El paisaje en el videojuego: una escenografía de inquietudes


Pocas consideramos el peso narrativo que tiene el espacio dentro de la ficción. Si vagamos por la literatura de Juan Rulfo, nos encontramos con que el único personaje vivo es el pueblo de Comala, y lo único que tiene voz son sus ladrillos, sus estrellas, sus lunas y sus briznas. Si nos vamos al cine, hay películas que exploran la densidad psicológica, emocional y poética de la escenografía como Dogville (Lars Von Trier, 2003) que extrae los elementos materiales del entorno, y los reduce a meras abstracciones simbólicas. En pintura, la tradición pictórica cristiana configuró la identidad visual del campo como un locus amoenus, el «paraje ameno», en el que el pastor no se lamentaba por su estrato social, sino que se entregaba con regocijo a las encomiendas de su dios, en el que el poeta se acostaba en la alfombra de hierba bajo el manzano y se ponía a cavilar poesías, en el que el cielo era azul, el río prístino, y las colinas distantes. ¿Y qué hay del videojuego?

Si le preguntásemos a Jorge Luis Borges, no nos respondería con la emotividad esperada de cualquier juntaletras: «El paisaje—como todas las cosas en sí—no es absolutamente nada. La palabra paisaje es la condecoración verbal que otorgamos a la visualidad que nos rodea, cuando esta nos ha untado con cualquier barniz conocido de la literatura». Tirando del hilo que establece al paisaje como una madeja inerte de espacio estético, parece que la idea del paisaje se ha visto trastocada hasta el punto de convertirse en un vulgar escapismo de citadino contemporáneo, la abertura, el color y el sonido que lo regurgitan de su densidad urbana y lo transportan a una realidad absolutamente distinta. Es poesía de la lejanía, pensada como atrezzo, como el friso del fondo que nada tiene por decir además de volumetría natural.

El observador contemporáneo del paisaje no busca entablar intimidad con sus texturas, sus relieves y sus geografías. ¿Cómo puede un videojuego afrontar esta idea, si su principal característica es el factor interactividad? El videojuego no puede conformarse con presentarnos un horizonte sembrado de florituras visuales, tiene que involucrarnos, hacernos parte de su metadiscurso, darnos una voz y transmitirnos un mensaje (muchos mensajes) en los que escuchar la voz del entorno ludoficcional.

Si en cualquier otra arte posible, el entorno y el paisaje son una escenografía de quietudes, en el videojuego ocurre lo opuesto: navegamos inquietudes, bordeamos y recorremos un terreno que se supone vivo. El paisaje del videojuego no puede permitirse funcionar como una postal, tiene que pensarse y diseñarse con el jugador en mente, con un individuo que puede, en cualquier instante, romper con la imagen estática de cualquier castillo, ciudad o montaña. El jugador no solo tiene hambre de imagen para nutrir a su galería de capturas, tiene apetito de camino, de cabalgata, de cartografía procedural, de hierba, de cielo y de río. En pocas palabras, los jugadores recorremos el horizonte, lo traemos frente a nosotros. Los páramos procedurales no solo son narradores de sí mismos, sino que se prestan para ser narrados por el jugador.

En The Witcher 3 (CD Projekt RED, 2015), cada región del continente posee una identidad que se construye desde la visualidad. Es la identidad estética, esa primera impresión que tenemos de las torres de Novigrado, las praderas grises de Velen, o las altas montañas, la nieve y el bosque de Skellige. El color, la luz y la distancia desempeñan un papel crucial en esta construcción, elementos que configuran la aproximación psicológica con la que el jugador enfrentará ese pedazo de mundo. Velen está llena de marismas, pantanos repletos de sumergidos y caminos de tierra puestos sobre la marcha. No importa que sus atardeceres purpúreos y su luz amarilla hagan milagros sobre la fauna y la flora, los elementos que permanecen en su cercanía y lejanía son un recordatorio constante de que la belleza no es motivo para bajar la guardia.

Eso por el lado meramente visual, pero cuando llega la hora de comunicarnos con el espacio, los polacos de CD Projekt RED complementan esas identidades desde lo lúdico. Los monstruos que pueblan Skellige son los protagonistas de las leyendas que escuchamos cada que visitamos los poblados y los puertos; la flora que se abre paso entre sus alfombras de nieve nos deja ver la importancia que tiene para el pueblo llano y para el círculo druídico, con alquimistas y herboristas que nos ofrecen ingredientes poco comunes, cosas que no hallamos en el continente. Las misiones, por su parte, tejen con sus objetivos un tapiz ideológico preciso para cada región. Mientras que en Novigrado sorteamos las entrañas del alcantarillado en busca de unos ladrones de bóvedas, en Skellige nos adentramos en sistemas cavernosos, buscando la veracidad que yace tras la leyenda de los berserkers. Por un lado, las problemáticas de una sociedad cosmopolita, que enfrenta consecuencias de la urbanidad como el crimen organizado, la corrupción y los sistemas subterráneos; por el otro, una búsqueda basada en relatos populares, que implica ser testigo de rituales mágicos y sangrientos, cada faceta dotada de sus criaturas, de sus recompensas, sus colores y sus floras.

Pero el escenario también puede comunicar ideas más allá de lo racional —asumiendo que la fantasía, por irreal que se presente, se construye sobre una serie de reglas lógicas dentro de su diégesis que dotan de sentido a su ficción—. Un entorno puede servir como espejo emocional de los protagonistas, como alegoría surrealista o, directamente, como una excusa estética y psicológica para lo poético. Tal es el caso de Kentucky Route Zero (Cardboard Computer, 2013-2020). La cartografía dibujada a pulso de verso por los de Cardboard Games resulta, en su forma más intrínseca, una traducción videolúdica de aquellas literaturas que han convertido al espacio en una extensión del cuerpo de sus ocupantes. Al igual que la Comala de Juan Rulfo, la Kentucky de Cardboard aprovecha su génesis ficcional para transmitir ideas sobre la muerte y su significado, la permanencia, los vínculos que desarrollamos con los espacios y la degradación de lo corpóreo. No es solo que cada escenario parezca una maqueta onírica en la que siempre se tiene la sensación de haber algo oculto, intangible y más allá del consumo, es que todas las mecánicas reflejan la naturaleza de los escenarios.

El texto es el principal vehículo narrativo, y lo que podríamos percibir como una simple forma de comunicarnos con el mundo, se transforma en una poderosa sugestión metafísica de corte realista mágico. A través de su mapa, los autores decidieron sembrar una serie aparentemente inconexa de relatos menores, que acaban por darle al esqueleto narratológico de Kentucky una capa extra de densidad. Estos relatos, a su vez, se aprovechan de conceptos como la música y la propia tipografía para construir atmósferas surreales, idílicas por su misticismo, en las que el jugador deja de estar seguro acerca de quién es, de dónde está y de qué está haciendo aquí (si es que realmente está). Porque como se puede leer en un viejo ordenador de una antigua estación de gasolina, la Zero no es real, no es algo atado a lo real y, por ende, aquellos que lo recorran no pueden ser reales, o parte de lo real. Por eso, sus estructuras están repletas de fantasmas, de sonidos que se antojan ecos, de luces que parecen sombras, de lunas que no se quedan quietas, y de cámaras que parecen tener una noción personal y sumamente artística acerca de aquello a lo que observan. En este juego, la escenografía que es el espacio no está dominada por nadie, supeditada a algo que trasciende y que reverbera a través de la pantalla; como una obra de teatro procedural, en la que el uion se escribe de manera automática, la utilería que llamamos mundo baila y se difumina cuando es la hora de encerrarse en su propia poesía, y hablarnos desde un posible más allá.

Si dejamos de mirar con ensoñación a las estrellas y sentimos nuestros pies en el suelo, resulta que también hay juegos que se preocupan por ese cambio de enfoque.

Lonely Mountains: Downhill (Megagon Industries, 2019) es un videojuego que hace de la superficie su profundidad. Cualquier ciclista que recorra sus montañas se verá obligado a escuchar lo que la orografía tiene por decir, porque hacer lo contrario implicaría la muerte. Vadear ríos, cruzar puentes y derrapar en curvas de arena implica hablar el lenguaje del espacio; construir segundo a segundo un metadiscurso en el que el ya cansino mundo abierto recupera su cualidad de mundo, y se atreve a cerrarse ante la necesidad de un jugador que quiere abarcarlo todo. Recorrer la montaña es adaptarse a límites, a fronteras que marcan una línea gruesa entre nosotros y el espacio, y es entender que un mundo puede ser más que escenografía, más que utilería puesta al servicio de un de tantas masacres diseñadas para satisfacer.

El título de Megagon es un videojuego que muestra sus respetos hacia la geografía haciéndonos entablar una relación puramente lúdica con sus relieves y sus texturas, abstrayendo hasta convertir cada tramo de cada viaje en una delicia hecha de minimalismo, de tensiones pequeñas que construyen un relato gigantesco. Básicamente, una forma distinta de entender la idea de paisaje. Me parece el fin de esa ya oxidada frase con la que los estudios deciden condecorar a sus ficciones: «¿Ves esa montaña de ahí? Puedes escalarla». Pero en la mayoría de los casos, escalarla no significa, como podría significar en la vida real, entenderse con cada capricho del terreno, sabernos parte de un lugar que nos exige escucharlo para poder entenderlo. El videojuego, más bien, lo ha concebido como un logro, como una recompensa que espera impaciente en una lista de actividades secundarias, objeto de consumo rápido y carente de lugar dentro del Lugar.

Hay otros ejemplos poderosos sobre cómo el espacio puede repercutir en la experiencia de juego. Hace nada salió el ensayo de Hideo Kojima sobre el desplazamiento llamado Death Stranding (Kojima Productions, 2019), y me resulta fascinante que gran parte de la polémica haya venido de su forma de entender el territorio, de cómo los jugadores hemos aprendido a pensarlo como un campo de tiro y no como un lugar en el cual aprender a desplazarnos y conectar con otras experiencias. Porque, a diferencia del resto de disciplinas, el juego es un arte que te involucra, que te hace parte, que necesita de un jugador para que su ficción exista. Los jugadores queremos historias más inmersivas, pero nos mostramos reacios cuando un territorio de videojuego hace precisamente eso, meternos de lleno en un mundo que no es el nuestro. Si pedimos inmersión, ¿no es lógico que una piedra en el camino nos haga tropezar y perder todo nuestro cargamento?

Vivir encajados dentro de una escenografía hecha de silencios y presencias invisibles puede resultar apto para el cine, la pintura y las letras. Y hasta hace poco, nuestra concepción de paisaje era precisamente esa, una escenografía. Pero hay voces que se alzan, que se materializan, que luchan por un lugar, así sea como una rima dentro de un gran verso interactivo, o una piedra que nos proyectará fuera de la senda. Voces que forman una nueva clase de espacio en el que jugar, en el que existir jugando.