El año que sobreviví a la decepción de Pokémon GO


Ha pasado ya más de un año desde la llegada de Pokémon GO (Niantic Labs, 2016) a nuestros dispositivos portátiles, sin duda, uno de los juegos que más beneficios ha reportado a Nintendo en el último año. Tras esos 15 meses de convivencia con la propuesta de Niantic, he vivido personalmente tres “desintoxicaciones” de por medio, recorrido cientos de kilómetros y atrapado miles de pokémon. Ahora, tras abandonar y conseguir salir ileso de este título por tercera vez, me veo plenamente capacitado para dar mis impresiones y contar cómo fue aquel año que sobreviví a Pokémon GO.

Comencé mis aventuras como entrenador pokémon del mismo modo que cualquier otro usuario, buscando como loco una rom antes del lanzamiento oficial del título. Llevaba sin jugar con asiduidad a la franquicia desde la dupla Diamante/ Perla (Game Freak, 2007) y me pareció un momento idóneo para retomar la saga. Además, pensé que podría utilizar Pokémon Go como una excusa para salir a correr, convertirlo en una especie de cuentakilómetros para ser más constante con mi compromiso de hacer deporte y no abandonar a medio camino por pereza.

En los primeros pasos del viaje escogí a Bulbasaur como compañero inicial, con el que recibí las instrucciones mínimas para salir a la calle. Cogí mi bicicleta, salí de casa y, al poco rato, encontré mi primer pokémon. Me detuve, lo capturé y seguí adelante. Las recompensas se sucedían cada poco tiempo y me fidelizaban. Capturar un pokémon de tipo volador, conseguir diez normales, pasar por una poképarada… Todos esos pequeños logros conseguidos (sin mérito alguno) me agasajaban y mantenían mi atención en el juego sin que decayese en ningún momento. Era feliz.

Con el tiempo y casi sin darme cuenta, empecé a alargar mi ruta habitual e incluso añadí algún kilómetro extra con el fin de hacer crecer mi pokédex un poco más. Seguía jugando, mis criaturas eran cada vez más fuertes y, con ello, capturé mis primeros gimnasios. Para mantener mi nivel y seguir progresando, me marqué objetivos para tener un flujo de caramelos constante para mis luchadores. Con el tiempo, especialmente cuando alcancé el nivel 30, me di cuenta de que las recompensas prácticamente habían desaparecido: en algunas ya había alcanzado el nivel máximo y, en otras, tardaba varios meses entre un nivel y el siguiente. Me estaba estancando: subía de nivel de forma muy lenta y, para ello, tenía que invertir mucho tiempo viendo como mi barra de experiencia apenas se movía.

Por supuesto, no fui el único al que le pasó. Esta situación la reflejó a la perfección en Twitter @Klik_vox en un fichero de Excel público. Como podemos observar, la experiencia necesaria para seguir mejorando en Pokémon Go crece de forma exponencial hasta llegar al nivel 31: desde ahí, alcanzar el 35, por ejemplo, requiere más experiencia que la que habíamos necesitado hasta ese momento. Esta situación sigue agravándose hasta llegar al nivel 40. Este sistema no sería tan problemático si no fuera porque el único objetivo del juego es luchar en los gimnasios, lugar donde se concentran los entrenadores de los niveles más altos. ¿Cuáles son las consecuencias? La gran masa de jugadores que permanecen por debajo del nivel 30 o 35 no son competitivos y, por lo tanto, sus pokémon no tienen ninguna oportunidad en los gimnasios. Por este motivo, aquellos jugadores que se encuentren por debajo de estos niveles se pierden toda una capa de juego relacionada con los combates. Ni siquiera pueden entrenar con otros entrenadores de su mismo nivel o practicar combates, al menos hasta que la eterna promesa del PVP se plasme definitivamente en una actualización.

Por otra parte, los jugadores de mayor nivel tampoco reciben una recompensa adecuada que justifique su inversión de tiempo. No es ninguna novedad que los juegos basados en niveles —ya sean los RPG, shooters o cualquier otro género— tengan este tipo de progresión, en los que cada nivel es mas difícil de alcanzar que el anterior. En la mayoría de los casos, el sistema sube los requisitos pidiendo más puntos de experiencia en cada tramo. Esta estructura tiene pros y contras: por un lado, nos permite subir de nivel rápidamente en los primeros compases, pero luego nos pone cuesta arriba alcanzar el nivel máximo. El problema de Pokémon Go es que un entrenador de nivel 1 necesita capturar diez criaturas para subir de nivel, mientras que un jugador superior, de nivel 39, requiere de más de 20.000.

                                        

Frustración

Con todo esto en mente, me puse a echar cuentas: mi meta diaria era hacer unos 20 kilómetros y capturar unas 80 criaturas, de las cuales podría aprovechar cinco (con suerte). Caí en la cuenta de que esta situación ya la había vivido como jugador de Ogame (Gameforge, 2002). Ya no jugaba por diversión: el juego carecía de objetivos y me di cuenta de que, en realidad, competía contra mí mismo siguiendo una rigurosa rutina digna de una pesadilla orwelliana. «¿Todo para qué?», me preguntaba, todo con tal de no perder mis gimnasios virtuales y caer en mi posición como entrenador. Cada día barruntaba en mi cabeza cuáles eran mis opciones y salía a relucir la gran pregunta: ¿Debería dejarlo?

Todavía seguí jugando varios meses, aunque ya no cogía la bicicleta, sino que salía a correr. Bueno, en realidad solo corrí al principio, después pasó a ser un andar embobado mirando para la pantalla y a la espera de que la vibración de mi teléfono me revelase una nueva criatura. El juego trataba de recompensarme vagamente, seguía comprando mi fidelidad con algún que otro nuevo artilugio, inútiles en su mayoría, pero que llenaban la pantalla de fuegos artificiales con cada nivel alcanzado. Fue entonces cuando entendí que Pokémon GO me había convertido en una especie de Bing Madsen, ese personaje que vive atrapado en una bicicleta virtual con el objetivo de eclosionar un huevo o dos al día hasta alcanzar mis Quince millones de méritos (Charlie Brooker, 2011).

Llegados a este punto del artículo, a los profanos en este tipo de experiencias, este comportamiento les parecerá exagerado o aislado, e incluso lo verán cercano a la misma ludopatía que generan las máquinas tragaperras. De hecho, la adicción a estas máquinas sacacuartos es una confluencia de varios factores: pequeñas apuestas en un breve lapso de tiempo, que son también pequeñas en proporción al premio ofertado y que, además, aderezan con estímulos sonoros (sobre todo) para que creamos que percibimos más de lo que en realidad estamos ganando. En Pokémon GO, la adicción se genera por la incertidumbre que rodea al juego. Nadie es bueno o malo jugando, no se puede ser ni buen ni mal estratega y tampoco hay trucos o consejos que se adquieran en base a la experiencia. La aleatoriedad que le rodea afecta a todo: a los huevos que abrimos, a los tipos de criaturas que nos encontramos y, sobretodo, a su porcentaje de perfección. Siendo más concretos, el azar determina la cifra que dictamina si la criatura que hemos capturado sirve para combatir o debemos seguir buscando.

                                         

Esta mecánica de rasca y gana es habitual en otros juegos como la saga Battlefield, Gears of War 4 (The Coalition, 2016) o HearthStone (Blizzard Ent, 2014). En los primeros, esta mecánica aparece en forma de cajas de loot, recompensa con la que conseguimos complementos estéticos para nuestros avatares y que podremos utilizar en las partidas multijugador. La propuesta de Blizzard, en cambio, tiene un sistema similar al que implementa Niantic: una mecánica de abrir sobres. Un ejemplo de esto es la cantidad de retransmisiones que podemos encontrar en canales como Twitch de jugadores abriendo sus sobres en directo. No obstante, Hearthstone (que también se aleja de Pokémon GO por su componente estratégico en las partidas) ha sabido esquivar la aleatoriedad de los premios y nos ofrece la posibilidad de deshacernos de estos premios a cambio de la moneda del juego, y así poder comprar directamente las cartas que deseamos.

Es cierto que en Niantic han hecho esfuerzos por mejorar el juego con las últimas actualizaciones y que han surgido buenas ideas como la incorporación de las incursiones, las nuevas mecánicas en los gimnasios y la aparición de los pokémon legendarios. Sin embargo, ninguno de estos cambios ha equilibrado el anticuado meta del juego. Las nuevas mecánicas hacen que sea obligatoria la colaboración de varios entrenadores para poder conseguir las codiciadas criaturas legendarias y seguir ampliando la pokédex, una decisión que, unido al descenso global de jugadores, imposibilita la progresión de muchos usuarios (que además pueden preferir actuar en solitario). Quizá lo peor es que, como consecuencia inmediata de todas estas incorporaciones, nos encontramos ante un producto que ni siquiera es fiel al vínculo original entre el entrenador y su mascota, más bien nos invita a buscar una mascota mejor constantemente. Además, Pokémon GO elimina esa máxima con la que partía de poder convertirnos por nosotros mismo en el mejor entrenador, ya que nos impide avanzar sin ayuda de otros jugadores.

Podríamos decir que el concepto de la supervivencia del más apto, de la que hablaba Charles Darwin en su teoría de la evolución, cobra especial significado en este título de Niantic. Una asociación que encaja porque en Pokémon GO seleccionamos a nuestras criaturas en función de su genética. Sin embargo, y al mismo tiempo, esta máxima evolutiva sentencia su propuesta y lo reduce a un título prometedor que, sin embargo, terminó convirtiendose en una moda pasajera. Con los años, probablemente lo recordaremos como uno de los mayores hitos de los juegos para móviles, con un impacto social equivalente a lo que fue Angry Birds (Rovio, 2009), pero seguirá siendo el peor título de la franquicia por fallar en lo más básico: no haber reflejado sus valores.