo llamativo realmente es la ausencia de personajes con nombres españoles, las localizaciones en ciudades norteamericanas y la representación de infancias, situaciones y vidas que se asimilan más a las vistas en una película de Hollywood que a las que encontramos en barrios de nuestro alrededor.

Crosing Souls (Fourattic, 2017)

La facturación del mercado de los videojuegos en nuestro país ha superado los 1000 millones de euros anuales y las acciones para ayudar y promover el desarrollo son cada vez más numerosas y suculentas en términos económicos por lo que, aunque no cabe duda de que la industria seguirá creciendo —desde luego no faltan ganas, talento, calidad y buenas ideas—, el componente cultural de los videojuegos, en los términos que planteaba el ministro, no parece que tenga lugar. Podremos aspirar a ser una potencia en el medio en términos industriales, pero el papel de España como potencia exportadora de cultura en los videojuegos no se termina de concretar como una realidad.

Quizás sea Blasphemous, de los sevillanos The Game Kitchen, uno de los títulos más interesantes de cara a un futuro próximo. El apoyo en Kickstarter de casi 10 000 micromecenas y las apariciones periódicas en grandes medios nacionales e internacionales parecen indicar que la comunidad tiene puesto el ojo en este hack-n-slash programado para 2019. Sin embargo, la atención del público comenzó bastante antes de que se especificara el gameplay, gracias a su sobresaliente estética en pixelart y a una imaginería terrorífica que nos recuerda a los años oscuros del catolicismo. Aunque el propio estudio ha aclarado que no intenta en ningún momento realizar referencia alguna a la Semana Santa, es imposible mirar a su protagonista sin recordar a un penitente, y a sus fondos y ambientación sin rememorar paisajes andaluces y parte del folclore del sur.

Blasphemous destaca porque, en vez de basar su imaginario en las ideas previamente procesadas de otras ficciones, va directamente a raíces culturales únicas, en muchas ocasiones poco estudiadas y explotadas, y las re-imagina en sus propios términos. El resultado, tal y como pasó con la invención del gótico sureño en EE. UU. o el realismo mágico en Sudamérica, es original, llamativo y siempre dispuesto a crear sensaciones concretas en el consumidor.

A través del cine, la música, la literatura y, en menor medida, los cómics, la cultura española no solo ha calado en otras partes del mundo, sino que se ha asentado dentro de nuestras fronteras. La Macarena llevó el flamenco pop, género casi exclusivamente español, a las listas de éxitos de todas partes del mundo y se ha convertido en una de las canciones populares más emblemáticas de los noventa. El cine de Almodóvar se celebra igual en Norteamérica que en Turquía, China e Italia a pesar de (o precisamente por) estar rodado en castellano, tratar temas y mostrar localizaciones que es imposible encontrar en otras partes del globo. Quizás, además de unos hermanos Houser que creen obras multimillonarias basadas en la ficción, los videojuegos españoles necesiten de un Iwata, un creador que refleje y enriquezca la cultura nacional moderna a pequeña y gran escala. Los esfuerzos del Ministerio de Cultura no deberían alinearse en este caso con los de la industria, sino que deberían enfocarse en promover y patrocinar creaciones que no partan ni se fijen durante su desarrollo en lo que dicta un estudio de mercado. Solo así los artículos dejarán de lado las cifras y el resto del mundo gamer podrá conocer, por fin, España.