Qué somos. Qué queremos ser. Qué seremos *


(*) Estas tres cuestiones funcionan a modo de título. Pero no voy a engañar a nadie, no conozco la solución a ninguna de las tres y desde luego no planteo respuestas concretas a tamañas preguntas. Sigo tan perdido como el primer día.

Formamos parte de una generación sin definición. No mantenemos dietas específicas en nuestro consumo cultural: igual nos vale una maratón de capítulos ligeros o un blockbuster con ecos polivalentes, que una nocturna bizarrada devorada por explícito compromiso. Canibalizamos cualquier influencia con aprobación popular, otrora motivo de prejuicio y rechazo, produciendo para toda clase de minorías masificadas, somos dueños de nuestro tiempo liberado de consonantes y consonancias. Subvertimos cada movimiento de estilo y derogamos aforismos con la misma premura que enarbolamos crítica. Lo sectario se diluye con lo profano y las endogamias caen presa de réplicas de pastiche mucho más inofensivas. El perezoso siente que todo está inventado y el valiente asume riesgos tildados de innecesarios por sus colegas. Han muerto los divismos en tanto pudimos lanzarles halagos o improperios en sus cuentas personales de Twitter y recibir respuesta en el plazo de un suspiro. Reinventar la rueda es una necesidad urgente y tornamos la carrera espacial hacia un espacio mucho más introspectivo. Somos el homo ludens resultante de la era táctil, esclavo de deudas y consciente de todas las preocupaciones como una obligación jerárquica, como pagar impuestos. Y aun así, para no volvernos tarumbas, hemos condicionado todo con etiquetas. Sobrevivimos gracias a una iconografía reduccionista, a frases y tics idiotizantes y tan perniciosos como abolir toda la imaginería de un joven noventero llamándolo ‘nocillo’. El mundo se acaba todos los días cinco minutos antes de la medianoche.

Y por supuesto, mientras tanto, no sucede nada. O eso creemos. Como en todas las generaciones, las revoluciones arquean cejas y nunca creemos hacer historia hasta que la hemos hecho. Tanto estudio analítico y tanta difusión (propagandística) acabó anulando nuestra aptitud selectora, entregándonos a la bacanal informativa que consiente aquellas piernas cercenadas en la sobremesa, cuando hace apenas quince años eran espanto de nuestras madres. El terror a los ismos nos suena lejano como accidentales atascos que no nos ha tocado vivir y los manuales llevan detenidos cuatro décadas más por divergencia que por escasez. Somos una generación sin guerras explícitas, pero víctimas resultantes de la onda expansiva. No entendemos dicotomías entre nuevo y viejo, a sabiendas de poseer –que no dominar– un conocimiento arbitrario y bastante somero de cuanto nos rodea. Tan correctos, altruistas y abocados a la disculpa, hemos agotado la vía biliar por medio del anestesiante y mesmerizante canto del nuevo mundo. Nos urge un incendio intelectual, pero nos huele a chamusquina, faltaría más.

En esta guisa, los videojuegos dan igual. Quiero decir, estoy frente a ustedes hablando de aquello que me apetece, flirteando para exponer un par de puntos, pero no pretendo encorsetar el medio por obligación profesional. De hecho, me gustan tanto como cualquier otra exposición cultural, ¿por qué habría de priorizarlos? Vale, me temo que hay una razón, por algo he venido hasta aquí. Los videojuegos han tomado el relevo, todo es interactivo y entretenido. Si un periodista enmarcado en un medio generalista declama su particular exabrupto de la industria, recibe respuesta tanto por parte del redactor gonzo como del lameculos pizpireto, pasando por toda la escuela de feligreses que arrastren esas dos actitudes (o tendencias). El concepto –y la ejecución– de ‘medio de comunicación crítico y con compromiso divulgativo’ levantan las mismas carcajadas que los funambulistas borrachos. Los videojuegos han atomizado la estética y cosmética de nuestros días para formar, por fin, parte del todo y terraformarlo. Son mayoría votante. Aunque ya lo llevaban haciendo desde el primer día, no nos hemos dado cuenta hasta el instante que nos tocaba firmar la evidencia.

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Juegos enfocados a los horrores de las guerras, tratados y ensayos mediante, juegos criminales e injustificables como Watch Dogs (Ubisoft, 2014) y su hype atronador (horror vacui), todos conviven sin corriente, pero a la inercia de la que parece una segunda juventud. La salud de los e-sports y, por extensión, la de todo el establishment (atletas, patrocinadores y canales de streaming emitiendo sus partidas), la culminación final del voyeurismo digital (playing or watching?), exponiendo una problemática inherente: esa sobreabundancia, donde cada uno reclama su parte, y todo sucumbe por efímero gracias al sobreabastecido consumidor, puede desembocar en caca. Hay precedentes: en la música clásica, la burbuja inmobiliaria, los concesionarios de coches… Han cambiado las gramáticas y el conocimiento social del videojuego, no así sus tropos. Aunque ahora toda una nueva generación de padres gamers (discúlpenme la licencia) inyecten en las retinas de sus hijos la normalización de un lenguaje entre clásicos pretéritos y novedades loquísimas, son ellos por sí mismos los que deben discernir y discutir el próximo camino. El resto es ruido blanco.

De hecho, entre tanta algarabía de opciones, ¿cómo sabremos cual es el camino a seguir, la novedad? ¿La necesitamos para identificarnos? ¿Qué tiene de nuevo el laureado No Man’s Sky (Hello Games, 2015) frente a Elite (David Braben e Ian Bell, 1984) –salvando las distancias–? Quizá únicamente su función revisora, trayendo a primera plana la programación procedural y las posibilidades de ésta en cuanto a economía de recursos. Es obvio que para entender las fracturas socioculturales precisamos de un mínimo de perspectiva, pero bien parece que cada nueva iniciativa solo es avanzadilla de algo más grande, cuando no se asume (o se hace a medias) que cada día puede nacer un cambio y la mediocridad lo está matando. La actual prensa la definen blogueros de campo, y el hermetismo del especialista ha sido fagocitado gracias a la permeabilidad del amateur. Y así con todo. La especialización carece de interés frente a portentos hazlo-tú-mismo que defienden un activismo creativo esencialmente punk. La novedad es forzada a golpe de remo entre tanta rutina costumbrista de estudios que reclaman tarde y mal su parte del pastel.

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Este año estamos asistiendo a pixelazos [meta]narrativos como Gods Will Be Watching (Deconstructeam, 2014) y Always Sometimes Monsters (Devolver Digital, 2014) o simples reformulaciones mecánicas como Shovel Knights (Yacht Club Games, 2014) o Broforce (Free Lives Games, 2014), que depuran un código funcional hasta casi la perfección, y ante todo, ha quedado claro que en este constante ir y venir de exposiciones culturales es momento de guardar silencio, reducir la emisión de palabras como advertía Charlie Brooker, y no caer en comodidades. El autor llegará con su propuesta, no necesariamente novedosa, pero quizá rupturista, baste liminal, un nexo entre la joya perpetua y la emergente o un acierto a medias. Ahora más que nunca es momento de aislarse –para eso está Mountain (David O’Reilly, 2014)– y discernir con sobriedad qué es y qué no es necesario en este medio. Mientras estemos continuamente conectados al flujo, no tendremos el mínimo margen de error para descubrir cualquier cosa ajena a la corriente principal. Que estemos o no haciendo historia es débito de historiadores. Los comisarios de arte no tienen razón. Ni estamos perdidos, ni aturdidos, ni somos escoria sin faro ni hoja de ruta. Tan sólo ese libre albedrío puede conducirnos hacia las respuestas. Será tan costoso como purificador, una verdadera necesidad para despertar del letargo que nos autoinducimos consumiendo toda la hojarasca trending, por estricto compromiso o apariencia. O peor, por necesidad social-lúdica (y estaríamos tratando nuestro único reducto personalísimo como un videojuego, sin penalización, sin caducidad, sin consecuencia).